De María Antonieta a Miguel Hernández: las cartas que personajes históricos escribieron a sus madres

Poco se ha explorado todavía de aquello que tiene que ver con el vínculo de una madre con sus hijos: lo pequeño, lo cotidiano, cada despertar y cada siesta y cada una de las rutinarias e infinitas tareas que implica la crianza. Comenzamos a hacerlo ahora porque muchas escritoras han dejado de creerse esa historia de que los cuidados no son un tema literario. La literatura ha abordado ampliamente la maternidad, sobre todo, desde el lugar de los hijos —desde la hijidad— y, en los últimos años, se han publicado algunos libros interesantes que han querido ahondar en esa relación de apego, muchas veces, feroz con la madre. El club de los mentirosos de Mary Karr, Apegos feroces de Vivian Gornick o La débil mental de Ariana Harwicz serían buenos ejemplos de esto. Pero en la literatura hay también mucho mito e idealización en esa relación que marcará los vínculos futuros. 

Acaba de publicarse Cartas a la madre (Ediciones B, 2022), una recopilación del escritor y editor Nicolas Bersihand (París, 1978) que pone en el centro la importancia de la madre y de su mirada en la vida y las decisiones de los hijos. El libro rescata las cartas de amor a sus madres que escribieron personajes como María Antonieta, Federico García Lorca, Mozart, Eugenia de Montijo o el Marqués de Sade.

Algo de idealización hay también en esta antología que aun siendo un valioso documento que nos pone sobre la pista de la relación que algunos de nuestros autores y autoras favoritas tuvieron con sus madres, no deja de ser una reivindicación del lugar de la madre en la sociedad que reproduce el mito y la idea de verla como una extensión de los hijos, sin una vida propia. «La madre», escribe Bersihand en una nota final, «a diferencia del padre —atacado y criticado desde casi siempre—, conserva su aura mágica, su estela perpetua y su esplendor imperecederos. Sobre todo y aún más en los países del Mediterráneo, donde la mamá es una institución omnipresente, central y crucial en la vida social; capaz, como en la ópera de Donizetti, Viva la Mamma, de exigir trabajo para su hija; de plantar cara a los nazis, según Brecht; y sobre todo capaz de dar su vida y su amor por su descendencia, lo que la sitúa en las antípodas de la sociedad de la hiperproductividad, de las relaciones fantasmagóricas y del apocalipsis en la que vivimos». 

Cabe preguntarse cuál es el aura mágica de la que habla el antólogo, porque sacrificarse y cuidar sin descanso en una sociedad que invisibiliza y menosprecia los cuidados no tiene nada de mágico. Y, aun así, hay en este volumen un centenar de cartas de hijos e hijas enviadas a sus madres o a familiares y amigos para hablar de cuánto se las extraña que merece la pena conocer y leer por ser hermosos fragmentos de vida. 

“No me lloréis”

Unos meses antes de que Miguel Hernández muriese en la prisión de Alicante, le escribió una carta a su madre, justo la noche de Reyes, el 5 de enero de 1942, donde le decía que se encontraba mejor, quizá un poco débil, pero dispuesto a ponerse bien pronto. Tenía tifus. El tifus se complicó y Hernández murió la madrugada del 28 de marzo a los 31 años en la misma enfermería en la que llevaba varios meses postrado. Esto le escribió a su madre aquella noche de Reyes: “No quiero que se te ocurra venir hasta que llegue el buen tiempo, a pesar de las ganas tan grandes que tengo de verte. Esta primavera vendrás, si no se me ocurre a mí ir antes”. Y la primavera nunca llegó para el poeta.  

Pocos saben que Emily Dickinson estuvo cuidando de su madre durante años hasta que falleció. En 1880, dos años antes de la muerte de su madre, le escribió una carta a su hermana en la que, con un humor que estaba presente en muchas de sus misivas, le confesaba que «la responsabilidad del pathos es casi mayor que la responsabilidad del cuidado. Mamá ya no volverá a caminar nunca más. Todavía hace sus pequeños viajes de la cama al sillón en brazos de un hombre fuerte; probablemente, eso será todo». Una carta donde cada línea resulta un hermoso y redondo verso: “El tiempo es escaso y está colmado, como un vestido que se ha quedado pequeño”.

Cuando Louisa May Alcott terminó de escribir Mujercitas en 1854, le escribió a su madre una carta agradeciéndole haber estado a su lado y creer en ella. Una carta que parece un fragmento mismo de la novela donde Jo le toma el pelo a Marmee hablándole como si fuera una madre que acaba de parir un libro: “Dentro de tu calcetín de Navidad he metido a mi ”primogénito“, sabiendo que lo aceptarás con todos sus defectos (ya que las abuelas siempre sois buenas y amables), y que lo verás simplemente como una señal de lo que puedo llegar a hacer”. 

Hay un par de cartas de la escritora Aurore Lucile Dupin de Dudevant, que firmaba con el seudónimo de George Sand, bastante emocionantes e inauditas por el detalle. Son cartas largas donde la autora se coloca en el lugar de la hija, pero también en el de la madre cuando cuenta cómo es la cotidianidad con sus hijos. Su madre está lejos, apenas conoce a su último hijo, Maurice, y ella le cuenta todo lo pequeño, lo que vive una madre en la intimidad con su hijo, los detalles que la literatura ha pasado por alto. Son cartas que exponen también la necesidad que tiene una madre del apoyo y la compañía de su propia madre. Estamos en París en marzo de 1824: “El mío ya no necesita que le dé el pecho, está destetado. Quizá sea un poco pronto; pero prefiere la sopa, el agua y el vino a todo lo demás, y, puesto que no quiere mamar, me ha disminuido la leche, sin que nos hayamos dado cuenta ni él ni yo. Está rollizo y fresco, con muy buen color, con una actitud y un carácter bien decididos. No tiene más que seis dientes, pero le sirven de maravilla para comer pan, huevos, tortas, carne... En fin, todo lo que puede agarrar. Muerde como un perrito las manos que le molestan [...]. Se pone muy bien en pie para caminar, pero todavía es demasiado pequeño para correr”.  

En una carta que le escribe seis años después, cuando se había mudado de París a Nohant, lugar en el que la autora pasó su infancia y adonde volvió para criar a sus hijos y escribir, lamenta que su madre prefiera la vida de París antes que su pequeña tribu: “No pienso en otra cosa que en las lecciones y sacrifico todos los placeres que tenía antaño. Es un momento en que todas mis atenciones son necesarias, en que no se puede subestimar la educación de un chico. Nunca he agradecido tanto estar obligada a vivir en el campo, donde me puedo dedicar a ello completamente. No echo de menos ninguno de los placeres de París. Cuando voy a verlos, me encantan los espectáculos y las carreras, pero por suerte también sé que no tiene sentido pensar en eso cuando no voy o no puedo ir. Pero hay algo que me cuesta más: es estar lejos de usted, a quien tan feliz me haría presentarle a mis hijos, y a quien me gustaría colmar de atenciones y felicidad. Me causa usted mucha tristeza al negarme continuamente el cumplimiento de un deber que tanto placer me daría. Apenas me atrevo a insistirle por miedo a no poder ofrecer- le los placeres que encuentra en París y de los que el campo no dispone. No obstante, tengo la seguridad interior de que, si la ternura y los cuidados bastasen para hacerle la vida agradable, le gustaría la que yo podría proporcionarle aquí”. 

Hay misivas en este volumen que son importantes, sobre todo, por lo que suponen como documento histórico, por ejemplo, la de Julia Conesa, una de las trece rosas. El 5 de agosto de 1939, el mismo día de su fusilamiento, Julia le escribió a su madre: “Madre, hermanos, con todo el cariño y entusiasmo os pido que no me lloréis nadie. Salgo sin llorar. Cuidad a mi madre. Me matan inocente, pero muero como debe morir una inocente. Madre, madrecita, me voy a reunir con mi hermana y papá al otro mundo, pero ten presente que muero por persona honrada”. La última línea que Julia Conesa escribió a su madre es poderosa y simbólica: “Que mi nombre no se borre en la historia”.