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Madrid y Miami

Sobre una ciudad que acoge cada vez más ricos y por eso es cada vez más pobre

Ahora, Madrid es Miami. Supongo que por casualidad, coinciden en la prensa nacional e internacional varias publicaciones que retratan algo que los madrileños llevamos años contemplando: la llegada de grandes capitales latinoamericanos y su efecto sobre la ciudad. Lo explica CityLab, el medio dedicado a lo urbano de Bloomberg. Y también lo cuenta El País, en este caso a partir de la transformación del mercado de la Paz. Sorprende no tanto la tardanza en darse cuenta del fenómeno como la forma, superficial y acrítica de enfocarlo. 

Como digo, hace mucho que sabemos que las fortunas venezolanas, mexicanas, argentinas y brasileñas están invirtiendo aquí, en parte por la imposibilidad de hacerlo en lugares más caros como Londres y París, también por el idioma y las raíces culturales comunes y, por supuesto, por las políticas que lo facilitan. En el barrio de Salamanca, en Rosales, en Chamberí y Chamartín es habitual cruzarse con estos vecinos que, como apuntan los artículos citados, son propietarios de carísimas viviendas que visitan con más o menos asiduidad y se convierten en clientes deseados por restaurantes y mercados. En algunos casos, además, son algo más: inversores en el negocio inmobiliario —residencial pero también terciario— y en otros y, por eso, personas con capacidad de influencia política y económica. 

El fenómeno no es nuevo aquí ni en ningún lado. Antes que Madrid estuvieron Barcelona e Ibiza y, claro, Londres, París y Nueva York, donde los capitales árabes y exsoviéticos llevan años operando de parecida manera. Está pasando en las grandes ciudades de todo el mundo. Es una de las consecuencias de la globalización y una de las causas de la generalizada burbuja inmobiliaria; es un ejemplo del funcionamiento del capitalismo financiero y una muestra cómo las administraciones han confundido el bienestar con el crecimiento económico. 

Todo esto sucede al mismo tiempo que Madrid, tras el confinamiento, se vuelve a llenar de otro tipo de expats, trabajadores extranjeros en remoto, menos pudientes que los ricos latinos pero con ingresos superiores a la media española. Y, también, con el retorno del turismo masivo y constante, con más fuerza incluso que antes del Covid-19. 

Y, así, uno tiene a veces la sensación de estar en una película de la Marvel. No porque toda esta gente que viene lleve mallas de colores o tenga superpoderes, sino porque su presencia nos permite poder saltar a distintos universos paralelos sin cambiar la tarifa del abono transporte. En un momento en que buena parte de nuestros conocidos está preocupada por el momento incierto que vivimos, la inflación, la guerra, la política, y por lo que entra y sale de su bolsillo, con dificultades para hacer la compra, pedir una segunda copa de vino y, por supuesto, acceder a una vivienda, sorprende ver a tanta gente gastar sin trauma. Porque en España hay ricos y buena parte de ellos están en Madrid, pero no son tantos como para agotar las reservas de los muchísimos restaurantes de postín abiertos y por abrir, acabar con las existencias de las tiendas de lujo y pedir todas las botellas caras de las discotecas de moda.

El argumento de los gestores de lo público que han venido facilitando estos procesos es el mismo que el del poder económico que los ha creado: la llegada de inversores de fuera supone prosperidad para los de dentro. En realidad, da igual de dónde sean los inversores, la trampa está en el relato. A estas alturas de capitalismo, ya deberíamos ir sabiendo que la prosperidad para todos es la zanahoria que nunca se alcanza, una promesa que el modelo económico no puede nunca cumplir por su propia definición. Porque, para que los ricos tengan todo —y cada vez más— el dinero como para pagar millones de euros por un apartamento en Ortega y Gasset y coger de vez en cuando un billete de primera para tomarse una caña, los demás, los de allí y los de aquí, tenemos que ir siendo más pobres. 

Esta misma semana, Cáritas Madrid ha enviado una nota de prensa contando que en 2022 ha crecido hasta un 20% las familias vulnerables atendidas por su organización, un incremento que se suma a los anteriores y que va confirmando la tendencia que señala el aumento de la desigualdad. Más pistas: en el mismo 2022, más de la mitad de los madrileños no pudo irse de vacaciones en Semana Santa por falta de dinero. O sea, “Madrid está en ebullición”, “Madrid es Miami”, “Madrid se está convirtiendo en uno de los grandes destinos turísticos del mundo” pero la mayoría de los habitantes de Madrid no se ve beneficiada por el negocio que prometen los titulares.

Ciertamente, Madrid podría equipararse a Miami pero porque esta ciudad norteamericana, es, junto a San Francisco y Nueva York, el epicentro de la emergencia habitacional y del problemón de desigualdad que vive el país que presuntamente representa todas las virtudes de prosperidad del capitalismo. El problema extra de nuestra región, y de España e incluso Europa, es que, anuladas las alternativas tras décadas de desindustrialización y deslocalización, aquí la economía lleva años centrándose en el sector servicios, especialmente en la hostelería y el turismo. Y los hechos demuestran que el trabajo en estas áreas, da igual que sea en el nicho del lujo, es especialmente frágil, precario, estacional y temporal. Esto, sumado al inclemente incremento del precio de la vivienda, une los puntos para dibujar el desastre perfecto.

El asunto es complejo porque, aunque se quisiera, no se puede cambiar de modelo de un día para otro. Y, también, porque incluso los que sufrimos la situación, los ciudadanos que vamos siendo más pobres a medida que van llegando más ricos, no terminamos de darnos cuenta de lo que se cuece. Somos como esa rana de la fábula a la que sumergen en un cazo de agua tibia que se va calentando hasta que muere, sin procesar la necesidad de cambiar, de saltar a otro lado. 

Ahora, Madrid es Miami. Supongo que por casualidad, coinciden en la prensa nacional e internacional varias publicaciones que retratan algo que los madrileños llevamos años contemplando: la llegada de grandes capitales latinoamericanos y su efecto sobre la ciudad. Lo explica CityLab, el medio dedicado a lo urbano de Bloomberg. Y también lo cuenta El País, en este caso a partir de la transformación del mercado de la Paz. Sorprende no tanto la tardanza en darse cuenta del fenómeno como la forma, superficial y acrítica de enfocarlo. 

Como digo, hace mucho que sabemos que las fortunas venezolanas, mexicanas, argentinas y brasileñas están invirtiendo aquí, en parte por la imposibilidad de hacerlo en lugares más caros como Londres y París, también por el idioma y las raíces culturales comunes y, por supuesto, por las políticas que lo facilitan. En el barrio de Salamanca, en Rosales, en Chamberí y Chamartín es habitual cruzarse con estos vecinos que, como apuntan los artículos citados, son propietarios de carísimas viviendas que visitan con más o menos asiduidad y se convierten en clientes deseados por restaurantes y mercados. En algunos casos, además, son algo más: inversores en el negocio inmobiliario —residencial pero también terciario— y en otros y, por eso, personas con capacidad de influencia política y económica.