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¿Acaso está prohibido pintar una sandía?

Pintura del artista palestino Khaled Hourani.

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Hace unos días, el Knesset israelí aprobó en primera instancia un proyecto de ley que prohibiría el uso de la bandera palestina en reuniones de tres o más personas.

Debemos mencionar que la prohibición del uso de la bandera no es algo nuevo. En la práctica, el Estado ocupante lo ha hecho desde su creación.

Un comediante palestino, ciudadano de Israel, Nidal Badarny, cuenta que en los años 80, siendo un niño, su madre, Salima, le confeccionó una blusa de lana con el diseño y los colores de la bandera palestina. Un día, las fuerzas israelíes irrumpieron en la casa buscando banderas y casetes de canciones patrióticas. Él llevaba puesta –precisamente- esa ropa. Su hermano Hamoudi vio entonces a la policía israelí subiendo las escaleras y tiró de un hilo de la lana de la blusa para que esta se deshiciera, tal como ocurrió, por lo que la policía encontró en el suelo no una blusa, sino un montón de lana con los colores propios que forman la bandera palestina.

Las redes sociales están llenas de vídeos donde las fuerzas de ocupación agreden brutalmente y arrestan a manifestantes palestinos pacíficos solo por el hecho de llevar su bandera nacional. Pero lo nuevo es que esta práctica es creciente y se encuentra más consolidada, legalizada e institucionalizada. Este proyecto de ley contempla incluso la pena de un año de prisión por este “delito”, adjetivación propia de un gobierno al que se califica como el más extremista de la historia de ese Estado de ocupación. 

El sionismo ve la bandera palestina, como cualquier otro símbolo nacional, identitario y de soberanía, en sí mismo como el opuesto de su proyecto colonial reemplazante.

La aprobación del nefasto proyecto ocurre en el contexto de una aceleración sin precedente en el ahondamiento del sistema político israelí en sus prácticas fascistas cuando se trata de sostener la ocupación del territorio del Estado de Palestina ocupado y perpetuarla y consolidar aún mas el apartheid que vive el palestino, esté donde esté a lo largo y ancho de toda la geografía de la Palestina histórica. 

Se entiende, en este contexto y como una interpretación práctica, la declaración que hace menos de dos meses pronunció uno de los miembros estrella del gabinete israelí, el ministro de Hacienda Bezalel Smotrich, quien negó la existencia del pueblo palestino: “No hay tal cosa, ellos simplemente no existen”, repitiendo el mantra que iniciaran Ben Gurion, Golda Meir y otros, en adhesión a la política de cancelación e invisibilización de la identidad nacional del pueblo originario que allí habita; el palestino. 

Pero este negacionismo tampoco es algo nuevo. En el mito sionista: “Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”, el colonizador armó esta frase bien construida, esculpida retóricamente, y la empleó a gran escala en su discurso, con el solo objeto de ninguneary menoscabar la presencia del otro, el colonizado, aquel al que nunca vio como un igual, el palestino, para intentar justificar la implementación de su proyecto colonial de asentamiento en ese territorio que les era ajeno y así intentar liberarse del pesado sentimiento de culpa y escapar de la rendición de cuentas. 

“No existían los palestinos”, dijo Golda Meir, la cuarta primera ministra de Israel, en junio de 1969 en los periódicos The Sunday Times y The Washington Post. 

“No era como si hubiera un pueblo palestino en Palestina considerándose a sí mismo como un pueblo palestino y vinimos y los echamos y les quitamos su país. No existían”, agregó Meir.

Las directrices del negacionismo israelí consisten en dos líneas de trabajo: apropiarse del símbolo y/o borrarlo.

Así, y ante la necesidad de crear una identidad propia que sea legada a una tierra que está por ser colonizada, y necesaria para su relato imaginario, los sionistas han avanzado sin pudor alguno en la apropiación de símbolos tradicionales de la cultura palestina tal como lo han hecho con el falafel, esa deliciosa croqueta de garbanzos o habas o una mezcla de ambas, que no han prohibido como pretenden hacer con la bandera, sino que han optado por exhibirla como propia de tal forma que se muestra en festivales gastronómicos como un alimento de origen israelí. En lo personal, como refugiado, creo que nada me ha hecho sentir tan desposeído como cuando vi al primer ministro israelí, Netanyahu, entregando regalitos a sus visitantes consistentes en una bolsita de Za´atar (hierba aromática que crece en Palestina y el levante, parte insustituible del desayuno palestino) como “herencia” israelí.

En diciembre 2021 Israel organizó una actividad para las participantes de Miss Universo donde con tal ocasión lucían Thob (vestidos con bordados palestinos tradicionales que datan de nuestros ancestros cananeos) y enrollaron hojas de vid (comida palestina), todo bajo el lema “vida beduina de Israel”. Unos días más tarde de esta usurpación cultural, por una petición anterior del Estado de Palestina, el “arte del bordado palestino” fue declarado e inscripto en la Lista Representativa de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad de la Unesco.

La prohibición de los símbolos patrios ocurrió en muchos lugares en la historia moderna dondequiera que hubo o haya colonización. Sin ir muy lejos en el tiempo, en abril de 2019 ocho argentinos fueron arrestados en Islas Malvinas por llevar banderas argentinas y cantar el himno nacional. “Si quiere llevar alguna bandera se deberá sostener la misma hasta una altura máxima de la cintura”, dicta una disposición del instructivo inglés.

Incluso los israelíes a menudo nos llaman “árabes”, para evitar decir “palestino”, más allá de nuestro legítimo orgullo de ser parte de todo lo árabe. De hecho, en la legislación israelí, a la población palestina que vive en Israel y que conforman el 20% del total de los habitantes de ese país, se les menciona precisamente como “los árabes de Israel”. Cuando Mahmud Darwish gritó: “¡Escribe que soy árabe!” en su famoso poema 'Carné de Identidad', fue debido a una ocasión en la que Darwish quiso hacer un trámite en el registro civil y al funcionario sionista le molestaba la presencia del palestino.

Cuando Arthur James Balfour, el ministro de exteriores británico, en noviembre 1917 prometió “el establecimiento en Palestina de un ”hogar nacional para el pueblo judío“, nos describió en su carta (Declaración Balfour) como ”comunidades no judías“, evitando usar la denominación de ”pueblo palestino“, cuando la población ”no judía“ (musulmanes y cristianos entre otros) era la abrumadora mayoría, y la minoría judía era también palestina. 

Los colonizadores habitualmente son afines a tales pensamientos negacionistas.

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von Der Leyen no quiso ausentarse de la participación de la orquesta negacionista israelí, cuando en un vídeo brilló su cara felicitando al Estado de Israel por sus “75 años de democracia vibrante” que hizo “florecer el desierto”, soslayando de manera artera que fue también el aniversario de la Nakba (catástrofe, en árabe) y el éxodo forzoso de más de 800 mil palestinos en un horrendo proceso de limpieza étnica. Describe como un “desiertoa la Palestina próspera, a la que sus puertos no daban abasto para llevar adelante la exportación de los cítricos, especialmente de la ciudad de Yafa. Entre otros muchos productos, exportábamos jabón fabricado con aceite de oliva. Y los teatros, cines, y bibliotecas de Haifa se llenaban de mujeres y hombres amantes de la vida, las artes y la literatura, y miraban su futuro desde el más alto sentido de la esperanza. 

Amer Zaher, el comediante palestino estadounidense, describiendo la apropiación del país entero sostiene: “La tomaron amueblada”.

Los símbolos como la bandera, el Kufieh (pañuelo), el falafel, el humus, el bordado, y el Dabke (baile folclórico palestino) entre muchos otros más, perseguirán al colonizador en sus pesadillas hasta que este reconozca la injusticia histórica infligida y restituya sus derechos nacionales al colonizado y, en especial, el derecho a la autodeterminación como un punto de partida para el comienzo del proceso de reparación de los daños causados a todos los niveles por su dominio. Sumado a esto, también se debe reconocer el derecho legítimo, inalienable e irrenunciable de los refugiados a retornar a sus hogares en conformidad con la Resolución 194 de la AGNU. 

Mientras tanto, la pregunta sería: ¿Qué inventamos en lugar de las llaves, nuestro símbolo del retorno, en el caso de que Israel prohíba su utilización?

La prohibición de la bandera palestina también coincidió cronológicamente con la llamada “Marcha de las Banderas”, que las fuerzas de ocupación permitieron y patrocinaron, casi como si se tratara de un homenaje al fanatismo nacionalista de una parte importante de la población israelí. En esta, los colonos llevaron la bandera israelí pisoteando y humillando a los barrios y callejones de Jerusalén oriental ocupada, nuestra capital, provocando y gritando “muerte a los árabes” en un intento supremacista para borrar nuestra identidad nacional, como si ella dependiera de los insultos fascistas para dejar de existir. 

El pueblo palestino está repleto de símbolos, y el simbolismo no es una batalla cultural solamente, sino que se eleva hasta la fundamentación de su existencia mismo. El símbolo es la credibilidad y coherencia de la narrativa; es su nexo con el lugar inherente a su palestinidad plena. La foto del billete de la libra palestina la tenemos colgada en nuestros salones en nuestras casas. No hay ninguna casa palestina que no tenga alguna figura de la Cúpula de Roca de la mezquita de Al-Aqsa o la iglesia de la Natividad o del Santo Sepulcro. Más allá de lo religioso, el símbolo en este caso es inseparable de la identidad colectiva de un pueblo. A tal punto que estamos condenados a ser los guardianes de nuestra Za´atar.

Unos años antes de la primera Intifada de 1987, las fuerzas de la ocupación israelí, después de confiscar las obras en la “Galeria 79” de Ramallah, detuvieron a tres destacados artistas palestinos: Silman Mansour, Nabil Anani y Isam Badr. Los notificaron la prohibición de utilizar los colores rojo, verde, blanco y negro que forman la bandera palestina. Isam Badrpreguntó: “¿Acaso está prohibido pintar una sandía?”. El oficial israelí le contestó: “Sí, ni la sandía”. 

Este proyecto de ley, y cualquier otro intento israelí, fracasará por el simple hecho de que a este pueblo palestino, al que le niegan su existencia de hecho y de derecho, es milenario y está profundamente arraigado a su tierra, a su propia patria, aferrado a su historia, a su cultura y a su identidad, simbolizada y representada en esa bandera nacional que levantan con orgullo en medio de la lucha de resistencia para lograr su liberación, ejercer sus plenos derechos y ganar la libertad e independencia tan postergada y anhelada. 

Si es la bandera nacional, será una victoria, pero si es una rodaja de sandía pintada sobre una tela, al igual que hizo el artista palestino Khaled Hourani, también representará orgullosa la voluntad de todo un pueblo para hacer valer su decisión de sostener la lucha hasta su libertad.

Rashid Issa en un artículo en Almodon cita al difunto pensador egipcio Abdel Wahab El-Messiri en su libro “Lenguaje y Metáfora” (2002) por lo que vio durante la primera Intifada: “Cuando pasaban las fuerzas de la ocupación israelí, los palestinos partían una sandía en dos trozos, levantaban uno. Quizás el proceso de cortar la sandía en sí mismo le recuerda al colonizador israelí cosas odiosas (…) Es un arma que el enemigo no puede confiscar, y si lo hiciera, se convertiría en el hazmerreír del mundo. Es un arma económica. Así que puedes comerlo después de luchar con él”.

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