El poeta de la ciencia
“La ciencia revela la verdadera belleza del mundo”, afirma Carlos López-Otín, el poeta de la ciencia que reivindica el silencio, la armonía y la sabiduría como el trinomio que contiene la biografía de nuestra salud. Como poeta, López-Otín glosa la humanidad de la ciencia y la ciencia como humanidad. Como científico, transmite la vida con la electricidad de sus palabras apoyándose en la profundidad de sus acciones.
Carlos López -Otín es ciencia y poesía, tal vez una maravillosa equivalencia llena de belleza y esperanza. Él nos recuerda que aunque a veces sean egoístas, inmortales y viajeras, por las células supura la vida y se reconstruye el amor. Que a pesar de que contengan bajo su piel la angustia del alma, los versos abrasan las pérdidas y hacen aflorar las ilusiones porque la vida son cuatro letras que cuando riman pueden componer el poema de la felicidad, permanente por provisional e inmensa por efímera. Y que la levedad de las libélulas representa la admirable armonía de una trayectoria imposible. Como dicen los versos de nuestro admirado poeta Ángel González:
La soledad es un farol certeramente apedreado:
sobre ella me apoyo.
La esperanza es el quicio de una puerta
de la casa que fue desarraigada
de sus cimientos por los huracanes.
La levedad de las libélulas es el título de su último libro en el que defiende que el altruismo mejora el sistema inmunitario ya que las respuestas inmunológicas de un altruista son mucho mejores que las de un egoísta y que la empatía y la solidaridad son una de las cumbres de la felicidad ya que contribuir a aliviar una adversidad no propia, sino ajena, es realmente una cumbre de bienestar emocional. Es decir, que la búsqueda de la armonía social es muy saludable porque nuestras vidas declinan cuando dejamos de preocuparnos por los demás. Somos lo que nos falta, no lo que tenemos.
Malas noticias para los irremediables narcisistas que han inventado términos peyorativos, a modo de palabrobulos, para seguir viviendo a costa de su propia tosquedad emocional. Ellos se refieren despectivamente a la solidaridad con el término buenismo porque su negocio solo es posible en una sociedad en la que el odio, el egoísmo y la enemistad cruenta consigan desterrar el amor, la empatía y la ternura. Y para enfrentarlo debemos aceptar la vulnerabilidad de nuestros cuerpos, la precariedad de nuestras herencias y la incertidumbre de nuestra condición. Es la fuerza del filamento de la vida porque el número de vidas que entran en la vida de uno es incalculable.
López-Otín dice que hay dos formas de toxicidad fundamentales. Una es la ambiental, instalada en la atmósfera, en el agua, en la suciedad de las calles y tiene componentes con capacidad de distorsionar nuestra armonía molecular. A pesar de ello aceptamos su presencia con naturalidad y convivimos con los microplásticos, los pesticidas o la mala calidad del aire. Pero hay otra toxicidad, la humana, que sucede cuando nos hacemos daño unos a otros, y que siendo difícil de resolver debemos enfrentarnos a ella para evitar el estrés psicosocial provocado por factores como la indiferencia, la prisa, el daño innecesario, la soledad, el desprecio, la burla o la arrogancia.
Frente a la toxicidad y sus variantes están la poesía y la ciencia que tanto se parecen, ya que nunca dejaron de formar parte de la común admiración humana por la belleza. Y no solo comparten sueños poéticos, como el de Julio Verne con la luna abriendo el camino hacia despertares que ni siquiera el sueño contemplaba. También comparten ilusiones y esperanzas, incluso la de estar decididos a cambiar las cosas que parecen no tener remedio porque incluso cuando no haya nada que hacer eso no quiere decir que no haya que hacer nada. Y nos permiten inventar el día y descubrir la noche haciéndonos sentir que somos tiempo y no una mera sombra que corre tras él.
Carlos López- Otín asegura que si fuésemos perfectos seríamos todavía microbios puesto que la imperfección permitió la evolución humana y ese proceso de desarrollo biológico ha sido un camino de 3.800 millones de años que nos ha traído hasta aquí. De hecho, gracias a esa incompletitud tuvo lugar el prodigioso acontecimiento llamado “vida” en el que la fragilidad y la empatía nos hicieron humanos porque colaboraron con el objetivo de lograr un fin prodigioso fin superior: la supervivencia que poco a poco, mediante un proceso evolutivo y con el impulso del desarrollo cerebral, fue transformándose en vivencia consciente.
Así que somos microbios vulnerables que han desarrollado una rebelión resiliente. Microbios mortales que sueñan con la inmortalidad a través de un instrumento neuronal llamado memoria y en ese camino de imperfección, en ese sueño de seguir adelante por humana curiosidad se encuentra el germen de la felicidad, una construcción tan apasionadamente volátil. Somos microbios imperfectos que poseemos la capacidad para asociarnos de forma solidaria. Esa latente capacidad de permanecer juntos para sobrevivir sigue siendo una cualidad asombrosa. Si nos detenemos a interpretarlo no es nada que no esté en nuestra naturaleza física ya que los órganos que nos conforman colaboran de manera solidaria y simultánea para que el “todo” funcione construyendo ese ser holístico en el que ese todo es mucho más que la mera suma de las partes que lo componen. Y cuando algo no funciona se dan las alarmas en forma de manifestaciones que llamamos enfermedad y hay verdaderos ejércitos que corren en ayuda de nuestro equilibrio agrupados bajo el nombre de “sistema inmune”, encargado de protegernos de agresiones externas e internas que son peligrosas para nuestra salud.
La neurociencia ha demostrado que dar y recibir ayuda nos hace sentir más saludables porque mejora nuestro estado de ánimo y el funcionamiento de las hormonas y de los neurotransmisores neuronales químicos. Ello significa que la solidaridad se convierte en una cualidad básica del funcionamiento neuronal.
El poeta John Donne lo expresó de forma lírica en Devociones para circunstancias inminentes (1624) con su conocida reflexión: “Ningún hombre es una isla, ni se basta a sí mismo; todo hombre es una parte del continente, una parte del océano […]. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque soy parte de la humanidad; así, nunca pidas a alguien que pregunte por quién doblan las campanas, están doblando por ti”. Escrito desde su propia experiencia con la enfermedad y el dolor, nos recuerda que cuando las campanas tañen anunciando la desaparición de cualquier ciudadano también me dicen que algo se está yendo de mí mismo porque existe una ligazón inevitable entre todos y cada vida es parte de otra vida. Y, al contrario, cuando las campanas anuncian vida y alegría indican que la felicidad es más una búsqueda colectiva que una averiguación individual.
Séneca aseguraba que no podemos ser felices si nos atormenta que alguien pueda ser más feliz que nosotros. A ello se debe añadir que no podemos ser felices si no nos atormenta que alguien pueda ser más infeliz que nosotros. Por eso, nuestra convicción debe asentarse en nuestra condición de seres improbables, microbios imperfectos capaces de asociarse, de saberse formando parte de un equipo. Una perfecta imperfección en la que el desentendimiento puede ser contrarrestado por el sistema inmune de la obviedad que nuestra naturaleza comporta.
Joan Miró pintó en 1968 El vuelo de la libélula frente al sol, una obra de arte que el poeta Carlos López-Otín reconoce como fundamental en su vida porque desde la primera vez que la vio le hizo sentir con absoluta nitidez la levedad de la existencia envuelta en poesía. No deja de ser curioso que la palabra libélula derive de libella cuyo significado es “balanza” y lleve en su significante la palabra bella, pretendiendo expresar la idoneidad de esos seres para poder alcanzar un equilibrio imposible que les permite flotar en el aire. Perseverancia, equilibrio, levedad, sutileza, vulnerabilidad, fragilidad, inquietud. Resulta que el antídoto contra los predicadores del odio estaba en las libélulas. Al parecer, ellas son capaces de cazarlos al vuelo con la fortaleza de su soportable levedad.
“A veces escribo una palabra y me quedo mirándola hasta que comienza a brillar”, afirmó la poeta Emily Dickynson. Si escribimos las palabras belleza, esperanza, insurgencia, sosiego, ciencia y poesía y nos quedamos mirándolas, ellas hacen brillar el nombre de Carlos López-Otín quien el próximo día 2 de octubre inaugurará el curso del Ateneo Riojano. No podemos perdernos la levedad de las libélulas ni el brillo de quien es capaz de hacerlas volar mostrando la fortaleza de su maravillosa fragilidad. Con el poeta de la ciencia, lo bello deja de ser difícil para ser necesariamente compartido.
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