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Opinión - ¿Y ahora qué? Por Marco Schwartz

Las mujeres que arriesgaron sus vidas por la paz en la República Centroafricana

Rebecca Ratcliffe

Boda (República Centroafricana) —

Casas en ruinas, engullidas por hierba y árboles, se sostienen con dificultad, vacías a lo largo de una calle cercana al centro de Boda. Donde antes se alzaban edificios, ahora hay solares. Cuando en 2014 el sangriento conflicto se extendió a la prefectura de Lobaye, las casas se quemaron y los residentes huyeron. La carretera pasó a ser conocida como la “zona roja”, una línea que separaba a musulmanes y cristianos. Miles se quedaron atrapados sin acceso a comida ni medicamentos. Los que cruzaron a la zona enemiga arriesgaron sus vidas: asesinatos, decapitaciones, violaciones y saqueos se llevaron a cabo con impunidad.

Al mismo tiempo que la lucha se extendía, las mujeres de Boda se negaron a obedecer las líneas de batalla de la población.

“Las mujeres no son combatientes, las mujeres sólo quieren paz, las mujeres son las que se enfrentan a la crisis”, dice Eiwa Djabou, musulmana, que reunió a mujeres de ambas religiones para convencer a las milicias a que dejasen las armas. Juntas, entraron en las zonas asediadas por la violencia.

Zanetta Zoumara, una mujer cristiana que acompañó a Djabou, cuenta que fueron insultadas, amenazadas y atacadas. “Les preguntábamos [a los que estaban luchando] ‘¿Qué ves a tu alrededor? ¿Ves cosas buenas en esta crisis? ¿Qué te llena de tanto de odio?'. Algunos contestaban, ‘Déjanos tranquilos, no queremos escuchar lo que tienes que decir’. Otros decían ‘os vamos a matar, os vamos a rajar”.

A Zoumara la dejaron con cortes en la espalda después de ser apedreada mientras acompañaba a mujeres musulmanas a la zona cristiana. “Sólo quería proteger a mis hermanas musulmanas”, dice Zoumara.

Amenazas desde todos lados

Las mujeres fueron amenazadas incluso por un jefe local, relata Alzina Darasa, una mujer musulmana que ayudó a Djabou. “[El jefe local] dijo: ‘Tú, mujer musulmana, tú estás en nuestra zona ahora, somos libres de lanzarte una granada y matarte’. Le contestamos: ‘Sabes que eres un jefe, eres como el padre de esta zona, ¿e incluso tú nos harías daño hoy?”.

El conflicto estalló en la República Centroafricana a finales de 2012, cuando rebeldes –muchos de ellos de Chad y de Sudán– empezaron a tomar el control de poblaciones. Conocidos como los Seleka, consiguieron derrocar al presidente, François Bozizé. Los conocidos como anti-balaka, principalmente cristianos, respondieron. Desde entonces miles han muerto en los enfrentamientos y la ONU ha advertido que la situación humanitaria está empeorando, con cada vez más ataques a comunidades. Más de 1,1 millones de personas se han visto desplazadas –el mayor número desde que empezó el conflicto– y dos tercios del país están controlados actualmente por grupos armados, que se han multiplicado.

Musulmanes y cristianos han vivido juntos en la República Centroafricana durante generaciones, aunque no sin tensiones. A lo largo del país, el legado de los musulmanes traficantes de esclavos, junto a la tendencia a ser algo más ricos, hace que los musulmanes sean vistos con recelo. “Si eres musulmán siempre tienes la sensación de que aunque seas centroafricano nadie te toma en serio como centroafricano. Siempre eres un extranjero y todas las instituciones del gobierno están sesgadas contra nosotros”, dice Louise Lombard, profesora asistente de antropología en la Universidad de Yale, que ha producido numerosos escritos al respecto.

El secretario general de la ONU António Guterres advirtió de la creciente división religiosa en una visita al país la semana pasada.

Una misión de paz sin recursos

Minusca, la misión de paz de la ONU, cuenta con una gran escasez de recursos, y está siendo objeto de ataques por parte de los grupos más sectarios. “En ciertas partes del este del país la gente está convencida de que Minusca es un plan para tomar el poder en el país, porque la mayoría de las tropas de la ONU son musulmanas”, dice Sara Sywulka, directora en funciones del país para Tearfund, una organización cristiana.

“Mucha gente se siente muy perjudicada, sienten que están amenazados y sienten que están siendo desposeídos”, afirma Lombard.

Durante la crisis en Boda, la lucha fue en aumento al mismo tiempo que la gente buscaba venganza, explica Zoumara, citando el caso de un hombre que se unió a la lucha tras el asesinato de su familia. Ella entiende esta necesidad de hacer justicia. Cuando el conflicto empezó en Boda ella estaba sola en el mercado, mientras que sus cinco hijos estaban de camino a ver a su abuela. En medio del caos, estuvo separada de su familia durante dos semanas. Cuando los encontró, descubrió que su hija, de once años, había sido violada –un crimen que se está usando como arma a lo largo del país, según el Observatorio de Derechos Humanos–.

“Ahora es muy solitaria, no quiere estar con los otros niños. Incluso cuando la miras puedes ver que es una niña con problemas”, lamenta Zoumara, que también perdió su casa en el conflicto. Como víctima de violación, su hija se enfrenta al estigma y a las burlas. Zoumara quiere que el responsable pague por ello, pero no tiene ni idea de quién es. Incluso si lo supiera, el sistema judicial del país es prácticamente disfuncional.

Amplia disponibilidad de armas

No sólo hay impunidad para los que practican la violencia, sino que las armas siguen en manos de antiguos combatientes y están ampliamente disponibles. Puedes comprar una granada por el precio de un refresco.

Simona, una cristiana que durante la crisis vivió dos años en un campo de refugiados con sus nueve hijos, dice que ha sido amenazada en la calle por musulmanes. “Están drogados, y te sueltan: ‘seguimos teniendo gasolina y también seguimos teniendo cerillas, vamos a volver a quemar tu casa. Ya quemamos tu casa y corriste a la maleza”. “Alguna gente –añade Simona– no está preparada para perdonar”.

A pesar de estas tensiones, y de la retirada de las tropas de la ONU de Boda en junio, la población ha permanecido relativamente pacífica desde verano de 2014. Siguen teniendo lugar incidentes –hace dos meses un joven lanzó una granada en una zona musulmana, amenazando con empezar una nueva guerra– pero ninguno ha ido a más.

El alcalde de la población, Boniface Katta, cuyo hermano fue decapitado durante las luchas hace tres años, ha trabajado de cerca con líderes musulmanes y cristianos, presionando para que transmitan un mensaje de paz en sus comunidades. Aunque los combatientes no han abandonado sus armas, según Katta la actitud ha cambiado. “Nuestro objetivo principal es asegurarnos de que la gente esté desarmada moralmente porque, incluso si tienes un arma, a no ser que la uses, no puede matar a nadie”, dice el alcalde.

Encuentros pacificadores

Hay eventos con regularidad para mejorar las relaciones entre la comunidad, como partidos de fútbol entre musulmanes y cristianos, talleres de teatro, y jornadas de puertas abiertas en mezquitas e iglesias. Djabou y otras mujeres también han trabajado juntas en una granja a través de un proyecto de cooperación organizado por Tearfund y Reino Unido, que desde noviembre coincidirá con la campaña de solidaridad con la República Centroafricana.

campaña de solidaridad con la República Centroafricana

En algunas poblaciones, los proyectos enfocados a mejorar las relaciones entre las comunidades son superficiales, dice Yassir Baradine, vicepresidente de la prefectura municipal de Boda, pero en Boda la gente quiere paz. “Las dos comunidades han visto las consecuencias de la guerra –sostiene–. Tanto las comunidades musulmanas como las no musulmanas han perdido familias, hemos perdido nuestras casas… es una decisión personal que las dos comunidades han decidido parar el conflicto y vivir juntos en paz”.

“Las mujeres lo perdieron todo”, añade Djabou. “Las que solían hacer pequeños negocios ahora no pueden conseguir suficiente dinero [para invertir]. Algunas también perdieron a sus hijos y a sus maridos”. Hay familias que siguen viviendo en la maleza porque sus casas fueron destruidas.

Esperanzas de futuro

Darasa es una de las muchas que perdieron sus medios de subsistencia cuando se vio obligada a huir de su hogar. “No tenía nada, ninguna posesión, simplemente salí huyendo”, dice Darasa. “Se han perdido incluso los certificados de nacimiento de mis hijos”. Gracias al flujo de asistencia entre mujeres de Boda, Darasa tiene acceso a préstamos asequibles, así como a semillas y a herramientas agrícolas.

Cuando Djabou hizo el primer llamamiento a las mujeres para poner fin a la violencia, un grupo de 50 se reunió con ella. Ahora hay más de 200. Aunque inicialmente los maridos no querían que sus mujeres formaran parte de grupo, alegando que Djabou hacía tercas a sus mujeres, ahora son ellos quienes animan a sus mujeres a unirse.

“Hicimos que la paz volviese a Boda”, dice Djabou. “Algo ha cambiado”.

Muchos en Boda creen que pueden prevenir otra gran crisis en la población. “Queremos ser un ejemplo para otros pueblos en los que las dos comunidades siguen luchando”, dice Baradine. “Queremos enseñarle al mundo que en Boda antes luchaban las dos comunidades, pero que ahora están unidas para restablecer la paz”.

Algunos nombres han sido cambiados.

Traducido por Marina Leiva