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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

El turismo: la ciudad y los derechos de ciudadanía

Pintada contra el turismo en Barcelona

Andeka Larrea

Algunos debates llegan a la esfera de la opinión pública tarde, simplificados y empaquetados en papel de regalo con eslóganes de rápida distribución, asumiendo de antemano que la ciudadanía es, en general, del gusto por el estilo tertuliano, en el que se manejan con gusto los partidos políticos tradicionales. En el caso que nos ocupa, el tímidamente inaugurado debate sobre el turismo en Euskadi, a propósito de un fenómeno que viene a servir, como es habitual, de guerra de posiciones veraniega servida en un menú que combina con la rapidez de la comida rápida platos precocinados de antemano: turismofobia y turismofilia.

En las ciudades vascas, de forma evidente en los cascos históricos de Donostia, Bilbao y, en menor medida, Gasteiz, así como en algunas localidades costeras, se están comenzando a vivir las consecuencias previstas e imprevistas de la apuesta decidida de las instituciones vascas por vender Euskadi como un territorio de oportunidad en el mercado global de los operadores turísticos. Un mercado en el que las ciudades, los espacios singulares, la llamada oferta cultural se ofrecen como un producto, si bien complejo, que busca atraer inversiones, que se traducen en el aumento de los flujos turísticos hacia el territorio ofertado. Un mecanismo, el del turismo globalizado, de sobra conocido desde hace décadas y que está en relación, en el caso del turismo de ciudades, con las reconfiguraciones geográficas del capitalismo actual y los procesos de deslocalización industrial que en Euskadi parecen repuntar de nuevo ante la inacción institucional.

Las consecuencias que se derivan del aumento en el número de visitantes, algunos de los cuales son turistas en su propia casa, son ahora un motivo lógico de preocupación. La condición-turista, si se nos permite, es causa y efecto de cambios en el paisaje de ciudades y pueblos. Para empezar, el turista es un efecto y, en gran medida, una víctima, de las estrategias comerciales de la industria turística internacional, que favorece el consumo rápido de los lugares visitados en detrimento de otras fórmulas menos rentables. El incremento de la tasa de beneficio es el dogma, no lo olvidemos, de todo negocio capitalista. Dogma que, en el caso que nos ocupa, implica un modo de consumir el territorio cuyas consecuencias sociales, culturales y medioambientales han sido objeto de análisis académicos y protestas sociales desde hace décadas. Consecuencias que olvidan a sabiendas los defensores y apologetas del turismo en Euskadi, con especial mención al Gobierno Vasco, como un nuevo maná económico del que brotará progeso y felicidad para todas, olvidando de paso que la terciarización de la economía que ello implica es una buena muestra de su sumisión a los poderes que realmente diseñan el futuro de los países en Europa.

Decíamos que el turismo es causa de fenómenos, también conocidos, que afectan a la vida cotidiana de vecinas y vecinos de, fundamentalmente, los cascos históricos de las capitales vascas. Entre estos, podemos citar los más destacados: desaparición del tejido comercial tradicional y el consecuente aumento del precio de la cesta de la compra, saturación de calles y plazas por la afluencia de miles de personas en lugares en los que la vida vecinal parece invisibilizarse, precarización de las y los trabajadores del sector, destrucción del patrimonio material e inmaterial de los centros históricos y aumento de los precios de alquiler como consecuencia de la irrupción de los pisos turísticos. Quien quiere ofrecer consuelo alude a términos comparativos con otras ciudades tradicionalmente turísticas para afirmar que “Euskadi es diferente”, dejando pasar que la escala de la comparación debería ser relativa a otras variables como dimensión de ciudad, vecinos residentes, apertura y cierre de comercios, tipología de los mismos y otras que nos permitieran, más allá de eslóganes veraniegos, conocer en profundidad estas afecciones.

La dimensión urbana y, por tanto, ciudadana del turismo es innegable, ya que aparece como un acontecimiento inseparable del modelo de ciudad y de la planificación urbanística en Euskadi, en el marco de la cual se sitúa la puesta en venta del territorio de la que hablábamos al comienzo. Algo que parecen ignorar los eslóganes simplificadores (o sus caricaturas mediáticas) de la llamada turismofobia. En la medida en que la condición turista afecta y nos afecta a todas, susceptibles de devenir turistas en nuestro territorio, la crítica del turismo exige algo más de profundidad que el rechazo sin más al turista, si no es sólo como figura abstracta que sintetiza las consecuencias negativas de las que venimos hablando hasta aquí.

Sin duda, es pertinente, necesario y agradable que se abra un debate en Euskadi en torno a las consecuencias, positivas y negativas, del turismo. Pero este debate no debería separarse de dos cuestiones que le son inherentes, pese a que no han encontrado mucho eco en las declaraciones de responsables políticos que estas últimas semanas hemos escuchado. En primer lugar, el derecho a la ciudad que corresponde a vecinas, transeúntes esporádicos, migrantes y, también, visitantes y turistas. El derecho a la ciudad implica cuatro derechos relacionados: derecho al hábitat, derecho a vivir dígnamente, derecho a la convivencia y derecho al gobierno. Cuatro condiciones para un ejercicio de la decisión en ciudades diseñadas y practicadas por todas y para todas, sin exclusiones. En segundo lugar, los derechos sociales que implica el ejercicio activo del derecho a la ciudad. Derechos sociales, por otra parte, en los que la decisión y la participación ciudadana, más allá de ejercicios cosméticos que llevan tal nombre, son condiciones imprescindibles para que la ciudad pueda ser imaginada y diseñada por sus ciudadanos, incluyendo en el diseño los modos y maneras en que el turismo pueda ser un elemento socialmente rentable, pues es la rentabilidad social la gran olvidada de las diseños urbanísticos desde arriba.

Hablaba recientemente el antropólogo Manuel Delgado de la necesidad de “salvar a nuestros turistas”, reivindicando un tiempo en que las personas viajeras que recalaban en Barcelona contribuyeron a un encuentro social y cultural con las clases populares de la ciudad. Un encuentro que a día de hoy, sometido el turista a la aceleración permanente de su visita devoradora de imágenes, lugares, calles y personas, parece tan difícil como necesario, si lo que queremos es recuperar el control de nuestros propios cuerpos y decisiones. En Euskadi aún estamos a tiempo de debatir sobre estos dos modelos de turismo para nuestras ciudades y pueblos, ahora que empezamos a conocer de las consecuencias del que impulsan Gobierno Vasco, lobbies empresariales y capitales globales. Poner la vida en el centro de la política urbanística es tanto como abrirnos a otros ritmos de vida y de trabajo, a otras relaciones con quienes desean conocernos y nos visitan, al cultivo y mantenimiento de las culturas locales y de sus expresiones y a una economía en la que lo social no sea un valor de cambio o una transacción monetarizada más.

Andeka Larrea es responsable de Cultura de Podemos

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