¿Qué es un zaguán y por qué están en grave peligro de extinción?
Hubo un tiempo —y no hace tanto— en el que caminar por un barrio era asomarse a una colección de pequeñas arquitecturas abiertas: los zaguán, ese umbral entre la calle y la intimidad de la vivienda, un espacio intermedio que era refugio, tarjeta de presentación y lugar de sociabilidad. Hoy, sin embargo, ese elemento que forma parte de la arquitectura tradicional y de la cultura andaluza está desapareciendo a un ritmo preocupante. La presión inmobiliaria, la obsesión por la seguridad y la búsqueda de más superficie útil han convertido estos espacios en una rareza. Y su pérdida no es solo estética: también erosiona un modo de vivir la ciudad y de relacionarnos con ella.
El zaguán: un espacio entre dos mundos
El zaguán aparece definido por la RAE como el vestíbulo inmediato a la entrada de una casa. Procede del árabe hispánico istawán y durante siglos fue una pieza clave en la arquitectura tradicional del sur peninsular: un espacio fresco, transitable, pensado para recibir, esperar o simplemente dejar que la vida entrara sin invadir la intimidad del hogar.
En las casas antiguas, especialmente en Andalucía, el zaguán funcionaba como una prolongación de la calle. Muchas familias lo decoraban con azulejos, plantas, bancos o pequeñas hornacinas; otras lo utilizaban como antesala del patio, creando un eje de luz y ventilación que definía la identidad climática de la vivienda mediterránea. Era también, por tradición, un espacio de cortesía: el lugar donde se atendía a quien llamaba antes de invitarlo a pasar o despedirlo sin exponer toda la casa.
Hoy esta pieza arquitectónica se va perdiendo. Portales completamente cerrados, accesos mínimos y la desaparición del portero físico han reducido la experiencia de entrar a un edificio a un mero trámite funcional. Y con ello, la ciudad gana eficiencia, sí, pero pierde matices y humanidad.
Por qué está desapareciendo el zaguán andaluz
La desaparición de los zaguanes tiene varias causas claras. La primera, la económica: cada metro cuadrado de un edificio se calcula como posible superficie “vendible”, lo que deja poco margen para espacios no productivos. En un mercado inmobiliario tensionado, aquello que no genera beneficio suele considerarse prescindible.
A ello se suma el discurso de la seguridad. Muchas casas antiguas han cerrado sus zaguanes para evitar accesos no deseados, sustituyendo las puertas abiertas por sistemas electrónicos y cámaras. El resultado son portales herméticos que renuncian a la transición amable entre calle y vivienda.
Pero hay otro motivo más silencioso: la pérdida de lo cotidiano como patrimonio urbano. Mientras defendemos monumentos, plazas o edificios singulares, dejamos de lado elementos menores que también cuentan la historia de un barrio. El zaguán es uno de esos espacios: no monumental, pero sí imprescindible para entender cómo se construían las relaciones en la ciudad mediterránea. Su desaparición empobrece no solo la estética, sino la experiencia misma de vivir el espacio público.
Lo que se pierde cuando se pierde un zaguán
Defender el zaguán es defender una forma de convivencia. En la cultura andaluza, este espacio fue escenario de encuentros vecinales, de conversaciones fugaces, de resguardos improvisados cuando llovía o hacía calor. También era un lugar de espera, de bienvenida y, a veces, de confidencias. Un espacio liminal donde la vida se mostraba sin exponerse del todo.
Su desaparición nos conduce hacia ciudades más cerradas y menos permeables, donde cada puerta es una frontera tajante. Y, como advierten muchos especialistas en patrimonio urbano, cuando la arquitectura doméstica deja de dialogar con la calle, también lo hacen sus habitantes.
Recuperar el zaguán —o al menos su espíritu— no es nostalgia: es una apuesta por una ciudad más amable, con más capas y más matices. Un recordatorio de que no todo en nuestras viviendas debe estar al servicio de la rentabilidad inmediata. También hay valor en los espacios que nos invitan a detenernos, a mirar y a relacionarnos.
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