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Crisis institucional y disputa por el Estado

Tribunal Constitucional

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Este jueves España vivió momentos muy intensos de crisis institucional, cuando el Tribunal Constitucional valoró si prohibir al Congreso de los Diputados celebrar un debate y votar un conjunto de normas. Es decir, cumplir con la función para la que nos han votado. El Tribunal Constitucional, con más de un tercio de sus miembros con el mandato caducado, incluyendo a su presidente, y jaleado por Feijoo, recibió un recurso del PP para paralizar la votación en la que, entre otras cosas, se desbloqueaba su propia renovación. La argumentación de que se recurría un aspecto formal no conseguía disimular la anomalía de la reunión exprés del pleno de un órgano que puede tardar hasta una década en resolver sobre otros asuntos, ni la excepcionalidad de un control ex ante de una iniciativa parlamentaria, cuando lo que le corresponde es revisar su constitucionalidad después. Todo eso le confería un carácter claramente partisano a su maniobra acelerada. Finalmente el Tribunal Constitucional postergó su decisión hasta este lunes. No sabemos qué decisión tomará finalmente, si prevalecerá la sensatez o dará un paso que modificaría para siempre nuestro sistema político. Pero sí podemos avanzar ya una lectura del significado de esta crisis institucional, lo que supone y el escenario al que nos aboca.

El Estado, cualquier Estado, es un campo de relaciones sociales, códigos, creencias compartidas, hábitos y equilibrios de fuerza que necesita presentarse como inmutable pero que vive siempre en su interior intensas disputas entre grupos y proyectos. Una parte de esta disputa se da con los votos. La mayoría de posiciones a conquistar, sin embargo, no proceden de la voluntad popular. Esta es una pugna cotidiana y “normal” en la medida en que se da por canales preestablecidos y aceptando ciertas normas que delimitan el conflicto: qué es permisible y qué no, hasta dónde se puede llegar, cuál es el perímetro de lo discutible y, por fuera, cuáles son las cuestiones implanteables. Un régimen político se define, además de los procedimientos y normas escritas, por los consensos que cimientan un amplio bloque histórico que produce estabilidad porque conduce el país en una dirección determinada, acotando la disputa política a cuestiones “menores” mientras que las fundamentales están sólidamente blindadas por su “despolitización”: de ellas no se discute porque son “evidentes”, de “sentido común” y por tanto fuera de la discusión habitual. Cada vez que algún actor político pide que alguna cuestión “no se politice” está pidiendo, en realidad, que se deje como está, que se respeten las jerarquías “naturales”.

El régimen de 1978 ha producido en España 40 largos años de estabilidad política merced a cuatro grandes acuerdos sociales. El primero es la creencia intergeneracional de que cada generación vivirá un poco mejor que la anterior, y que por tanto los sacrificios y renuncias presentes merecen la pena por el bienestar de los hijos y nietos. Esta idea, que era fuente de paz social y de integración subordinada de las clases subalternas, se quebró radicalmente con la crisis de 2008 y su gestión injusta, y no se ha vuelto a recuperar. Tanto es así que es la propia idea de futuro la que está en duda. El segundo es el del encaje territorial mediante el estado de las autonomías y su gestión de la plurinacionalidad. La sentencia del Tribunal Constitucional (de nuevo con parte de sus miembros con el mandato caducado) contra el Estatut de Catalunya rompió un sistema de equilibrios sin sustituirlo por nada más que la amenaza penal y parece evidente que eso no basta para canalizar las diferentes voluntades nacionales que cohabitan en España. El vaciamiento de la calle no equivale en modo alguno a haber encontrado una articulación alternativa. La tercera creencia compartida es que los sectores dirigentes contribuían a la prosperidad general, aunque fuese gozando ellos de las mejores recompensas. Hoy la crisis de credibilidad de las élites hace a las mayorías dudar de que esto sea así, aunque ya en ausencia de proyectos alternativos con capacidad de mayorías acepten la situación con mayor o menor cinismo. La crisis de estos grandes acuerdos que se hizo evidente en el 15M finalmente no condujo a un proceso de cambio político. Pero el desgaste de estos acuerdos articuladores de país y de las instituciones que en ellos descansan no ha sido sustituida por ningún otro proyecto aún. Eso es lo que explica la sensación generalizada de choque de placas tectónicas, de volatilidad y de imprevisibilidad.

La cuarta creencia compartida es hoy la que más se ha tensado y cuya ruptura se ha hecho más evidente: la de la fuente de legitimidad democrática. Hasta ahora venían siendo dos: el “consenso”, entendido como acuerdos entre el PSOE y el PP, y el voto popular. Esto se ha venido erosionando hasta llegar al momento actual de aguda tensión y guerra de posiciones en el Estado. Es imprescindible señalar que la derecha española tiene una concepción patrimonial del poder y del Estado por la cual o le pertenecen o no son legítimos. Esto sucede porque su posición de mando en el conjunto de las instituciones del Estado y la sociedad civil no está sometido al voto y además no procede de la preferencia popular sino del poder militar fundante de los privilegios oligárquicos y de los mecanismos de reproducción de clase. En ese sentido, la cohabitación en el Estado con la izquierda sistémica que podía ganar elecciones se ha dado siempre como la cohabitación entre dos compañeros de piso, los padres de uno de los cuales son propietarios de la vivienda. La izquierda ha podido gobernar y hacer importantes reformas siempre que asumiese y negociase dentro de los límites de su condición de inquilinos en el Estado. Este esquema se ha visto en una cruda desnudez en el conflicto político catalán. Sectores fundamentales del poder del Estado asumieron en ese contexto que había bienes superiores a proteger incluso de la soberanía popular. Que la nación tenía una legitimidad predemocrática que debía ser defendida. Y pusieron en marcha un conjunto de herramientas políticas y jurídicas que convirtieron Catalunya y la intervención del Parlament en un laboratorio de lo que estos días hemos visto planear sobre el Congreso. Los mecanismos de excepción siempre se diseñan para usarse sobre minorías pero es habitual que después se queden y se acaben generalizando.

Estos sectores conservadores, hoy en minoría en el Congreso pero en amplia mayoría en el Estado, decidieron que no iban a renunciar a su poder de veto. El Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional tienen mayorías extemporáneas, que no obedecen a la voluntad actual de los españoles, pero han incumplido la ley negándose a renovarse. Es el equivalente a que un tercio de los diputados se negasen a dejar su escaño tras las próximas elecciones y siguiesen votando y legislando. En esa maniobra han sido jaleados por una derecha social, mediática y política que considera que las normas son correctas cuando el PP tiene la mayoría pero que no deben cumplirse cuando la pierde… porque hay que preservar un papel de veto y tutela sobre el Estado. Un poder que se dispone a revisar una buena parte de las normas aprobadas en esta legislatura: eutanasia, aborto, impuesto a los beneficios extraordinarios de bancos y eléctricas o reforma de la sedición. Una llave de última instancia frente a una mayoría parlamentaria progresista considerada ilegítima.

Como en todos los momentos de condensación política, de intensificación de la disputa, los contenidos particulares han pasado a segundo plano y la verdad del momento es el choque entre dos bloques. De resolverse a favor del bloque opositor, no sólo saldrá el gobierno desgastado y las reformas sociales comprometidas. Se habrá dado un paso más en estrechar el terreno de lo democráticamente posible, de los límites y poderes tutelares por encima de la soberanía popular. De resolverse a favor del Gobierno, la crisis sólo encontrará un final si la mayoría progresista se amplía, da motivos y razones a la mayoría subalterna que no cuenta con apellidos ni herencias sino con su voto, y consigue desgajar a sectores conservadores o liberales que no apoyen la deriva de involución democrática de los poderes no electos. El único horizonte de estabilización es el de una reforma democratizante del Estado y de la sociedad civil, que reduzca el poder de veto de las minorías privilegiadas, redistribuya el poder social y económico y funde un nuevo contrato social más justo para las generaciones venideras. Pero una obra de esta magnitud es muy difícil de imaginar siendo simplemente “desde arriba”. Requeriría también de una activación popular, de una reconstrucción del tejido asociativo y los vínculos comunitarios y un reverdecimiento intelectual, moral y cultural de las ideas emancipadoras. No se trata en cualquier caso de carriles independientes sino conectados, y los avances en uno pueden ayudar a los avances en el otro. Lo que no sucederá es lo contrario: de los retrocesos, de cualquier retroceso, no saldrá ninguna reacción positiva.

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