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Murcia y aparte es un blog de opinión y análisis sobre la Región de Murcia, un espacio de reflexión sobre Murcia y desde Murcia que se integra en la edición regional de eldiario.es.

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Un pedacico de Roma

Turistas en la plaza del Cardenal Belluga, en Murcia / PSS

Pedro Serrano Solana

Murcia —

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Llevo ya bastante tiempo sin hacer visitas guiadas por el centro de Murcia y lo echo un poco de menos, la verdad. En especial me gusta explicar la plaza Belluga, pero casi más que explicarla, lo que me gusta es atravesarla de parte a parte y reflexionar sobre ella.

Cada vez que camino por alguna de las callejuelas que confluyen en la plaza del Cardenal Belluga, me preparo mentalmente y me imagino que nunca he estado allí: procuro mirarla siempre con ojos nuevos y respirarla como si fuera la primera vez. Esa es una de las cosas que suelo decirle a los grupos de turistas, a los que a veces recojo en la misma plaza. Los aparto, me los llevo por la calle del Arenal y les hablo: “Imagínense que estamos en el siglo XVIII y que jamás han visitado Murcia; que jamás han visto esta plaza de la que acabamos de salir, ni la fachada principal de la Catedral ni el Palacio Episcopal, a los que seguro que ya les han echado alguna foto mientras esperaban”.

 

Entonces les explico que vamos a entrar en una plaza barroca, y que el barroco es lo que tiene: el barroco es sorpresa, es teatralidad. Les digo que en las plazas barrocas existe el concepto de dentro-fuera. Que no se domina el espacio hasta que te metes y mueves tu cabeza en todas direcciones; les explico que, en el caso ideal, a una plaza barroca no se llega por una avenida recta desde la cual se pueda anticipar lo que te vas a encontrar después. Por ejemplo, Mussolini le fastidió a Bernini su invento para la plaza barroca de San Pedro del Vaticano con la apertura de la Vía della Conciliazione -los dictadores y su manía de hacer avenidas rectas para desfilar-, pero lo normal es que, si se ha respetado su esencia, la plaza barroca te pille siempre por sorpresa.

 

Volviendo a Murcia y enlazando con lo anterior, otra cosa que me gusta decirles a los turistas, y que no he leído sino que he concluido yo mismo después de algunas sesudas reflexiones, es que a la plaza Belluga le ayuda mucho el lugar en el que se diseñó: Hablamos del corazón de una ciudad medieval árabe, de una población nacida de la nada sobre un espacio bastante llano; hablamos pues de un urbanismo barroco, pero no del siglo XVII o XVIII sino del siglo IX. ¿Acaso no son las calles medievales de Murcia, tortuosas y zigzagueantes, un espacio de incertidumbre y de sorpresas? El sentido con el que la ciudad fue pensada en época medieval está muy alejado del efectismo sensual propio del estilo barroco, pero para el caso, no importa.

 

Las calles árabes crean muchas esquinas -muchos 'picoesquinas', podríamos decir-, muchas curvas y recurvas, y sin proponérselo, contribuyen a intensificar la premeditada idea de teatralidad barroca que alcanza su clímax en la plaza de Belluga: aquí no llegan las Vías de la Conciliazione ni las Gran Vías, no hay calles rectas y anchas que aborden de lleno la plaza, sino que se llega a ella a través de calles estrechas y cortas que convergen en las esquinas. No se puede ver toda la plaza, y tampoco se pueden ver todas las fachadas que se reúnen en torno ella, hasta que se accede completamente.

 

Vamos caminando despacio, acercándonos poco a poco, doblamos una esquina y de pronto... ¡Pam! Ahí está la plaza: ante nosotros se plantan el gran imafronte de la catedral, la mole de piedra del campanario -que aunque está al otro lado del templo, aparece visualmente incorporado a su fachada y al paisaje de la plaza-, la gracia del Palacio Episcopal con sus muros pintados y su balcón central, la fila de naranjos al otro lado, una serie de edificios discretos y supervivientes, y sí, hasta el Moneo -construcción a la que algunos aún le niegan el saludo pero que a mí me gusta-.

 

Si nos fijamos, vemos que la plaza no es cuadrada ni rectangular; es un trapecio con sus líneas abiertas hacia la fachada de la Catedral, que ejerce de telón de fondo y foco de atracción. Este tipo de plaza ya fue empleado por Miguel Ángel en el Campidoglio de Roma, y tiene como fin procurar una visión más cómoda del edificio más importante, una perspectiva que evite la sensación de que el edificio protagonista queda aprisionado por las fachadas laterales.

 

La fachada principal de la catedral, retablo barroco en piedra y decorado en el que se plasman algunas de las andanzas de nuestro reino, se lee mejor de frente, pero se siente mejor de lado. Es decir, que para desentrañar su mensaje, la visión frontal es la idónea, pero para apreciar su lenguaje, lo ideal es admirarla de costado: desde ahí vemos cómo se adelanta y cómo retrocede, cómo invade el espacio urbano y se deja invadir por él mediante las líneas curvas y convexas. Sus columnas gigantes sobresalen como si fueran grandes esculturas. La piedra se mueve aunque esté quieta, y podemos detenernos en sus múltiples detalles, en sus frutos, guirnaldas e instrumentos musicales tallados en relieves de factura exquisita. Conocerlos todos es como saberse de memoria la guía de teléfonos. Yo aún no lo he conseguido.

 

La plaza de Belluga es también su cielo y su suelo, y no sé si me atrae más cuando el azul puro y la luz intensa de Murcia bañan las piedras a mediodía, o cuando, en días de lluvia, cae el gris plomizo y la Catedral se refleja en los charcos, o cuando se hace de noche y se encienden las luces. Pero sea la hora que sea, llueva o haga sol, me encanta abrir bien los ojos, el olfato y el oído. Y me encanta pasar junto a la Escuela Superior de Arte Dramático y Danza, y escuchar un piano, una guitarra española o el taconear rítmico y apasionado de decenas de pies contra un suelo de madera mientras admiro ese espacio urbano.

 

En esos instantes se respira un ambiente de cultura, de paz y de sosiego muy esperanzador, pero como estamos en Murcia, hasta en la Plaza de Belluga hay descuidos, patadas en la entrepierna del más elemental sentido estético y del respeto al patrimonio. Algunas chapas metálicas con los nombres de las calles, o el manojo de cables y las pintadas que adornan la Escuela de Arte Dramático.

 

Y en cuanto a la reforma que hizo del lugar el arquitecto Rafael Moneo a finales de los 90, me pareció acertado que se trasladaran los naranjos que había frente al Palacio Episcopal, la eliminación de los parterres y resaltar los ejes principales de la plaza con las líneas blancas del pavimento, pero no estoy seguro de si fue buena idea el cambio de ubicación de la fuente, cuyo espacio fue ocupado por un sumidero.

 

Una de las cosas que les digo a los turistas, y que además, la digo con conocimiento de causa, como historiador del arte y como un enamorado de Roma, es que la plaza del Cardenal Belluga, con todos sus edificios y en especial con la fachada de la Catedral de Murcia, podría estar perfectamente en la Ciudad Eterna y no desentonaría. Y más: sería mundialmente conocida, y estaría plasmada en millones de estampas, postales y fotografías como lo están otros rincones de la maravillosa Roma.

 

Puestos a pedir, pediría una guinda que me imagino muchas veces cuando estoy en la Plaza Belluga: que hubiera una fuente en el centro de la plaza, pero no la que había antes sino una de Bernini. Por ejemplo, imagináos que tuviéramos en el centro de nuestra plaza la Barcaza de Pietro Bernini, una de mis fuentes romanas favoritas, esa que está a los pies de la escalinata de la Piazza d'Espagna. O la fuente del Tritón de su hijo Lorenzo Bernini... Me conformaría con una réplica, o con una fuente distinta y más normalica.

 

Para acabar este extenso texto -perdón-, una última reflexión: además del barroco genial de la Plaza Belluga, hay otra cosa que me sorprende, y es que esa plaza esté en Murcia. Me sorprende que se llevara a cabo en nuestra ciudad un proyecto como el de la fachada principal de la Catedral, que, aunque reducido con respecto a los planes iniciales, no tiene nada que envidiar al mejor barroco francés o italiano. Me sorprende también que se hiciera el Palacio Episcopal, y sobre todo, que ese espacio y sus edificios hayan sobrevivido a la especulación, una práctica tan acostumbrada a vestirse en Murcia con el manto legitimador del progreso, la modernidad y el bienestar común, y tan proclive a justificarse con desdén en el poco valor material y moral de nuestras cosas. En Murcia nos hemos tragado esos argumentos muchas veces a lo largo de la historia, y hemos visto caer a golpe de pico y barreno muchos monumentos que ya no volverán. Por todo ello, me encanta caminar por la Plaza Belluga y admirarla con ojos siempre nuevos, y agradecer nuestra suerte porque al menos seguimos teniéndola.

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