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The Guardian en español

OPINIÓN

¿Puede Francia terminar con el racismo tras la victoria en el Mundial?

Los franceses celebran la victoria de la selección de fútbol en el Mundial el 16 de julio en París.

Myriam François

¡Liberté, egalité, Mbappé! Después de la victoria de Francia en el mundial, el lema del país fue reescrito para celebrar el gol de la victoria que marcó un jugador francés de 19 años, procedente de un barrio de las afueras de París, que donará los ingresos recibidos por el torneo a una organización benéfica porque, según explica, para él es un honor integrar la selección nacional.

Tras una victoria que ha desatado una ola de orgullo nacional, han sido muchos los comentarios en torno al hecho de que 19 de los 23 jugadores de la selección francesa sean inmigrantes o hijos de inmigrantes. O en torno a la reacción de los jugadores musulmanes Paul Pogba y Djibril Sidibé al ganar, que se arrodillaron para rezar. ¿Cómo puede ser que un país que tiene tantos prejuicios hacia las minorías apoye a un equipo que es un reflejo de todas sus contradicciones?

Un sorprendente informe publicado recientemente por la Comisión Nacional de Derechos Humanos afirma que “los musulmanes siguen formando parte del grupo de minorías menos aceptadas, con un rechazo hacia el islam que a menudo es extensivo a la totalidad de sus practicantes”.

Tal vez unos musulmanes franceses han conseguido que su país consiga el mayor galardón deportivo, pero el 44% de los franceses sigue pensando que el islam es una amenaza para la identidad francesa. De hecho, para el 30% de los franceses, el hecho de que recen “no es compatible con la sociedad francesa”. Ni una de las minorías consigue sobrepasar el 80% “de tolerancia” en el país. ¿Alguien dijo Fraternité?

Hoy en día, en Francia, un musulmán practicante tiene cuatro veces menos probabilidades de conseguir una entrevista de trabajo que un católico. Según el informe, los musulmanes franceses sufren una discriminación que es todavía peor que la de los afroamericanos en Estados Unidos.

El año pasado, por primera vez, el Frente Nacional obtuvo más del 20% de los votos en unas presidenciales. La líder del partido, Marine Le Pen, consiguió la cifra récord de 7,6 millones de votantes en la primera vuelta de las presidenciales francesas. El 35% de los que votaron apoyó al Frente Nacional en la segunda vuelta.

La celebración nacional en torno a la victoria en el mundial de 1998 con el lema multicultural de “noir, blanc, beur” (negro, blanco, árabe) nos hizo soñar. Sin embargo, hace tiempo que estas esperanzas se convirtieron en una visión cínica en cuanto a la voluntad real de Francia de construir una identidad nacional que incluya a todos los hombres y mujeres franceses en pie de igualdad.

La realidad es que, dos décadas después de esa victoria, el fútbol sigue siendo una de las pocas vías de éxito económico y profesional para los franceses de clase trabajadora que viven en barrios de inmigrantes. La fraternidad creada por el fútbol no puede enmascarar las crecientes divisiones en torno a la esencia de nuestro país.

Sin embargo, en una situación que nada tiene que ver con el deporte, la batalla que ha librado un hombre contra el Estado puede ofrecer un rayo de esperanza. En febrero, el Gobierno introdujo algunas de las leyes más estrictas en torno al asilo, que duplican el tiempo durante el cual se puede detener a los inmigrantes indocumentados (ahora 90 días), y convierten el cruce ilegal de fronteras en un delito castigado con un año de cárcel, más multas. Las organizaciones benéficas han señalado que las nuevas leyes son “una ruptura incuestionable con la tradición francesa de asilo”.

Este mes, un joven agricultor llamado Cédric Herrou ha conseguido llevar al Estado francés ante el juez por considerar que ha vulnerado los valores fundamentales de libertad, igualdad y fraternidad. Y ha ganado. Si bien esta victoria no ha generado una ola de histeria internacional como la que rodea al Mundial, con toda seguridad esta decisión histórica tendrá implicaciones de gran alcance.

Herrou, productor de aceitunas del valle del Roya, situado en la frontera francoitaliana, llamó la atención pública el año pasado cuando fue multado con 3.000 euros por ayudar a decenas de inmigrantes. Se defendió con el argumento de que él y sus amigos están siendo perseguidos por un “crimen de solidaridad”.

Para sus detractores, sus actos ponen en peligro a un país que presenta la inmigración como un asunto de seguridad nacional y terrorismo. Para sus partidarios, encarna todo lo que Francia afirma defender: la libertad (de movimiento para todos), la igualdad de todos los pueblos y la fraternidad sin distinción de clase, credo o color.

El viernes pasado, el Tribunal Constitucional francés dictaminó que el núcleo del “principio de fraternidad” del país impide que Herrou pueda ser procesado. La sentencia indica que “la noción de fraternidad confiere la libertad de ayudar a otros, con fines humanitarios, sin tener en cuenta si se encuentran en el territorio nacional de forma legal”. Esta decisión tiene una importancia vital en una Europa que se ha vuelto cada vez más hostil a los inmigrantes.

Cuando quedé con algunos de los amigos de Herrou el año pasado, me explicaron que cuando empezaron a ayudar no lo hicieron movidos por ningún gran valor nacional. Como “personas de la montaña”, como uno de ellos se describió, se rigen por un código muy simple y ancestral que les ha permitido sobrevivir a lo largo de los años. Para los lugareños, ayudar siempre ha sido la regla. Una regla que se aplica a todos, sin preguntas.

La sentencia es histórica; la campaña de un hombre ha obligado al Gobierno a cuestionarse sus valores. Y debería obligarnos a todos a enfrentarnos a la peligrosa trampa de reconocer sólo como franceses, e implícitamente de aceptar como plenamente humanos, a las personas de color que realizan actos extraordinarios. Los que salvan a los niños de caerse de los edificios o los que ganan torneos deportivos mundiales.

La victoria del domingo está cargada de importancia simbólica. El mensaje es evidente: así somos nosotros, negros, musulmanes, franceses, africanos, de los barrios de inmigrantes de la periferia, y somos los mejores de Francia. Sin embargo, en la lucha por definir la esencia europea, los ideales que afirmamos querer defender y que deben servir para seguir construyendo un proyecto común, Herrou nos ha mostrado que todavía estamos a tiempo de reconocer hasta qué punto los hemos traicionado.

Inspirémonos en la imagen que nos dejó la selección nacional pero no olvidemos que se necesitan batallas largas, duras y a menudo olvidadas para conseguir que esa imagen no sea una mera anécdota.

Myriam François es investigadora del Centro de Estudios Islámicos de la Universidad Soas, en Londres

Traducido por Emma Reverter

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