La fascinación por las palabras
Extraños tiempos estos en los que hay que estar constantemente defendiendo lo evidente frente a quienes hacen uso constante de lo indecente. Empeñados en la banalización de la ciencia, el conocimiento, el arte, la sensibilidad, la solidaridad y todo aquello que nos humaniza, ahora le toca el turno a la lectura cuestionando para qué sirve leer y si leer nos hace mejores. Como si la palabra no fuese parte de nosotros, como si la palabra no fuésemos nosotros, esos seres devenidos en humanos precisamente por ser y estar siendo lenguaje, palabra y memoria .
Preguntarse para qué sirve leer es como preguntarse para qué sirve una caricia, o una sonrisa o dar las gracias. Y preguntarse acerca de si leer nos hace mejores es como preguntarse si jugar, cantar o conversar nos hace mejores. Aristóteles decía que la filosofía no sirve porque no es servil y eso ya es una inequívoca señal de lo mucho que sirve, ya que esas cosas de las que no observamos un beneficio tangible inmediato nos hacen mejores individual y colectivamente. Y si alguien sigue creyendo que leer no es beneficioso que se lo pregunten a la cantidad de seres de este planeta que han dejado de ser y de estar por no saber leer advertencias como “Agua no potable” o “Zona minada” o las contraindicaciones de un medicamento.
La literatura es un recipiente de imaginación que nos ayuda a comprender el mundo mejor porque la lectura conlleva también otra manera de comprendernos a nosotros mismos. La lectura, como el arte, supone la actualización de nuestra memoria escrita y por ello existen muchas obras artísticas que expresan de manera formidable la intensidad del acto de leer. Pero hay dos de ellas que representan especialmente esa fiesta de la palabra: Anciana leyendo, un cuadro pintado por Rembrandt en 1631 y La lectora, de Jean-Honoré Fragonard, óleo elaborado entre 1770 y 1772. En el primer lienzo, Rembrandt nos presenta a una anciana leyendo con cierta dificultad unas páginas del Antiguo Testamento. La languidez de sus ojos, casi cerrados por el peso de la edad sobre los párpados, contrasta con la vitalidad de su mano derecha, que acaricia la página del libro sobre la que recae toda la fuerza lumínica. La vinculación entre las palabras y quien las lee, mostrada a través de esa caricia mínima sobre las grafías, expresa la dignidad de la vida vivida.
En el caso de La lectora, de Jean-Honoré Fragonard, una joven lee placenteramente mientras apoya su mano izquierda en una mesa y sujeta el pequeño libro de una forma tan delicada que el dedo meñique se aparta de la escena, como si se tratase de un escorzo plástico cuando se toma una taza de té.
Un maestro barroco y un maestro rococó, el artista de la luz y de la sombra y el artista del hedonismo y la voluptuosidad retienen la vida, en sus diferentes edades, en uno de los actos más irrebatiblemente humanos: leer.
Prometeo robó a los dioses el fuego y la sabiduría, constituyéndose en el símbolo de la rebelión del hombre contra el poder de la divinidad. No fue el fuego el que amplió el mundo físico, sino el lenguaje que hacía aparecer palabras compartidas tanto para designar objetos exteriores como para comunicar sensaciones interiores. El prodigio de la palabra, su poder omnímodo lo utiliza Orfeo, el poeta cuyas armas no van más allá de la lira, la cítara y, por supuesto, los versos. Cuando los Argonautas pasaron en su nave y las sirenas quisieron atraerles, Orfeo cantó con dulzura y las eclipsó con los acentos de su lira provocando que se precipitaran al mar quedando convertidas en rocas. Así pudo superar los poderosos sortilegios de las sirenas, esquivando su aciaga melodía y conduciendo a sus compañeros por el camino correcto. Prometeo, el hijo de un titán, y Orfeo, el héroe de origen tracio, unen la rebeldía y la seducción ensalzando el poder de la palabra. Desde que esta pudo ser escrita y transportada, la fascinación por leer y entender acompañará definitivamente a la especie humana.
El libro representa el epílogo de una ceremonia de lectura simbolizada en el lector de la antigüedad clásica sujetando el rollo con la mano derecha mientras lo iba desenrollando con la mano izquierda que se hacía con todo el soporte al finalizar la lectura. Ese rollo sustituía a la voz que leía, ya que la escritura alfabética irrumpió en la cultura griega (un mundo de tradición oral que valoraba la palabra hablada) externalizada, expresada, lanzada con toda su fuerza sonora para que fuese claramente escuchada. A los conciudadanos atenienses de Sócrates no solo les hablaba una voz interior, un daimon personalizado. La voz también era exterior, pública, y la palabra se compartía en el ágora, lugar en el que todo el mundo pudiese escucharla. Así que los lectores griegos debían leer, mayoritariamente en voz alta, mientras la escritura se erigía en un apoyo más de esa lectura. Sorprendentemente, la lectura silenciosa comenzó a ser practicada en una cultura que tenía cierta aversión al silencio. Junto a ella, también la escritura sufrió su proceso de interiorización, una escritura que se escribe en silencio y se dialoga en silencio, a la que Platón denomina «escritura con ciencia en el alma del que aprende» Esa lectura callada y minoritaria ya indicaba una primigenia fiesta interior en la que se celebra el propio encuentro. La lectura silenciosa cuajó en la Edad Media aunque, de nuevo, era desconocida para la mayor parte de la sociedad. El goce de la lectura se iría haciendo consustancial al devenir humano continuando, en cierto modo, el desafío a los dioses y a los cantos de sirena.
La advertencia del filósofo canadiense Marshall MacLuhan, allá por los años sesenta del pasado siglo, de que el medio era el mensaje con todas sus interpretaciones, no es algo que debamos dejar de tener en cuenta tantos años después. Inmersos en una cierta excitación característica de la sociedad de la inmediatez, la lectura se convierte en un medio más para llegar a la satisfacción de nuestros fines y, por lo tanto, diluimos su valor en la simple exigencia de la rapidez y del entretenimiento, entendido como disfrute básico en el que la resolución ha conseguido sustituir a la ilusión y la pasión por el lenguaje. De ahí a declarar su condición de inservible e inútil solo hay un paso tan injusto como mentiroso.
Recientemente, la poeta Anne Waldman en su visita a la Residencia de Estudiantes decía que ante lo que está pasando la poesía ha de sonar como una alarma, que los poetas deben funcionar como un barómetro de la conciencia humana en un tiempo donde el lenguaje está siendo atacado por líderes que usan el insulto y el miedo. Y el filósofo Byung-Chul Han afirma que el placer que causa el texto se parece a la voluptuosidad que suscita el estriptis. A pesar de que la poesía no salva al mundo pero nos salva del mundo apenas leemos poesía, porque, asegura Han, «a diferencia de las novelas de género negro, los poemas no tienen una verdad final. Los poemas juegan con las imprecisiones. No permiten una lectura pornográfica».
Frente a la pornografía de la satisfacción inmediata, el erotismo del juego de la lectura como imaginación y posibilidad al modo del comienzo de la novela Rayuela en el que Julio Cortázar se pregunta si encontraría a la Maga. Y, en particular, la seducción de las palabras y por las palabras. En una de sus últimas conversaciones, el propio Julio Cortázar contaba al escritor Omar Prego la fascinación que, ya desde la infancia, le producían las palabras, cómo las clasificaba entre las que le gustaban y las que no le gustaban, las que le parecía que tenían cierto dibujo o cierto color. Uno de sus juegos de niño consistía en verse escribiendo palabras con el dedo contra una pared: «Estiraba el dedo y escribía palabras y las veía armarse en el aire». Palabras que ya, muchas de ellas, eran palabras fetiches, palabras mágicas.
La lectura es un tener que desborda el entretener, algo más militante por fascinante que divertido por diverso. Retornar a la magia de la palabra supone cambiar radicalmente el medio, tal vez volviendo a leer en voz alta con cierto estilo declamatorio. Y leer sirve, sin servidumbre porque entre libro y libre solo hay una imperceptible vocal de diferencia y sin libros no hay paraíso esencial, tan solo un infierno existencial.
Hay que recordar a los negacionistas de la cultura que cultura y cultivo son equivalentes, que el arte, en general, nos hace más sensibles y que tal vez uno de los problemas del mundo actual sea haber sustituido el cultivo de la sensibilidad por el embrutecimiento de la rentabilidad. Debemos defender la fiesta de la lectura porque su capacidad de construcción y de construirnos es inmensa y, además, muy adecuada y saludable en estos tiempos en los que se buscan nuevos modos de cercanía. Quizás los teníamos delante de nuestro detrás y no los habíamos visto. Merece la pena darse la vuelta. Os doy mi palabra.
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