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A santa Dora del Faro

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En las infinitas formas de nombrar el arte hay una que define mucho lo que es el instinto poderoso de la creación. El caos y ese perenne intento de ordenarlo y devolverlo al mundo con sentido, convertido ya en materia. Los artistas siempre han sido imprescindibles, que viene a ser un grado más que necesarios. Ellos son ese santoral contemporáneo que hace el milagro de devolver al mundo la belleza.

Vengo a hablar de una de estas santas que de puro libre no esperó a morirse para ser muy venerada. Dora Catarineu era una descomunal artista, también musa, maestra a la vez que aprendiz, inocente y sabia, absorta siempre en su contradicción. Yendo del fulgor a la tormenta. De ella escribió el poeta Jose María Álvarez en el catálogo de una de sus exposiciones que los dioses le habían tocado con los dones de la gracia y la locura. En realidad deberían haber sido diosas. Entonces Dora habría sido aún más exportable en un mundo de pintoras y escultoras invisibles. Por muy sobrada que fueras de talento, el mercado nunca trató bien a las genias. Sería una justicia poética que en las Facultades de Bellas Artes florezcan tesis doctorales sobre su obra única. Puesto que ella, desde la generosidad infinita, promocionó siempre a las jóvenes promesas.

El legado artístico de Dora lo han descrito muy detalladamente los expertos. Sus amigos se quedan con su herencia vital, hecha con apuestas de riesgo, amor, dolor, todo siempre con verdad. En resumen, una vida intensa como dijo en el funeral de Cartagena el párroco de La Caridad, bien informado y con bastante curiosidad ante aquellos fieles inusuales, respetuosos, con pinta de bohemios. Sus anécdotas gloriosas y descacharrantes no caben aquí. Además, Dora tenía buen gusto, pero afilado y no le parecería original que la encasilláramos contando siempre lo mismo. Cuando una ilustre se va, contar tus vivencias personales con ella se parece un poco al porn-hub, pues nunca llegas en realidad a lo importante, pero te señalas demasiado con el dedo.

Lo hizo brillante Ángel Charris con su texto-retrato pintado con palabras sobre la capacidad de Dora para ser tan rompedoramente singular en el alboroque que sus hijas Marta y Carlota organizaron después del funeral. No sé si son conscientes, pero ellas y su descendencia de ojos grandes, rasgados y oscuros son las creaciones de las que más orgullosa estaba su madre. La actriz Amparo Reina imitó su inconfundible voz rota sobre un escenario.

El espíritu de la querida amiga revoloteaba, de una mesa a otra, al calor de tanta gente convocándola, por penúltima vez. Quizá la vi perderse entre un haz de luz de neón, cerca del bar, buscando a José Tomás, el gran chihuahua leyenda. Azul al fin se encontró con ella. No solo se recordaron sus inolvidables ocurrencias. Charris precisó asuntos pendientes que alguna vez tienen que ocurrir. Por ejemplo, que el Ayuntamiento de La Unión devuelva la escultura que Dora donó a la ciudad a la plaza donde estaba. La obra, dañada, duerme en algún almacén municipal. Nunca se le comunicó a la familia. Ella era la más entrañable de los artistas del santoral, así que también hizo unos bocetos de escultura de la Charito. Acabaron olvidados en algún cajón de la concejalía de Cultura de Cartagena, aunque su destino era La Cortina o el puerto. Las esculturas se mostraron por primera vez en la sala ‘Dora Catarineu’, que inauguró ella misma en vida, porque ese día, con su melena y gafas blancas y su aire de actriz francesa, volvió a ser profeta en su tierra.

Si es verdad que el arte forma parte de eso tan esencial que somos todos, sea lo que sea, todavía queda trabajo tuyo por mostrar, Dora, ya tu sabes. Lo colectivo siempre se hace de esperar. Charito, otra alma libre, aún puede asomarse eterna al mar con sus briosos collares de colores y su boca exagerada de carmín alegre. Alguna estudiante (porque será mujer) recorrerá esa obra hecha de pinceladas visionarias, descubrirá que es inclasificable. A santa Dora Purísima del Faro dejo esta oración de acción de gracias. Por lo que te llevas y por lo que dejaste.