En 2005, el historiador e hispanista británico Chris Ealham publicó La lucha por Barcelona (Alianza Editorial), un libro en el que analizaba la protesta social, el conflicto urbano, las culturas de clase y la represión en uno de los centros revolucionarios más importantes del siglo XX. Ealham investigó las fuentes del poder anarquista en la ciudad, colocando a esta en el centro de la vida política, cultural, social y económica de España entre 1898 y 1937. Durante ese periodo, una variedad de grupos sociales, movimientos e instituciones competían entre ellos para imponer su propio proyecto urbano y político. Las autoridades centrales luchaban para retener el control de la ciudad española más rebelde; los grupos nacionalistas deseaban crear la capital de Cataluña; los industriales locales querían construir una urbe industrial moderna; las clases medias urbanas peleaban por democratizar la ciudad... Y, mientras tanto, los anarquistas buscaban terminar con la opresión y explotación a la que estaban sometidos los obreros. Todo ello desencadenó un torrente de conflictos, con frecuencia violentos, por el control de la ciudad, tanto antes como después de la Guerra Civil.
Hay algunos pasajes en la obra de Ealham que resultan especialmente reveladores sobre el concepto que ya algunos tenían del fenómeno de la inmigración en aquel tiempo. Especialmente con la que provenía del sur de España y específicamente sobre la procedente de la provincia de Murcia. Escribe al respecto: “Los murcianos eran el principal blanco de estas críticas, pese a representar tan sólo un porcentaje pequeño de la población inmigrante de Barcelona. Se les vilipendiaba de forma muy parecida a los irlandeses durante la Inglaterra victoriana, acusándoles de ser fuente de crimen, enfermedad y conflicto. Según el estereotipo del «murciano inculto», los inmigrantes eran una tribu inferior de degenerados, como los miembros «retrasados» y «salvajes» de las tribus africanas. Esta mentalidad de tipo colonial podía vislumbrarse en las viñetas de hombres y mujeres murcianos, donde aparecían como feos seres infrahumanos. Carles Sentís, un periodista republicano que publicó una serie de informes sobre La Torrassa («La pequeña Murcia») en L’Hospitalet, promocionó este tipo de actitud, resaltando las prácticas moralmente aborrecibles y la indisciplina general de los inmigrantes. Para Sentís, los inmigrantes eran una raza primitiva con una cultura «previa», que vivían en estado de naturaleza. En concreto, atribuía el origen de todos los problemas sanitarios y sociales de La Torrassa, como el tracoma y la delincuencia juvenil, a la promiscuidad de la mujer murciana y un «régimen de amor libre». Desgraciadamente, para el resto de los parados, estos inmigrantes «vegetantes» eran una carga «asfixiante» sobre unos recursos de asistencia social ya de por sí al límite de sus posibilidades: «Cuando llegan a la ciudad lo primero que preguntan es dónde está la oficina de beneficencia», «robando el pan a nuestros niños catalanes» y convirtiendo Barcelona en un enorme «asilo para pobres». De hecho, Esquerra afirmó querer hacer más por los parados, pero que temía que sólo lograría con ello «atraer a Barcelona a los parados de toda España»”.
Lees esto pasadas unas cuantas décadas y, cambiando algunas denominaciones, te traslada a nuestros días. Ese carrusel de frases hechas, de falsos estereotipos, del miedo sistemático al que viene de fuera, siempre enraizó en buena parte de la sociedad de este país. Ahora mucha de esa gente, protagonista de las nuevas oleadas migratorias, sigue viniendo del sur, pero de más al sur, ese que siempre estuvo ahí, necesitado y frágil en sus costuras, en contraposición a la pujanza que suele exhibir históricamente el vigoroso norte. La memoria, que es corta y, como decía Cortázar, siempre trabaja por su cuenta, esa que nos ayuda engañándonos o quizá nos engañe para ayudarnos.
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