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Cervezas al aire y la Marsellesa en las terrazas del centro

Ambiente en una terraza de un establecimiento de Madrid.

Víctor Honorato

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La página web del campus madrileño de la escuela de negocios ESCP (Escuela Superior de Negocios de París) arranca como un folleto turístico: “De la Puerta del Sol y la Plaza Mayor a la Plaza de España, Malasaña y el estadio de fútbol del Bernabéu; la ciudad bulle no solo por su tamaño, sino por la actitud madrileña: amor por la vida social, chispa cultural y el calor de su gente. Tras cada esquina asoma algo que te sorprenderá y deleitará”. Aunque el currículum es sin duda importante, se puede entender que a los veinteañeros parisinos de familias con posibles les resultase atractivo pasar una temporada en la capital española. Pero en esto llegó la COVID-19 a chafar las expectativas, más o menos.

“París es el infierno”, dice Davide, de 22 años, estudiante de la ESCP, de pie frente a un bar cercano a la puerta del Sol, lleno de jóvenes franceses, una treintena. Son todos universitarios, aseguran, de la escuela de negocios y de otras dos universidades francesas en Madrid, y llevan viniendo a este bar desde hace algún tiempo. No tienen ninguna gana de volver a Francia, la flexibilidad de Madrid con la hostelería es para ellos una suerte. Bromean con los camareros, se abrazan, gritan. Algunos llevan la mascarilla bajada, pero como siempre tienen el vaso en la mano, no les compensa subírsela a cada trago. “La lían parda. No saben beber. Todos hemos tenido alguna copa de más alguna vez, pero estos…”, se resigna una camarera que entra y sale constantemente con cañas de cerveza.

A uno de los chavales, espigado, con gafas de concha de montura redonda, pelo largo y lacio, podría imaginársele repitiendo su nombre ante el espejo. Popular en el grupo, entra al local, se abraza a dos amigos y se arranca: “Allons enfants de la patrie! [etcétera]”. No pasa de la primera estrofa. Casi parece que se está exhibiendo, y podría tener motivo, porque en este callejón llevan semanas viniendo las cámaras de televisión para ilustrar el solaz de los vecinos galos que escapan de las restricciones del coronavirus en Francia. “En cuanto se enteran de que no somos turistas, que vivimos aquí, se van”, dice. Alguno y alguna chapurrea castellano, aunque sin capacidad para grandes parrafadas. Davide dice que le gustaría mezclarse más con los españoles, pero que las restricciones lo han impedido.

Hay indicios de que la aparente marea de turistas galos está bajando, según varios relaciones públicas, camareros y porteros de locales del entorno de Sol y el barrio de las Letras. “Desde hace dos semanas hay menos franceses, pero a los que más tememos es a los ingleses”, explica José, a la puerta de un bar de música ochentera en Huertas. Víctor Rey, de la asociación de vecinos del barrio, siempre pendiente de los excesos festivos que no dejan dormir, indicaba al anochecer que la presencia era menor que en las últimas semanas y que, salvo algún pequeño foco, la 'invasión' gala parecía estar retrocediendo.

Las impresiones son variadas, en todo caso. El viernes por la tarde la temperatura es ya bastante primaveral en Madrid y la gente se echa a las calles. Las terrazas, llenas, como viene siendo habitual, aunque sin desparrame. Pero conforme oscurece, aumenta el bullicio. Dos relaciones públicas de calles aledañas a Sol muy frecuentadas por turistas hacen dos comentarios opuestos. Jensen, cubano rubicundo que lleva cuatro locales en la calle de Espoz y Mina, asegura que sigue habiendo un montón de chavales extranjeros. A dos calles de allí, otro captador de clientes cuenta que últimamente está cambiando el perfil del turista, y que con las vacaciones de Semana Santa está viniendo gente de otros países, hasta de Australia, a los que hay que explicarles que los bares cierran a las 23 horas.

En la calle de la Victoria, cuatro chicos franceses, casi adolescentes, charlan a la salida de un bar. Tienen entre 17 y 19 años, están aquí desde septiembre y también estudian negocios. Aseguran que siguen las restricciones a rajatabla. “Esta gente que pasa de todo, que no respetan, es mala para la imagen de nuestro país. Es molesto y da vergüenza”, lamenta Quentin, de 18. Santiago, de 19 años, comprende la tentación de huida de sus compatriotas. “El encierro es muy estresante allí”, apunta.

En el bar de los 30 franceses se avisa del cierre 10 minutos antes y se apagan las luces de la terraza. Los jóvenes ni se inmutan. A Davide los amigos le tientan para que invite a una 'soirée', en su piso, como otras veces, pero por la mañana temprano tiene un vuelo a París, porque va a ver a su hermana, que regresa de EEUU, así que esta noche quiere silencio en casa. Siguen los abrazos, ahora ya también besos. La camarera de antes se sube a una silla y conmina: “¡Que os vayáis ya!”. El grupo se va disgregando a la antigua usanza, cuando no había coronavirus y había que decidir adónde ir a continuación, sin prisas.

La fiesta esta noche aún puede seguir, pero en otro formato, en pisos, con grupos más reducidos. La ocasión surge con la excusa de pedir un cigarrillo. Por 80 euros se pueden alquilar dos habitaciones en un hostal a cinco minutos a través de la aplicación de teléfono Booking, el dueño dice que no hay problema si no se hace ruido. Y para conseguir alcohol, Glovo pone a disposición un ejército de repartidores que, además de comida, también pueden traer botellas. Tres chicas, ninguna es francesa, explican el sistema. Una confiesa que vive en Holanda pero vuelve cada dos semanas para poder salir de noche. A pocas calles de allí, minutos antes, se producía una estampa de griterío en frente de un local irlandés a la hora del cierre, recogida en un video colgado en Twitter. La noche se va apagando. El domingo de madrugada se cambia la hora, a las 2 horas serán las 3, lo que conlleva una hora menos de noche. Para entonces, si se cumple el toque de queda, ya no debería quedar nadie en la calle.

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