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Sobre este blog

De la realidad a la ficción o de la ficción a la realidad. La inquietante mirada de Isaac Rosa merodea por los recovecos de la actualidad para contarla, semana a semana, de otra manera

Arde la calle

RIKI BLANCO

Isaac Rosa

No hemos dormido en toda la noche. El barrio entero, la ciudad toda sin dormir, como un insomnio por decreto. Dimos vueltas en las camas hasta desesperar y levantarnos, recorrimos pasillos y habitaciones, consolamos hijos que lloraban agotados, escuchamos la agitación de los vecinos tras las paredes, televisores encendidos a deshoras, cañerías inusualmente ruidosas. Salimos a terrazas y balcones, nos apoyamos en el alféizar de la ventana para fumar impacientes cigarrillos, y vimos a los demás, cada uno en su terraza, balcón, alféizar, la calle entera asomada como quien espera un desfile, pero nadie dijo nada, no hubo conversaciones ni bromas de un lado a otro de la calle, respetamos el silencio nocturno por si hubiese alguien que sí durmiera, pero quién ha podido dormir esta noche.

El amanecer nos acaba de sorprender todavía asomados, deslumbrados, algunos recién rendidos a un breve sueño en el sofá o en el mismo suelo de la terraza. Nos desperezamos, y ahora sí nos saludamos de un lado a otro de la calle, hermanados por el cansancio y el malestar.

Nos ponemos en marcha. Seguimos las rutinas de cualquier día, cargamos cafeteras, vestimos a los hijos, nos afeitamos y maquillamos, nos besamos al despedirnos camino del trabajo aunque sabemos que hoy no va a ser un día cualquiera.

En el autobús, en los bares del primer café, al llegar a los puestos de trabajo y en el levantar de persianas de los comercios, nos hermana el rostro hinchado, los ojos empequeñecidos de ojeras, pero sonreímos y buscamos la conversación, nos quitamos la palabra unos a otros para acabar diciendo lo mismo:

-Parece que hoy será el día.

-Eso han dicho en las noticias.

-Ayer faltó muy poquito.

-Yo he dejado a los niños con los abuelos, mejor que no salgan por lo que pueda pasar.

-Mi mujer me ha dicho que ayer en urgencias no pararon en todo el día.

-Mis suegros han preferido irse de la ciudad.

-¿Y adónde piensan huir? ¿No vieron las noticias? No hay muchos sitios que se libren.

En los televisores de los bares, en las radios de los coches, presentadores y tertulianos no hablan de otra cosa: recuerdan el nivel de alerta, repiten las recomendaciones de las autoridades, un portavoz del Gobierno se muestra preocupado por la población más vulnerable. Conectan en directo con reporteros por todo el país, informan de varios fallecidos en el día de ayer.

-Pues ya verás hoy, como chinches –dice el camarero, hablando con la tele.

Arden las redes sociales con el único tema de conversación, los hashtags son variaciones de un mismo asunto. Circulan fotos de ciudades con calles desiertas, parques llenos de familias que han preferido pasar ahí la noche y no quieren volver a sus casas. Las imágenes más dramáticas son puestas en cuestión, la mayoría resultan ser falsas o de otros países o épocas: ganado muerto, casas ardiendo, cadáveres alineados en una morgue. No faltan los memes.

A las doce, aunque el termómetro de la plaza del ayuntamiento marca 37 grados, medio centenar de curiosos se concentra ya, apretados en la única esquina con sombra. ¿Piensan pasar todo el día ahí, esperando? Se corre la voz y acuden otros, la policía pone vallas para que no ocupen la calzada. Por las redes comprobamos que lo mismo sucede en otras ciudades, plazas donde la gente acude, hace corrillos, difunde rumores, espera.

A la una, con 38,5 grados y sin sombra suficiente para quienes ya ocupan media plaza, el olor a quemado asfixia la ciudad, las humaredas de las afueras son visibles desde cualquier punto, suenan sirenas yendo y viniendo, los helicópteros dan tumbos como vencejos, aumentando la excitación de los concentrados, alimentando nuevos bulos que enseguida ruedan y engordan en las redes sociales.

A las dos y media, la unidad de emergencias instala un hospital de campaña en un lateral de la plaza, en previsión de que empiecen los problemas. Por ahora solo atienden desmayos, hay que evacuar un par de ancianos al hospital. La megafonía policial pide a la gente que vuelva a sus casas, recuerda la alerta decretada y los riesgos de permanecer en la plaza, pero nadie se mueve y por la avenida va llegando una multitud recién salida del trabajo, muchos que ni siquiera acudieron hoy a sus puestos.

A las tres de la tarde los bomberos, que han estacionado un camión en cada lateral de la plaza, lanzan agua sobre los concentrados para soportar los 42 grados. Los presentadores de televisión sudan el maquillaje en sus platós al sol, abren los telediarios conectando en directo con esta y otras plazas del país donde se reproducen las mismas escenas.

Un revuelo electriza la plaza a las cuatro menos cuarto, ya con 44,5 grados. Todos miramos a la puerta del ayuntamiento, la policía está despejando un claro en la multitud.

-¡Es el alcalde! –grita alguien, y su voz va saltando de un extremo a otro para tranquilizarnos.

En efecto, el alcalde ha bajado las escaleras del ayuntamiento, se acerca a los concentrados, estrecha manos y se deja fotografiar con vecinos empapados y medio desnudos, él mismo se quita la chaqueta y se desabrocha media camisa en gesto de cercanía. “Populista”, gruñe un tertuliano al verlo ante las cámaras. El alcalde se acerca al termómetro, que a su llegada sube medio grado más, hasta los 45, como si el gobernante irradiase calor, lo que da para unas cuantas bromas en la plaza.

¿Cuánto más vamos a tener que esperar? ¿Y si finalmente no pasa nada? ¿No deberíamos irnos a casa antes de que la situación empeore? Las preguntas van de boca en boca, cada vez más nerviosos según pasan los minutos. Hay amagos de pelea, disputas por una botella de agua, empujones para abrir sitio, gente que pide ayuda, un par de episodios de convulsiones.

En una fachada, varios activistas se descuelgan desde el tejado y despliegan una gran pancarta ante la indiferencia de la plaza, todos los ojos puestos en el termómetro que ya indica 46,2 grados. El cielo se ha enturbiado por el humo que viene de las afueras, pero aunque la ceniza vela ligeramente al sol, sus rayos acribillan la plaza y calientan más los ánimos, se multiplican las peleas por hacerse fuerte en la mitad sombreada de la plaza, la policía tiene que cargar para evitar una avalancha de los soleados contra los sombreados.

Circulan noticias sin confirmar: en otra ciudad están a punto de conseguirlo, las conexiones en directo de las televisiones se olvidan de nosotros y buscan esa otra ciudad, sobre cuyo nombre no nos ponemos de acuerdo, las noticias y los bulos se confunden. Pero el alcalde asegura a los periodistas que tiene toda la confianza en que finalmente seremos nosotros.

A las cinco menos diez la plaza entera enmudece. Todas las miradas y cámaras de móviles se dirigen al termómetro, que marca 47,3 grados. En la última media hora ha ido subiendo lentamente, décima a décima, pero ahora lleva varios minutos detenido en esos 47,3. Todas las televisiones han recuperado el interés por nosotros, ahora emiten en directo la misma imagen del termómetro inmóvil, como si fuese el reloj de nochevieja, imaginamos millones de espectadores mudos como nosotros. Hasta los bomberos han cerrado la manguera, por si el agua pudiese alterar la medición. El cese del riego multiplica los desmayos, una cadena humana saca en volandas a los caídos hasta dejarlos en el desbordado hospital de campaña.

Y por fin, a las cinco y seis minutos, el termómetro digital altera su última cifra. Una décima más: 47,4 grados. Aguantamos unos segundos la respiración, por si la variación pudiese revertirse de pronto, hasta que rompemos en gritos, una ovación estremece la plaza, nos abrazamos sudorosos, los bomberos reabren las mangueras como si descorchasen botellas, nadie atiende a los últimos desmayados ni a los que vomitan. Entre varios levantan en hombros al alcalde, su flequillo pegado a la frente y la camisa totalmente abierta, alza los brazos y hace la señal de la victoria con los dedos, balbucea ante los micrófonos:

-Récord… Récord de España… Máxima histórica… Ha sido nuestra ciudad… Máxima…

De pronto todos miramos nuestros móviles, nos llega a la vez la noticia: un pueblo del interior acaba de marcar 47,5 grados. “Nuevo récord absoluto”, dice un presentador televisivo, aunque un experto avisa de que es un dato sin confirmar, hay que comprobar que sea un termómetro homologado por la agencia de meteorología. Pese a las cautelas, la decepción derrota a los miles de concentrados: todo el día aquí para nada, siempre nos pasa igual, somos una ciudad desgraciada, la suerte nos vuelve a dar la espalda, hace un mes nos mandaron a segunda por un gol en el último minuto, y hoy un pueblo de mierda nos ha superado por una puta décima, tanto sudar para al final nada, la segunda máxima histórica no la recuerda nadie, somos los eternos segundones.

Tan decepcionados estamos que hemos bajado la mirada, algunos arrastran los pies hacia casa, pero un niño grita de pronto, el dedo señalando al termómetro, y todos lo vemos: 47,5 grados. Tras unos segundos incrédulos hasta descartar un espejismo, con las últimas fuerzas y las bocas secas gritamos, reímos. Lo hemos conseguido. ¿Pero qué pasa en caso de empate?, nos preguntamos unos a otros. Esto no está decidido, dice alguien, y todos nos sumamos a su optimismo: el partido no ha acabado, apenas son las cinco y cuarto, aún puede subir una décima más, quizás dos, y no hay noticia de que en ningún otro pueblo hayan superado la marca.

No sabemos a quién se le ocurre el canto, pero todos nos unimos y coreamos: “cuarenta-y-siete-coma-seis, cuarenta-y-siete-coma-seis, cuarenta-y-siete-coma-seis…”, como si con nuestro aliento pudiésemos calentar el aire y ganar esa última décima que nos inscriba como la ciudad que alcanzó la máxima temperatura nunca registrada en el país. “Cuarenta-y-siete-coma-seis, cuarenta-y-siete-coma-seis…”

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