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Alrededor de las cosas

Efectivos policiales vigilan una manifestación para pedir la libertad del rapero Pablo Hasél. EFE/ Víctor Lerena/Archivo

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La especie delata. Y La humana es violenta. No solo, pero también. Y no siempre. En tiempos de paz menos. Se aletarga. ¿Ahora? Violencia machista, violencia de género, violencia familiar, violencia contra la infancia, violencia juvenil, violencia policial, violencia de estado, violencia terrorista, violencia independentista, violencia racista, violencia de las mafias, violencia entre bandas, violencia violación, violencia bullyng, violencia acoso, violencia verbal, violencia del movimiento okupa o contra este, violencia por injustificados desahucios, violencia en el deporte, violencia vecinal, violencia en el cine, violencia en televisión, violencia en las cárceles, violencia criminal, violencia sexual, violencia verbal parlamentaria, violencia… La palabra recorre las calles sin ocultar su significado y se refuerza con rotundidad, o con sugerencia, también, en el lenguaje.

A lo largo de estos meses, he leído en las redes: Instagram, invitados a una conferencia, “…Dª… activista en Carro de Combate” y “…Dª… activista en Bloques en Lucha;” en el cartel publicitario de unas jornadas sobre educación en 2021, una de las conferencias lleva el título, “A golpes con la habitación propia. Instrucciones para dislocar la Norma”; Twitter “Manifestación con el lema …por las miles de personas que no tienen casa….en contraposición al QuedateEnCasa de los gobernantes con ese mensaje perverso, privilegiado, blanco y clase media… es un grito para recuperar la protesta social;” otro llamamiento…“combativo… anticapitalista.”

O este otro del Ayuntamiento de Murcia, con un primer plano del rostro de un joven con la boca abierta, presumiblemente gritando, que dice “Murcia grita Cultura! Llaman la atención los términos utilizados en la difusión publicitaria de los actos citados, porque, como si de la crispación verbal no hubiera que temer consecuencias, la violencia, o cierta alusión a las formas que la preceden, parece haberse instalado en el discurso de algunos movimientos o actividades ciudadanas con la naturalidad propia de quien confía en que el mensaje será convenientemente recibido, aunque no quede claro si la conveniencia estriba en golpear, gritar, combatir, luchar, dislocar, e ir contra la clase media, a la que pertenezco ---y cuya desaparición, por cierto, es el sueño dorado de cualquier aprendiz de dictador, o, algo, alojado en la profundidad de los llamamientos, terminará por revelarse común a quienes convocan.

Porque si sectores de la sociedad de signo contrapuesto, movimientos antisistema, corporación municipal y otros de tradición moderada como la educación coinciden en imágenes poco calmas como una de las formas de reivindicar derechos o actividades, cabe suponer que el fondo social se ribetea agitado. Y en una realidad en la que la violencia, pese a estar prohibida, condenada y perseguida, se empecina en recordar su existencia, la perpetrada, hace apenas cuatro meses, tan extraños ya al recuerdo, por los defensores de la liberación de Pablo Hasél se adhirió al entorno. A imitarlo. Desde esa imitación, Hasél y sus partidarios son hijos de su tiempo. De un tiempo plagado de consignas fracturadas cuyo mensaje se precipita en la frustración, en la rabia y en la impotencia de una sociedad empeñada en mantener un sueño que acaso ya no sea, y ante la que los gobernantes más que guías se han convertido en reducto de desconfianza o privilegio.

La benevolencia con la que algunos miraban a Pablo Hasél no estribaba tanto en la razón, o no, que le asistiera, y que estas líneas no aspiran a desentrañar, cuanto a la voz que muchos podían alzar pretextando su defensa, porque quienes pedían su libertad al grito de “Lluitar, crear poder popular» como su grito gritaba, no querían solamente la libertad del encarcelado. Querían algo más. No especificaban en qué consiste el poder popular que querían crear, sobradamente expresado no obstante en dos mil diecisiete, pero lo buscaban. Sabían, si no todos algunos desde luego, que, aunque la violencia no sea el camino, está en este, y que no solo es uno de los medios de acceso al poder, sino que, convenientemente utilizada, a veces, es el definitivo. Que los disturbios se produjeran en Cataluña, en los últimos años decidida a internacionalizar conflictos, es un ejemplo más de la facilidad de difusión de hechos que siendo locales pretenden aquiescencia mundial, porque la internalización no tiene por objeto, solamente, dar a conocer una situación considerada injusta sino promover reacciones, adhesiones o una acción similar en otros lugares, y extender o fomentar una causa para hacerla común, como, en este caso, quizá, un movimiento de nacionalismos europeos.

La revolución burguesa española de 1820, que tuvo como resultado el acceso al poder del trienio liberal, 1820-1823, por la que el absolutista Fernando VII fue obligado, entre otras medidas, a suprimir la Inquisición y a restaurar la Constitución de Cádiz de 1812, “la Pepa,” lideró las de Oporto, el Piamonte y Nápoles, y dejó sentir su influencia en la de Grecia. Se necesitaban reformas. Y se siguen necesitando. No resulta creíble la versión oficial de responsabilizar de las alteraciones del transcurrir ciudadano a “los violentos,” o al mal hacer de la policía, porque más allá, en un lecho social de malestar y de protesta, se precipita el presente.

Cuando la superpoblación amenaza; los recursos siguen creciendo en manos de unos pocos; el empleo y la vivienda ofrecen precariedad; las reformas estructurales se alían al desatino; los bajos salarios impiden prosperar; los efectos del cambio climático dejan sentir, en algunas zonas ya, la inquietante transformación que sobrevendrá; se utiliza la inmigración para fines partidistas, y un largo etcétera necesitado de sosegada revisión, es que algo profundo está sucediendo. Y si ese algo, hastiado de impotencia, ante la mirada de gobernantes que dormitan en un confortable “laissez faire laissez passer” político, abraza propuestas extremas que presentan la violencia como único agente de cambio o como único medio para lograr un fin, es que la democracia da muestras de incapacidad para realizar pacíficamente, sin fuerza en las personas o en las cosas, los cambios necesarios que toda época requiere. O que “Lo Común” está resquebrajándose.

Dice Santo Tomás de Aquino “Si toda comunidad humana posee un Bien Común que la configura en cuanto tal, la realización más completa de este Bien Común se verifica en la comunidad política. Corresponde al Estado defender y promover el Bien Común de la sociedad civil, de los ciudadanos y de las instituciones intermedias.” Y aunque la sociedad imbuida de democracia que conocemos disfruta del Bien Común, podrá, no obstante, discernirlo cuando lo excepcional la sorprenda? ¿Sabrá mantener y proteger, habida cuenta de los cambios habidos y avatares existentes, la relación España-Cataluña?

Cuando la voluntad de los pueblos no coincide con la ley ¿sabrán los extremos políticos, de uno y otro signo, prescindir de la violencia? Miles de años de civilización no la han erradicado. Todos los pueblos, o los gobernantes de estos, la han utilizado para instaurar, conquistar, conspirar, deponer gobiernos, y dirigir países o someterlos. No hay que buscarla fuera. La llevamos dentro. Y este es el peligro: no moderar la antesala verbal que pudiera precederla o no domeñar la explosión destructiva que la hace presente, porque aquellos a quienes sirve, para dirimir control, posesión, supremacía y riqueza, sin concebir el acuerdo, y sabiendo que la naturaleza humana además de objeto propende a ser sujeto de ella, no dudan en concitar a uno de los instintos más primarios de la especie. Y arengan aviesamente.

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