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The Guardian en español

¿Debe la resistencia contra Trump convertir a sus altos cargos en unos parias sociales?

Sarah Sanders tuvo que abandonar un restaurante por las protestas de los clientes.

Sam Wolfson

Un día después de que el restaurante Red Hen de Virginia pidiera a Sarah Sanders, portavoz de la Casa Blanca, que abandonara el local, la congresista demócrata por California Maxine Waters tenía que hablar frente a una multitud de seguidores en Los Ángeles. Hasta ese momento, los líderes demócratas habían pedido que la reacción frente a la Administración de Trump se mantuviera dentro de los límites de la protesta respetuosa. 

Convertida en líder de la resistencia a Donald Trump dentro del Congreso, Waters se salió del guión. “Asegurémonos de estar donde sea que tengamos que estar”, dijo a la multitud. “Si ven a cualquier miembro de ese Gabinete en un restaurante, una tienda o una gasolinera, salgan y junten una multitud. Presiónenles. Y díganles que ya no son bienvenidos en ninguna parte”.

En los días que siguieron, líderes demócratas como Nancy Pelosi y David Axelrod tomaron distancia de los comentarios de Waters y pidieron mantener las formas. Trump atacó personalmente a Waters y dijo que era una “persona con un cociente intelectual extraordinariamente bajo”. Pero Waters estaba dando voz, y tal vez también legitimidad, a una forma de activismo que no ha dejado de crecer desde el ascenso de Trump: acosar a los miembros de su equipo cuando aparecen en lugares públicos.

El fin de semana pasado, una mujer llamó “pedazo de basura” a Steve Bannon mientras este hojeaba libros en una librería. Un camarero le hizo la peineta a Stephen Miller (dicen que a continuación Miller tiró el plato de sushi de 80 dólares que acababa de comprar). Y un grupo de manifestantes persiguió al senador Mitch McConnell fuera de un restaurante de Kentucky y hasta su coche gritándole “cabeza de tortuga” y “sabemos dónde vives”.

Es la continuación a una serie de encuentros vividos por otros miembros del equipo de Trump. A la secretaria de Seguridad Nacional, Kirstjen Nielsen, un grupo de manifestantes le gritó “vergüenza” mientras comía en un restaurante mexicano. El exresponsable de la agencia medioambiental, Scott Pruitt, estaba almorzando la semana pasada cuando le abordó Kristin Mink, una profesora de colegio que pidió su dimisión. “Antes de que tus escándalos provoquen tu expulsión”, le dijo mientras sostenía a su hijo de dos años. Días después, Pruitt renunció. En una carta, Pruitt apuntó a “los ataques implacables” contra su persona como el motivo de su marcha, aunque lo más probable es que Trump se lo pidiese.

Las virtudes de la estrategia se han debatido después de cada caso. Muchos piden que se guarden las formas o dicen que aplicar técnicas al estilo de Trump justifica que les ataquen a ellos. Hay consenso en que escarnios como el de Mink, elocuentes y sin violencia verbal, son más aceptables que corear ataques personales o usan un lenguaje amenazante.

Pero mientras continúa el debate sobre su ética, la sensación general (incluso entre las víctimas de los ataques) es que estos encuentros han creado exactamente lo que Waters pedía: que los que eligieron trabajar para Trump sientan que “no son bienvenidos” en muchas partes de la sociedad.

“Avergonzar en público a los funcionarios del régimen de Trump no sólo es útil, sino un imperativo moral en estos tiempos difíciles”, afirma Markos Moulitsas, fundador de Daily Kos y autor el año pasado de ‘The Resistance Handbook: 45 Ways to Fight Trump’, un manual con consejos prácticos para manifestantes y asociaciones civiles.

“Tenemos un Partido Republicano que se ha rendido ante los rusos, que alienta a nazis y supremacistas blancos, que separa a las familias y encierra en jaulas a niños, ¿y se supone que debemos tratar a estas personas como miembros respetables de la sociedad? No tenemos más remedio que convertirlos en parias, ahora y para siempre”.

A la causa le viene bien la amplia cobertura mediática que reciben los incidentes. En una época de manifestaciones y marchas cada fin de semana, a los movimientos de protesta les cuesta captar la atención de los medios. Pero involucrar directamente a miembros del Gobierno o a líderes republicanos, especialmente cuando hay vídeos, es una manera casi segura de que la protesta tenga impacto.

En varios de estos hechos, como el de Pruitt y el de Bannon, han participado mujeres que se dirigían a políticos masculinos. Es algo reseñable, ya que gran parte del movimiento contra Trump ha sido liderado por mujeres. “Ya no se puede hablar de ‘reglas de civismo en una democracia’ si lo que está en juego son derechos humanos básicos. No hay nada de civismo en dejar a las mujeres sin acceso a la salud reproductiva o en robar los hijos a sus padres en la frontera sin un plan para que se reencuentren”, denuncia Emma Gray, que en su libro ‘A Girl's Guide to Joining the Resistance’, busca una forma de aprovechar la energía política de la Marcha de las Mujeres.

La mayoría de los demócratas del establishment está pidiendo a los manifestantes que no acosen a los miembros del Gobierno. En su discurso ante el pleno del Senado, el líder de la minoría, Chuck Schumer, pidió cortesía tras los comentarios de Waters: “Si no está de acuerdo con un político, organice a sus conciudadanos para que actúen y sea destituido. Pero nadie debe pedir el hostigamiento de los opositores políticos. Eso no está bien. Eso no es propio de América”.

La Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés), que contribuye en muchos proyectos de resistencia a Trump, también cree que a Sanders tenían que haberle dejado comer en el Red Hen. En una declaración publicada en la web de ACLU se dice que el derecho de Sanders a comer en el restaurante es el mismo que el de la pareja gay que pidió un pastel de bodas en Masterpiece Cakeshop (la pareja demandó a una pastelería por negarse a preparar su tarta de bodas argumentando motivos religiosos y finalmente el Tribunal Supremo falló en favor del negocio).

“Una vez que uno elige abrir un negocio al público, asume como mínimo la obligación moral, y a menudo también legal, de respetar las normas inherentes a la palabra ‘público’. ‘No eres un miembro legítimo del público’, eso es lo que está diciendo un negocio que rechaza a un cliente, ya sea el Red Hen negándose a servir a Sanders o el Masterpiece Cakeshop, negándose a hacer un pastel para Charlie Craig y David Mullins”, dijo ACLU.

Para Moulitsas, sin embargo, esa es precisamente la clave: sacar a los altos cargos de Trump de la esfera pública como una potente herramienta política. Dice que los altos cargos de Trump son libres de decidir si les merece la pena destruir la vida de otras personas a cambio del escarnio público. “A ninguno de ellos se le debería permitir una comida tranquila en público, a menos que quieran pasarse todo el tiempo en ese país rural que dicen amar tanto. Están destruyendo vidas todos los días, literalmente matando a gente en muchos casos, así que no pueden ser tratados como si fueran la realeza. Necesitan hacer frente a la realidad de sus elecciones”.

Traducido por Francisco de Zárate

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