El festival de la estupidez

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Está de moda usar la vieja táctica de la información deformativa para intentar mantener desde el lugar de las mentiras un protagonismo jactancioso que parece que no se puede alcanzar desde otro lugar: el de las verdades y los hechos. El potencial de la verdad digital reside en su inmensa capacidad para situarnos en la mentira ya que gracias a su celeridad puede reinventar los datos y, por tanto, la realidad que se asienta sobre ellos. Un caldo de cultivo extraordinario en aquellos lugares del planeta, tristemente demasiados, en los que no existe una ciudadanía cohesionada.

Algo va mal cuando las generaciones que más deben conocer la historia contemporánea de España, porque así lo evidencian los programas de estudios, se convierten en un número alto (siempre es demasiado alto por escaso que pueda ser) de votantes de opciones políticas de sesgo autoritario. Hace ya mucho tiempo que el verbo aprender y el verbo aprobar se separaron y nuestra labor es volver a reunirlos urgentemente, procurando adherirlos con el pegamento del pensamiento crítico. 

Si esto no sucede, la epidemia de la estupidez se volverá una bola de nieve cada vez más grande y destructiva. El profesor Jorge Wagensberg decía que enseñar era llevar de la mano la conversación al borde mismo de la comprensión. Pero sin lenguaje, creatividad o pensamiento propio no sucede el paso previo de la conversación y, por supuesto, la pasión por comprender. 

A propósito de la estupidez que asola nuestra sociedad, el historiador italiano Carlo Maria Cipolla, publicó en 1988 un hilarante folleto en el que intentaba establecer las leyes fundamentales de la estupidez humana, que él cifra en cinco. 

La primera ley consiste en que siempre subestimamos la cantidad de estúpidos que hay en el mundo. La segunda ley determina la condición interclasista de la estupidez, ya que no está asociada ni al poder económico ni a la educación recibida, sino que se trata de una circunstancia que atraviesa todo el ámbito social. La tercera ley define al estúpido como alguien que causa daño a los demás sin obtener con ello ningún beneficio e incluso perjudicándose a sí mismo, cuestión que ensambla con la cuarta ley que asegura que infravaloramos la inmensa capacidad de los estúpidos para hacer daño. Finalmente, la quinta ley concluye de forma determinante que los estúpidos son los individuos más peligrosos que existen sobre la tierra, más peligrosos incluso que los malvados. 

Esta consideración expansiva y contaminante de la estupidez fascinó a escritores como Cervantes, Hölderlin, Flaubert, Tomas Mann o Proust. Tal vez el atractivo resida en considerarla como la contraposición del pensamiento que permanece en un estado de inquietante latencia, siempre a punto de desencadenarse. Charles Dickens, el novelista inagotable, aseguraba que con la estupidez y la buena digestión el hombre es capaz de hacer frente a muchas cosas. 

Ni la búsqueda de la verdad ni su demostración lógica y experimental suponen un antídoto contra la estupidez, ya que esta tiene algo del encanto de la superstición. Robert Musil, el escritor austriaco conocido por su voluminosa obra El hombre sin atributos, pronunció en Viena el día 11 de marzo 1937, un año antes de la ocupación nazi, una conferencia titulada “¿Qué es la estupidez?”, invitado por la Federación Austriaca del Trabajo. A su juicio, la estupidez se cuece en la falta de sensibilidad y se manifiesta tanto en los buenos como en los malos tiempos apoyada en la superficialidad. En cierto modo la vanidad, la credulidad, el temor, el prejuicio, el orgullo, la megalomanía, o cualquier actitud individual que crezca a la sombra del árbol de la banalidad son caminos inexcusables hacia la estupidez. 

Asistimos a un constante festival de la estupidez en el que algunos irresponsables políticos, como la presidenta de la Comunidad de Madrid, van siempre por delante. Para ella, tan amante de la fruta, Pedro Sánchez es Nicolás Maduro sin chándal, Madrid es Sarajevo, ETA está más fuerte que nunca, España es una dictadura y Pim pam pum es una expresión en euskera. En todo caso, es difícil competir a nivel internacional con quienes, como el presidente de los Estados Unidos, afirman que los emigrantes se comen a los gatos o las vacunas producen autismo.

 Pero estoy convencido de que lo seguirán intentando desde muchos lugares porque aunque Madrid es España dentro de España, también en provincias hay eximios representantes del festival. Resulta complicado mejorar el gesto “amargante” del portavoz del grupo de ultraderecha del Parlamento riojano Héctor Alacid, mitad monje mitad soldado de las montañas nevadas y las banderas al viento, ambas posibles gracias a su negacionismo climático en estos tiempos de poca lluvia y escasos vientos, y, por tanto, de exiguas luces. Su “cállate progre” dirigiéndose a la diputada de IU, Henar Moreno, fue el colofón a otra frase en la que el talante anula el talento: “Hay un dicho que a usted le viene muy bien, un dicho español: es mejor estar callada y parecer tonta que abrir la boca y despejar todas las dudas”. Lo dijo leyéndolo, claro, pero él no necesitaba aplicárselo. En su propio caso las dudas ya estaban despejadas y las apariencias no engañaban. 

Como podemos comprobar, no solo las redes sociales suponen un campo abonado para la estupidez porque concentran todo el ruido que la exposición social no puede soportar por carencia de espacio. Si la estupidez es una praxis debemos recuperar a toda costa las palabras que la sustentan. Entre vidente y evidente solo hay una grafía de diferencia sintáctica, pero existe un abismo semántico. Lo mismo sucede con portavoz y portacoz. A veces, tan solo una letra contiene la diferencia entre la estupidez y sus múltiples contrarios porque como afirma el viejo adagio latino Nomen est omen (“el nombre es presagio”).

Decía la gran científica Margarita Salas que lo más importante era no tener arrugas en el cerebro. La pulcritud del traje que viste el representante de Vox es proporcional a las arrugas del campo neuronal que contiene. Otro refrán (español, por supuesto), dice que “en boca cerrada no entran moscas”. Se puede entender, si uno tiene voluntad de planchar las arrugas cerebrales sobre la tabla de la prudencia y no abre la boca para despejar dudas dando un patadón al pensamiento. Que no haya nada que hacer no significa que no haya que hacer nada. Por soñar que no quede y mientras uno sonríe no puede insultar. Ánimo, portavoz.

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