Golpe de estado de puñetas
Hay días en los que uno nota un temblor por dentro. No es miedo exactamente… es otra cosa. Una mezcla de rabia, indignación, cansancio y ese presentimiento desagradable de que están cruzando una línea que no se debería cruzar jamás en una democracia.
El fallo del Tribunal Superior de Justicia contra el Fiscal General del Estado -hecho público en tiempo récord, antes incluso de redactarse la sentencia completa- es uno de esos momentos. Y, sinceramente, es difícil no ver en este gesto un golpe de Estado de puñetas, un avance decidido de un poder judicial que, -casualmente-, 50 años después de la muerte del sanguinario dictador, Franco, sigue funcionando con lógicas y lealtades que la Transición nunca se atrevió a tocar.
Lo que está pasando no es un hecho aislado, ni un simple desacuerdo jurídico. Tiene el olor, el color y el ritmo de algo más grande. Lo ha dicho Esther Palomera: “Miedo es poco”. Y esta frase tan sencilla, me persigue desde que la he leído porque describe perfectamente la sensación de estar asistiendo a un movimiento coordinado, silencioso por momentos, pero implacable. Una ofensiva.
Ignacio Escolar también lo explica con claridad meridiana cuando dice que este proceso no es solo una resolución judicial cuestionable -que también-, sino el último episodio, por ahora, de una serie de decisiones adoptadas desde juzgados que se han convertido en trincheras ideológicas. Escolar habla de un “doble rasero” intolerable, de un patrón de actuación que, en vez de proteger la justicia, la utiliza como ariete político. Y la verdad es que cuesta no estar de acuerdo cuando vemos que determinadas causas se aceleran con una urgencia febril mientras otras se duermen en cajones que parecen no tener fondo.
Y es que todo encaja demasiado bien. El asalto político-mediático-judicial que lleva años fraguando la extrema derecha más rancia (PP) y el neofascismo de VOX se ha ido desplegando como una estrategia militar: primero desgastar, luego desacreditar y, finalmente, expulsar del tablero a quien se atreva a desafiar sus bulos, sus intereses o su poder. A veces lo hacen con lo que al principio parecen estridencias (“el que pueda hacer, que haga”), que luego ves que son órdenes precisas. Y otras lo hacen con la frialdad quirúrgica y la seguridad que da saber que tienen una gran parte del aparato judicial alineado con su proyecto (“va p’alante”).
Pero lo que más duele, lo que más enfada, es la otra mitad de la historia: la izquierda ensimismada, fragmentada, entretenida en disputas internas sobre quién es más puro, más auténtico, más de izquierdas. Mientras la derecha afila las herramientas de su particular “golpe blando”, nosotros seguimos perdiendo un tiempo valiosísimo en debates estériles, incapaces de articular una respuesta conjunta ante un ataque que nos apunta directamente a todos los que representamos -o defendemos- cualquier mínimo avance social o democrático y aquí incluyo también a los nacionalistas.
Quien lo ha expresado con una claridad casi brutal ha sido Gabriel Rufián que no se ha quedado en la queja o la protesta moral sino que ha sabido ir más allá diciendo que, además de indignarnos, hay que reformar la Ley Orgánica del Poder Judicial. Que no basta con lamentarse cada vez que un juez conservador toma una decisión con tintes políticos, sino que la solución pasa, en primer lugar, por transformar las estructuras que permiten estas anomalías. Y tiene razón. Hace falta una reforma profunda, valiente, que por fin democratice un poder judicial que lleva décadas funcionando sin control democrático real, impermeable a la renovación y colonizado por sectores ultraconservadores.
A esto se suma -y conviene escucharlo con atención- lo que ha señalado el ministro Óscar López que, con un tono más institucional, ha enviado un mensaje muy claro al decir que no se trata solo de valorar un fallo, sino de proteger las instituciones de maniobras que pueden alterar el equilibrio entre los poderes del Estado. López ha advertido de la gravedad del precedente, de lo que significa que un tribunal publique un fallo sin sentencia, de cómo esa práctica deteriora la confianza pública y puede convertirse en una herramienta para condicionar políticamente a la Fiscalía, al Gobierno o a cualquier institución incómoda para ciertos intereses. Su preocupación me ha parecido un aviso. Y no conviene ignorarlo.
Porque, además, hay algo profundamente simbólico en lo que está pasando. Cincuenta años después de la muerte del dictador, seguimos soportando un poder judicial donde ciertos nombres, ciertas estructuras y ciertas inercias actúan como si nunca hubiese habido ruptura democrática. Y, como me decía esta mañana una querida compañera, ya va siendo hora -hace décadas que lo es-, de afrontar ese elefante en medio de la sala: la Transición dejó sin tocar el poder judicial. Y ese error histórico vuelve ahora para mordernos con rabiosa ferocidad.
Lo inquietante es que hoy las amenazas a la democracia no llegan con tanques ni con marchas militares; llegan con togas, autos, filtraciones a medida y tiempos procesales que se ajustan con sospechosa exactitud a los calendarios políticos. Son golpes sin ruido, sin sangre… pero golpes, al fin y al cabo. Golpes de puñetas.
Y frente a eso no valen las medias tintas. Hace falta firmeza, unidad y una izquierda capaz de levantar la cabeza y responder con la fuerza democrática que este momento exige. No basta con indignarse en redes. No basta con discursos inflamados en el Congreso. Ni siquiera con artículos de opinión más o menos graves. Hay que organizarse, defender la separación de poderes de verdad y blindar las instituciones frente a quienes quieren apropiárselas, aunque es posible que ya vayamos tarde.
Porque, si no lo hacemos ahora, quizá dentro de unos años recordemos estos días y pensemos, como decía Palomera: “miedo es poco”.
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