Declinaba el ímpetu con que había empezado a empujar mi mecedora, una tarde navideña de esas pasadas entre agitaciones, pesares y muchas ganas de que volara el tiempo; y eché mano de las notas que había tomado cuando leí los recuerdos con que la prensa ha honrado recientemente a Montserrat Roig, la escritora y periodista catalana de cuya muerte se han cumplido 30 años, motivo por el cual se la homenajea con textos inéditos y evocaciones de su notable producción. Porque resulta que también yo tenía algo que decir de Montserrat Roig, y lo tenía pendiente.
Corría 1984 y ya había culminado mi tercer libro, Hacia la destrucción ecológica de España, que escribí para la editorial Grijalbo gracias a la intervención de la magnífica Pilar Juárez, una cartagenera abarcelonada con cuya humanidad tierna y arrolladora he contraído deuda y afecto. Y pasó que el día que entregué el original en la editorial, a cambio del cual se me entregaría un tercio del montante esperado según tirada y precio de venta al público (así era: costumbres de entonces, aniquiladas por la degradación general de la publicación de libros, simultánea con el avance del desarrollo y la tecnología, es decir, la incultura), supe que ese anticipo se retrasaría un tiempo, a lo que tendría que allanarme (que es el sino de todo autor).
Esto me lo comunicó otra empleada de la editorial que me lo hizo saber con exquisitas formas y una sonrisa, lo que le agradecí. Se me presentó con un “Hola, soy Montserrat Roig y me encargo de tu libro”, a lo que respondí sin emoción particular ni gracia alguna, ya que solo remotamente me sonaba el nombre de aquella mujer, de presencia tan elegante y cálida. El comentario sobre el retraso del anticipo fue seguido de un gesto, absolutamente fuera del guion editorial, que me calificó a la dama, y fue que, abriendo su bolso y extrayendo de él un bloc de cheques, me dijo: “Como supongo que te vendrá bien, te adelanto yo ese dinero y ya me lo devolverás cuando la editorial te pague”.
Recuerdo aquel trance siempre que doy con la solapa de su Tiempo de cerezas, comprado de segunda mano varios años después y en el que –a más de una foto de la autora, de mirada pensativa y penetrante, ante la que me dejo subyugar– aparece una dedicatoria autógrafa a alguien, en 1979. Entre esas mismas páginas guardo una cartita de Montse, con membrete de la editorial y fecha 2 de octubre de 1984, en la que me informa de que “la primera edición constará exactamente de cinco mil (5.000) ejemplares”, y me la firma con “un fuerte abrazo”.
En descargo de mi ignorancia, crasa y tosca, diré bien poco, aunque muy cierto, y es que me inicié en la lucha ecologista con una exclusividad tan decidida, o exagerada, que en mi vida el decenio que arranca en 1974 aparece casi vacío de emociones ordinarias (canciones del ambiente, lecturas necesarias y tantos avatares de la edad y el tiempo). O sea, que no había llegado a saber quién era Montserrat, así que siempre he lamentado que ella pudiera sentirse algo defraudada, ya que me dio la impresión de que sí conocía mis aventuras antinucleares, que ya me habían ocupado tiempo, esfuerzos y viajes en Cataluña; o quizás le sonaba el nombre de mis colaboraciones en Triunfo, revista de bandera en la que ambos colaborábamos sin encontrarnos (o ni una cosa ni otra: simplemente, seguiría a su impulso generoso).
Porque en esas fechas Montserrat Roig ya había publicado sus más importantes obras, que yo desde entonces he tratado de recuperar, como un deber por cumplir. Y aprovecho para que mis lectores se inicien en esta escritora recomendando la lectura de la trilogía que se inicia con Ramona, adiós (1972), sigue con Tiempo de cerezas (1977) y se cumple con La hora violeta (1980). Y no se pierdan, a continuación, Los catalanes en los campos nazis (1977), obra magnífica. También recuerdo que, en aquella misma conversación y sin hilazón directa con nuestro tema, me aseguró que, para ella, el momento había llegado de “disfrutar de los amigos, los libros y la música”, lo que recordé bien cuando, a sus 45 años, sucumbió a un cáncer en 1991.
Así que cuando he leído a la periodista Rosa Montero, que dentro de una minuciosa descripción biográfica aludía a que Montserrat también era “una buenísima persona” (El País, 4-12-2021), he querido que conste mi confirmación, con mi agradecimiento, la admiración debida y el recuerdo, que guardo muy vivo, de su sugestiva personalidad.
(Escrito lo cual volví a la mecedora, a revisar el texto y mascullar recuerdos. A esa mecedora que construyó mi padre, buen carpintero, y en la que me parece estar viendo mecerse, primero, a mi abuela y, luego, a mi madre cuando pudo hacerlo, ya en sus últimos años de vida. Esta misma mecedora en la que yo ahora me reencuentro, y que me inspira, acuna y calma).
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