La miseria que se alquila
Hace unos días vi un reportaje en TV que me dejó con una mezcla de indignación y vergüenza ajena difícil de explicar: familias enteras hacinadas en habitáculos de pladur, levantados dentro de locales y bajos comerciales. Cubículos sin ventanas, sin ventilación, sin salida de humos. Instalaciones eléctricas improvisadas que pondrían los pelos de punta al más inexperto electricista. Cocinas colocadas en un rincón, a centímetros de un colchón. Y un único baño compartido entre 30 personas. Todo ello por alquileres que oscilan entre 500 y 800 euros. Es decir, más de lo que cuesta una habitación normal en muchas ciudades y, desde luego, infinitamente más de lo que merece un sitio donde no se puede vivir sin poner en riesgo la salud, la dignidad e incluso la vida.
Estos casos se están multiplicando, especialmente en Madrid, aunque también en Logroño hemos conocido recientemente un caso que me hace pensar que también pueden vivirse aquí situaciones parecidas. Y no hablamos de situaciones ocultas o difíciles de detectar. Están a pie de calle. Los vecinos saben lo que ocurre. Los reportajes lo muestran. La policía pasa por delante. Y, sin embargo, las administraciones se comportan como si fueran espectadoras de un fenómeno inevitable, cuando la realidad es muy distinta: no es un problema invisible, es un problema que se elige no ver.
Los ayuntamientos tienen competencias claras para clausurar, en 48 horas, cualquier local que se utilice como vivienda sin licencia. Pueden sancionar, precintar y derribar las divisiones internas si hace falta. Las comunidades autónomas pueden actuar desde vivienda, consumo, sanidad o servicios sociales. El Estado puede intervenir cuando hay explotación, fraude o riesgo grave. No hay vacíos legales, no hay dudas competenciales, no hay limitaciones técnicas. Lo que falta es voluntad de actuar.
Porque inspeccionar y clausurar estos locales implica tomar decisiones difíciles. Si cierras un espacio donde viven veinte personas, alguien tiene que hacerse cargo de ellas al día siguiente. Y eso supone realojos, expedientes, recursos públicos y una atención social que muchos gobiernos prefieren evitar. Es más fácil dejar que el mercado negro se encargue de absorber a quienes no pueden acceder a la vivienda formal. Es más cómodo mirar hacia otro lado, cruzar los dedos y esperar que no ocurra ninguna tragedia.
Mientras tanto, la explotación se convierte en un negocio rentable. No hablamos solo de pequeños propietarios con pocos escrúpulos. Hay redes organizadas que gestionan decenas de locales convertidos en infraviviendas, compartimentados como un panal de miseria donde cada “celda” da beneficios estables y sin riesgos. Ocho cubículos a 600 euros producen mucho más que un alquiler regulado Y, además, lo hacen sin pagar impuestos, sin cumplir normas y sin asumir responsabilidad. La impunidad ha convertido este abuso en un modelo económico.
Y es que la ecuación es sencilla: quienes viven en estos lugares no denuncian. Muchas de estas familias temen perder lo poco que tienen, temen a los servicios sociales o temen a la policía. Algunas incluso temen ser expulsadas del país. Esa vulnerabilidad es terreno abonado para explotadores que conocen perfectamente la situación y saben que la respuesta institucional será lenta o inexistente. Saben que no habrá inspecciones, que los expedientes se eternizarán, que ningún gobierno quiere aparecer en los titulares con un desalojo complicado. Y mientras tanto, ellos cobran.
Lo más doloroso es que convivimos con una contradicción difícil de asumir, la de un país que, en cuestión de horas, es capaz de desalojar a una familia considerada “ocupa”, pero permite que haya propietarios alquilando trasteros, garajes o cubículos de pladur a precios de oro sin que nadie los moleste. Protegemos la propiedad privada con una eficacia sorprendente, pero dejamos sin protección a quienes sufren la explotación más básica y evidente.
Hay un mensaje político de fondo, aunque nadie lo diga abiertamente no intervenir en el mercado de la vivienda tiene consecuencias. Cuando no se construye vivienda pública, cuando no se regula el alquiler, cuando no se garantiza un parque accesible para quien menos tiene, la necesidad empuja a miles de personas a un submundo donde todo vale. Y ese submundo no surge por generación espontánea: surge porque se permite.
Por eso conviene decirlo claramente: las infraviviendas no existen porque sea imposible combatirlas, sino porque alguien decide no combatirlas. Es más sencillo dejar que las familias vulnerables se busquen la vida como puedan que asumir la responsabilidad de garantizarles una vivienda digna. Pero la consecuencia es devastadora, la de un país que mira hacia otro lado mientras se alquila la miseria a precio de mercado.
Que en la España de 2026 haya niños durmiendo en cubículos sin ventilación, cocinando junto a cables pelados o compartiendo un único baño con treinta personas no es un accidente. Es un síntoma. Y un síntoma muy claro de que algo se ha roto en nuestro sistema de protección social. La legislación existe. Los cuerpos de inspección existen. Las policías existen. Lo que no existe es la voluntad de actuar.
Por eso debemos seguir denunciándolo. Porque la explotación no se combate con declaraciones, sino con decisiones políticas valientes. Y porque quienes convierten la necesidad en un negocio deberían enfrentarse a consecuencias reales, no a la indiferencia institucional.
Al final, lo que está en juego no es solo la situación de unas cuantas familias hacinadas en un local. Lo que está en juego es qué tipo de sociedad somos y hasta qué punto estamos dispuestos a tolerar que la miseria se convierta en una oportunidad de negocio. Y si permitimos que eso ocurra, entonces el problema no son los cubículos de pladur: el problema somos nosotros.
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