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ANÁLISIS

El problema del Gobierno británico es que el Brexit no funciona

Columnista de The Guardian —

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El Partido Conservador estaba contento con el Brexit, pero aquello no duró mucho. Un acuerdo que era estupendo en 2019 ya no lo es hoy. ¿Qué podría arreglarlo? ¿Qué cambio aportaría una satisfacción duradera? La respuesta es obvia para cualquiera que conozca los patrones del euroescepticismo inglés: nada. No hay ninguna concesión lo suficientemente amplia ni ningún acuerdo lo suficientemente bueno, así como no hay una única solución que pueda acabar con las ansias de un drogadicto. La solución a largo plazo es recobrar la sobriedad.

Eso no está en los planes de Liz Truss, la ministra de Exteriores. Este martes, la ministra informó al Parlamento sobre un plan del Gobierno para imponer su propia versión del protocolo sobre Irlanda del Norte. Se trata de una amenaza diseñada para empujar a la Unión Europea a renegociar el acuerdo de retirada establecido en 2019, que fue a su vez resultado de una renegociación que se había vuelto necesaria porque el acuerdo convenido por Theresa May tampoco gustaba a los diputados conservadores.

Una de las razones por las que los líderes continentales no quieren hablar de cambios que resulten en un nuevo tratado es que están seguros de que los tories volverían a estar insatisfechos pronto. Otra razón es que un acuerdo revisado implicaría confiar en Boris Johnson, algo que los gobiernos de la UE han hecho antes y que nadie hace dos veces.

Victimismo

El relato de Truss sobre el problema en Irlanda del Norte elude tanto la frustración con los controles fronterizos a lo largo del mar de Irlanda, como la queja más generalizada sobre los residuos de la jurisdicción de la UE en Irlanda del Norte, vistos por los partidarios más acérrimos del Brexit como una mancha en la soberanía de Reino Unido. A Truss la animan los conservadores, que están convencidos de que el protocolo le fue impuesto a Reino Unido, que equivale a un acaparamiento de tierras y que sus disposiciones se aplican con un rencor pernicioso a modo de castigo de parte de Bruselas a una excolonia que tuvo la temeridad de liberarse.

Creer esta versión de los hechos requiere dos rasgos psicológicos que le resultan accesibles al euroescéptico fervoroso. Uno de ellos es la capacidad de olvidar que todos los problemas asociados actualmente al Brexit, incluido el peligro específico de Irlanda del Norte, fueron señalados por los remainers (partidarios de la permanencia de Reino Unido en la UE) y descartados con desprecio al ser calificados como alarmismo por los leavers (favorables al Brexit). El otro es la necesidad de continuar sintiéndose víctima de Bruselas, incluso después de haber salido de la UE, cuando haberle puesto fin a ese calvario elimina cualquier excusa para que el Brexit no cumpla sus promesas.

Esa es la adicción: la compulsión sadomasoquista de ser oprimido por los extranjeros por miedo a asumir las consecuencias de la liberación.

Quejas

Es cierto que los controles aduaneros en el Mar de Irlanda son una herida simbólica al sentimiento unionista en Irlanda del Norte. Pero también es cierto que Boris Johnson infligió esa herida a sabiendas, negó haberlo hecho y después agitó el avispero cuando debería haber calmado las aguas. Una crisis constitucional en Stormont [Parlamento norirlandés] no estaba preestablecida en el texto del protocolo, pero se volvió algo probable tras el manejo irresponsable y negligente por parte del primer ministro de las políticas dispuestas por el protocolo desde el día en que lo firmó.

Mientras tanto, si los parlamentarios tories no hubieran encontrado todo el resentimiento que necesitaban en Irlanda del Norte, habrían ido a la caza de razones por las que estar insatisfechos con el Brexit en Inglaterra.

Una de las quejas de Johnson sobre una frontera en el Mar de Irlanda, expresada en una entrevista a principios de esta semana, es que los controles reglamentarios crean “barreras adicionales al comercio y cargas para las empresas”, lo que genera “una gran cantidad de trámites y molestias” que aumentan el coste de la vida. Esas barreras son especialmente molestas para los unionistas de Irlanda del Norte en lo que a la identidad nacional respecta, pero las molestias y los trámites generan costes también en Dover, Grimsby, Felixstowe. Es decir, cualquier lugar donde se muevan mercancías entre Reino Unido y la UE.

En otras palabras, la justificación económica del primer ministro para querer intervenir el protocolo de Irlanda del Norte contiene una queja sobre las condiciones que son intrínsecas al modelo de Brexit que él mismo eligió.

Reafirmar el engaño

Esa es otra razón por la que nadie en Bruselas quiere reabrir el acuerdo de 2019. La negociación se iría a pique nada más empezar. Bruselas dice que si Reino Unido deja de aplicar automáticamente las normas de la UE, deberá demostrar que sus exportaciones sí las cumplen. Los ultras del Brexit piensan que Bruselas solo impone ese requisito por mezquino afán reivindicativo y que la propia “britanidad” de los estándares británicos debería ser suficiente garantía de calidad. Ese ha sido el callejón sin salida en cada gélida llamada telefónica y en cada reunión estancada entre ambas partes desde 2016.

Los tories no pueden ceder en este punto porque hacerlo implicaría aceptar dos hechos indiscutibles sobre el Brexit. En primer lugar, la salida del mercado único fue mala para las empresas británicas (y los acuerdos de libre comercio con otros países no compensan las pérdidas). En segundo lugar, Reino Unido tenía la capacidad para torcer el rumbo de las políticas de la UE como Estado miembro y, al marcharse, renunció a ese poder.

Ningún ministro del actual gabinete puede admitir esas verdades. Hasta que eso cambie, la política de Reino Unido respecto a la UE se limitará a reafirmar el engaño que el Brexit impone a sus creyentes. Algunos euroescépticos encuentran un placer perverso en el cautiverio, pero ese es su fetiche y no algo con lo que los demás tengan que complacerse.

El Partido Laborista, ausente

Cuando las políticas fracasan a una escala tan titánica, lo normal es que se produzca algún debate sobre un posible cambio de rumbo. Eso no está ocurriendo, porque la oposición no tiene ningún destino alternativo en mente, o al menos ninguno que anunciar en público.

Keir Starmer es consciente de que su apoyo a aquel segundo referendo sigue siendo, aún hoy, una vulnerabilidad en las circunscripciones en las que los tories quieren hundir aún más el Brexit como una cuña divisoria entre el Partido Laborista y su núcleo de votantes desencantados. Una de las funciones del proyecto de ley de Truss, que anula el protocolo de Irlanda del Norte, es que cualquiera que se oponga a él pueda ser tachado de remainer impenitente.

La ausencia de los laboristas en la conversación no es meramente metafórica. Dos escaños de la oposición en el Comité de Control Reglamentario —que en teoría obliga al Gobierno a rendir cuentas sobre asuntos de la UE— están vacantes porque los diputados laboristas que los ocupaban ascendieron a escaños de primera línea y no han sido sustituidos.

Los estrategas laboristas opinan que la cordura en la política de la UE solo se obtiene ganando unas elecciones en las que se disputen otros asuntos —cuestiones que realmente importen a los votantes— y no bailando al son de un tambor que Johnson toca para distraer de todos sus otros fracasos. Probablemente, eso sea cierto. Pero también significa que los parámetros del debate sobre el Brexit están fijados por diferencias marginales entre maniáticos y acérrimos respecto al ritmo óptimo para evadir la realidad.

Es una fórmula para la crisis perpetua. El lío constitucional que Boris Johnson ha montado en Irlanda del Norte es hasta ahora el episodio más grave, pero es poco probable que sea el último. El problema no es que el protocolo no pueda funcionar tal y como está escrito, sino que fue escrito para poner en marcha un Brexit que no funciona.

Traducción de Julián Cnochaert.

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