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5 claves para comprender la batalla por la cúpula judicial

El presidente del CGPJ, Carlos Lesmes, preside un Pleno el pasado enero.

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1.- El bloqueo institucional. La Constitución establece con claridad que el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) debe renovarse cada cinco años. Sin embargo, la actual cúpula judicial fue designada en 2013 y ya lleva caducada dos años en funciones. El principal partido de la oposición ha manifestado que no va a negociar su renovación y el cambio en este organismo requiere de una mayoría cualificada de 3/5 de ambas cámaras. Resulta imposible llevarlo a cabo sin los votos de la oposición.

¿A qué se debe este bloqueo tan manifiestamente inconstitucional? Hay que comprender la indudable importancia de las competencias del CGPJ: nombra a los magistrados de los principales tribunales, puede premiar o castigar a los jueces, interviene con sus opiniones en asuntos de enorme relevancia pública. La actual cúpula judicial fue diseñada hace siete años por el exministro Gallardón, tras una reforma legal con la que se configuró el CGPJ más partidista de nuestra historia democrática, en función de los intereses de su propia formación. En consecuencia, se nombró como presidente del organismo a Carlos Lesmes, ex alto cargo en los gobiernos de Aznar. También buena parte de los vocales nombrados estaban en sintonía con esos intereses. El bloqueo permite que ese control partidista se prolongue durante más tiempo del previsto constitucionalmente.

2.- El aprovechamiento de una cúpula judicial en funciones. El resultado se concreta en el mantenimiento de un CGPJ que no debía estar adoptando decisiones desde hace dos años. Pero continúa actuando igual que a lo largo de todo su mandato. Realiza a menudo nombramientos de altos cargos judiciales con un marcado sesgo partidista y no en función de un sistema de méritos objetivables, como han denunciado diversas entidades. Y se posiciona constantemente en público contra este gobierno, en contraste con la benevolente actitud que mantuvo con el anterior.

Los cuestionables afanes partidistas para perpetuar esta situación no pueden colisionar frontalmente con el imperativo constitucional de renovación cada cinco años. El pretexto del principal partido de la oposición es que no negocia para la renovación por discrepancias ideológicas con el Gobierno. Pero, además de la falta de respeto de ese argumento hacia el pluralismo democrático, resulta lógico que concurran siempre esas discrepancias. Y por esa regla de tres nunca se renovaría el organismo. La situación de bloqueo de la cúpula judicial es constitucionalmente insostenible.

3.- La reforma propuesta por los partidos del Gobierno. La proposición de ley que se ha presentado plantea superar el bloqueo con una enmienda sobre las mayorías para la elección. Supondría eliminar en la práctica la mayoría cualificada de 3/5 para la elección de los vocales judiciales en ambas cámaras, para sustituirla por la mayoría absoluta, con lo cual resultaría innecesario el apoyo de la oposición. No obstante, esa modificación legal acentuaría el control partidista de la cúpula judicial, que es uno de los problemas esenciales que presenta nuestro sistema de separación de poderes, ya bastante desprestigiado durante las últimas décadas por el reparto de cuotas entre los principales partidos. Desde la perspectiva de las injerencias partidistas, llegaríamos a una variante empeorada del sistema de Gallardón. Hoy puede beneficiar al PSOE y a UP, pero mañana sin duda favorecería al PP y a Vox. Y, en todos los casos, perjudicaría seriamente a la credibilidad de nuestro sistema judicial.

Resulta comprensible que desde el Gobierno se exploren alternativas a esta situación de bloqueo. El actual CGPJ no puede mantenerse ahí a perpetuidad. Pero el remedio puede acabar siendo peor que la enfermedad. Sería suficiente con una adecuada regulación de la cúpula judicial cuando está en funciones, para restringir al máximo sus atribuciones (en especial, los nombramientos de magistrados en altos tribunales). Así se eliminaría el principal incentivo para beneficiarse de bloqueos oportunistas. En cambio, reforzar el control partidista sobre la justicia supondría un paso más en la degradación institucional del CGPJ.

4.- La cúpula judicial española como anomalía en Europa. En un artículo anterior expliqué que nuestro sistema de gobierno de la judicatura (por reparto entre los principales partidos) no tenía equivalentes en los países de nuestro entorno. Las concepciones europeas se inspiran con razón en la idea de que la separación de poderes ha de llevar a la existencia de frenos, contrapesos y espacios de vigilancia institucional. Con esos equilibrios se pretende evitar los abusos de poder que pueden ocasionarse si la judicatura queda supeditada al poder político.

La Carta Europea sobre el Estatuto del Juez, aprobada por el Consejo de Europa, indica que los consejos de la judicatura son organismos independientes de los poderes ejecutivo y legislativo, integrados al menos en la mitad de sus miembros por “jueces elegidos por sus pares” (y no por el Parlamento, que designa a los miembros restantes). Se trata de un sistema mixto en la elección, entre judicatura y Parlamento, con el que se apuesta por una vigilancia mutua. Evita que el poder político ocupe espacios de influencia demasiado extensos, pero esa dualidad también permite evitar los riesgos de un posible corporativismo judicial, ante la presencia de miembros designados parlamentariamente. Así es como funcionan los equilibrios institucionales. Y por eso la existencia en España de una cúpula judicial colonizada al completo por los partidos políticos ha provocado constantes reproches del Consejo de Europa.

5.- La actitud exigente de la ciudadanía como única posibilidad de cambio. El sistema de configuración de la cúpula judicial con intervención de los partidos se ha deteriorado tanto que no resulta sencillo evolucionar hacia los estándares europeos. Las dinámicas de poder provocan que las fuerzas políticas intenten copar a toda costa los espacios de mayor influencia institucional. Por ejemplo, en las elecciones de 2011 el partido de Mariano Rajoy prometió en su programa promover la reforma del sistema de elección del CGPJ, para que “doce de sus veinte miembros sean elegidos de entre y por jueces y magistrados de todas las categorías”. Sin embargo, tras obtener la mayoría absoluta, el exministro Gallardón decidió hacer exactamente lo contrario, con pleno apoyo de su formación, y optó por incrementar el control partidista de la cúpula judicial. Por ello, causa hilaridad que los ámbitos políticos que han patrocinado esta instrumentalización del CGPJ (o no la han cuestionado) ahora se rasguen las vestiduras y se escandalicen sin rubor ante las tentativas de control de sus adversarios.

Las mismas contradicciones podemos constatar entre los dirigentes de los partidos de izquierda. Pero esta lamentable situación también se explica ante una ciudadanía que ha sido poco exigente con las maniobras de control del sistema judicial. La tónica general ha sido que las injerencias son positivas si las perpetra el partido al que se respalda (siempre habrá alguna justificación comprensiva), pero negativas si las lleva a cabo la formación contraria. Es lo más opuesto al valor general del concepto de justicia. Por otro lado, los jueces no hemos sabido explicar la relevancia de estas cuestiones a la sociedad, ni tampoco buscar complicidades o apoyos en ella. Al contrario, siempre hemos sido percibidos como muy gremialistas y demasiado distanciados de la ciudadanía. El fracaso institucional se ha construido colectivamente.

Las mejoras estructurales que nos acerquen a las prácticas europeas no vendrán voluntariamente de los partidos, al estar demasiado implicados en las referidas dinámicas de poder. Solo se producirán a través de la presión ciudadana, si las bases de las formaciones de izquierda y de derecha presionan lo suficiente a los suyos, en lugar de aplaudir acríticamente las estrategias tóxicas contra la separación de poderes. Sin duda, resulta difícil que se produzca de verdad esa presión ciudadana. En ese caso, seguiremos como estamos. O incluso peor.

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