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Herejía y colonialismo: de tetas y sexo no reproductivo

Chanel, ganadora del Benidorm Fest.

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En el Estado español hay dos debates actuales cuya conexión no debe pasar desapercibida: de un lado, por fin se discute a nivel institucional la necesidad de reparar la memoria de las mujeres acusadas de brujería y la revisión de los procesos inquisitoriales que ampararon el genocidio sexualizado que se ha ocultado históricamente tras el eufemismo caza de brujas. Del otro, las hogueras llevan días ardiendo contra la artista catalana de origen cubano Chanel, quien representará a España en el festival Eurovisión.

Acepté, sin inocencia ni ignorancia, la invitación de elDiario.es para hablar sobre esto último sabiendo que la siguiente hoguera puede ser la mía. Es así como vivimos las mujeres racializadas en España, entre la certeza de ser deliberadamente ignoradas y la de ser estigmatizadas por una sociedad que elimina todo lo que no le parece suficientemente puro. El feminismo español es un triste referente de esta polarización. Y es que aunque se ha empeñado en gritar “somos las nietas de las brujas que no pudisteis quemar”, la realidad es más bien como dice Castells: “Estadísticamente, somos las nietas de aquellos que señalaron a sus vecinas como brujas, que extendieron falsos rumores, que testificaron en sus juicios y que, finalmente, asistieron a sus ejecuciones entre aplausos”.

La caza de brujas estuvo marcada, según Boswell y Federici, por la persecución de los crímenes reproductivos, especialmente la sodomía, el infanticidio y el aborto. Cualquier forma de sexo no reproductivo fue atacada. La lujuria se configuró como crimen central en los nuevos pecados de lesa majestad divina y en la imaginación popular la figura de la bruja quedó grabada, a fuego, como la de una mujer sexualmente insaciable que se alimentaba de carne infantil. 

El destino de las señaladas como brujas en Europa así como el de la población indígena y negra en las colonias estuvo conectado hasta el punto de que sus influencias fueron recíprocas. La caza de brujas se llevó a ultramar para quebrar la resistencia de las poblaciones locales y las técnicas del exterminio masivo indígena se replicaron en Europa no solo contra las mujeres sino contra la población judía, gitana y morisca.

La pureza y el estigma

Las mujeres racializadas llevamos días asistiendo horrorizadas al escarnio público de quienes sostienen que Chanel no es suficientemente pura como para ser representante de España en Eurovisión, un nombre que ya es aviso. “Chanel, establecida en Cataluña”, titulan periódicos para los que las personas de otros orígenes nacionales se establecen, pero jamás llegan a ser de ahí. Son eternos seres fronterizos. Y es que Chanel es mujer de más fronteras difusas: canta en un inglés que no es inglés y en un español impuro, manchado. Y la acuerpamos, sin que ella lo pida, desde un feminismo bastardo, nacido en los márgenes, ni entendido ni querido por el feminismo hegemónico. Quienes buscan pureza euroblanca definitivamente no la van a encontrar en ese cuerpo mestizo que de puro contonearse se escapa del molde.

“Tiempo de feminismos”, decían sobre el camino a Eurovisión. En plural sí, pero uno tan estrecho que las racializadas no caben

Pluriculturalidad, gritaban, pero con límites ibéricos. Diversidad lingüística también, pero jamás esas medias lenguas y esa corrupción del español. Ya se sabe que el spanglish de Gloria Anzaldúa y del feminismo chicano son solo para el día que toca primero de interseccionalidad. Porque qué más da que el Plan Marshall siga vigente y que Harvard o cualquier universidad de la Ivy League sean el sueño dorado de tantas que también chapurrean spanglish —tanto que no distinguen entre daddy y sugar daddy—, o que ser corresponsal de un periódico gringo sea la máxima aspiración para un CV cualquiera. Qué más da, siempre que no les pongan la palabra Miami en una canción porque mancilla la identidad española, conservada intacta, como también se sabe, al menos desde la vida en la cueva de Altamira.

“Tiempo de feminismos”, decían sobre el camino a Eurovisión. En plural sí, pero uno tan estrecho que las racializadas no caben. Desde los periódicos supuestamente más progresistas algunos “deconstruidos” reclamaban lo que siempre han querido, un “feminismo cálido y tierno” y otros hasta aseguraban que ellos (en masculino intencional) podrían “haber parado Europa enseñando una teta”.

A unas y otros: ¿Tan insoportable se les hace que las mujeres racializadas han tomado la palabra en primera persona, re-escribiendo la historia, su historia, y proponiendo su propia auto-representación?

La violencia nunca opera solo en el campo de lo material, necesita expansión simbólica. Para lograrlo, en la historia colonial fue imprescindible la iconografía: las características definitivas de lo diabólico eran el deseo y una potencia sexual consideradas anormales. Barker dijo: “Ningún aspecto de la imagen desfavorable del negro construida por los propietarios de esclavos tenía raíces más amplias o profundas que la acusación de apetito sexual insaciable.” Y volviendo a Federici: “El Diablo con frecuencia era retratado con dos penes, mientras que las historias sobre prácticas sexuales brutales y la afición desmedida por la música y la danza se convirtieron en los ingredientes básicos de los informes de los misioneros y de los viajeros al «Nuevo Mundo».” Las manifestaciones sexuales se constituyeron desde entonces en marcas de bestialidad e irracionalidad necesarias para la zoologización definitiva que eliminó para las personas racializadas la consideración de humanidad. 

Es común que cuando se habla del genocidio de las mujeres acusadas de brujería se acuda al argumento confortable de que fue fruto de la ignorancia medieval. Pero la evidencia confirma que contó con la venia de los intelectuales de mayor prestigio de la época, entre ellos Bacon, Hobbes o Jean Bodin, quien predicaba: “Debemos diseminar el terror entre algunas castigando a muchas”. Y así se hizo y se continúa haciendo. 

Esa estudiada y diseñada expresividad que tienen el castigo público y la estigmatización son el precio a pagar por ejercer la autorrepresentación. Y el estigma, como he dicho muchas veces, es la herramienta más útil del exterminio —material y simbólico—, ya que facilita la ubicación de determinados colectivos en un estatus jurídico-político fuera de la protección del grupo e incluso del Estado (pásense si no por los perfiles de representantes institucionales para comprobarlo). Cuando determinadas mujeres, son degradadas a la condición de “población objetivo” su vida no cuenta como vida.

Feminismo antimaternal, tetas y más 

El feminismo crítico se posicionó siempre en favor de escrutar la maternidad. Pero esta se desvela una y otra vez como un lugar intocable, donde se llega al límite de estigmatizar como feminista antimaternal instantáneamente a quien mínimamente la juzgue. ¿Realmente hay que explicar la brutal desproporción que hay entre que a algunas racializadas no nos seduzca una canción como Ay Mamá y ser enemigas de la maternidad?

Desconfiamos de la exaltación de la figura de la madre porque venimos, muchas escapando, de países de arraigada cultura mariana que son a la vez capitales internacionales del feminicidio. Y no nos conformamos con la teta nutricia que el cristianismo le permite enseñar hasta a la Virgen quizá porque crecimos en zonas rurales, entre tetas negras y marrones al descubierto en los ríos, en los baños colectivos y la pesca, o en la lactancia comunitaria de la hermandad de la leche. Venimos de esas “otras” tetas que siglos de racismo cristiano no ha conseguido desaparecer, pero cuya insumisión no es espejo ni es ideal europeo porque se siguen viendo de la misma forma que las vio siempre National Geographic, Benetton, la antropología colonial o cualquier postal de turismo. 

Cuestionar la maternidad tampoco nos ha impedido a muchas trabajar y también llorar junto a mujeres sobrevivientes de los genocidios heredados de la colonización, quienes todavía se sienten culpables porque, fruto del trauma y de la desnutrición de la guerra, sus cuerpos no produjeron leche para alimentar a sus bebés nacidos en la montaña mientras ellas intentaban escapar de los ejércitos. Algunas ni siquiera saben a qué lugar de esas cumbres llenas de diminutas tumbas pueden llevar sus flores, algunas todavía ven su pecho con dolor y cargan con el estigma de que no alimentó la vida.

Muchas de nosotras reivindicamos no una teta sino el cuerpo entero para el placer y más allá de la maternidad, eso que ustedes califican como hipersexualización

Muchas de nosotras reivindicamos no una teta sino el cuerpo entero para el placer y más allá de la maternidad, eso que ustedes califican como hipersexualización, y lo hacemos con la misma determinación con que combatimos la Ley Mordaza que ha servido en España para criminalizar el pecho desnudo de las mujeres que protestan. Y lo hacemos aquí, en el país del que nunca somos, ese mismo en el que, cuando los derechos reproductivos se han visto amenazados, Gallardones varios nos han tenido enfrente. El mismo en que cuando se exige el final de la violencia obstétrica, permisos maternales remunerados, cobertura de la reproducción asistida y un interminable etcétera, nosotras estamos ahí. Aquí. De cientos de formas distintas. 

Llamarnos feministas antimaternales por ser partidarias de un feminismo que se haga cargo de celebrar el cuerpo de las mujeres desde otros lugares, lejos del eurocentrismo judeo-cristiano, es un ataque gratuito. Uno más.

Mientras una parte del feminismo español pide, entre gritos racistas, un himno para sus tetas, la agenda de las mujeres racializadas exige, como señala una embarazadísima Daniela Ortiz, que no se separe injustamente a las madres migrantes y refugiadas de sus criaturas. Que se reconozca que el pasado esclavista de Europa aún tiene repercusiones gravísimas sobre las lactancias y maternidades negras, como nos ha enseñado Desirée Bela-Lobedde a través de la Semana Mundial de la Lactancia Negra. Que sus victorias de representación no sean a costa de mujeres racializadas convertidas en víctimas sacrificiales o en el siempre buscado enemigo. 

Feminismo de sábado por la noche

La mirada eurocentrada sobre los cuerpos racializados deviene siempre caleidoscópica. Impone el contraste blanco-negro hasta obtener un escenario deforme, casi irreal, pero que posibilita el camuflaje. Así, algunos días, hasta las más occidentales sucumben a la alegría del cuerpo, a los ritmos latinos, a una modalidad de sexo por representado no reproductivo que encarna y hasta contagia el deseo como arma y como venganza frente al dolor histórico del látigo y de la laceración del disciplinamiento y de la violación colonial. Se empoderan y gritan que el placer es nuestro y que si no pueden bailar esta no es su revolución. Perrean contra el patriarcado hasta abajo y ahí, por unas horas, el feminismo de sábado por la noche nos iguala. Cosa bien distinta es querer llegar hermanas al lunes. O peor aun, tener la osadía de arrebatarles (ya se sabe que siempre es suyo) cualquier espacio. Ya ni piensen en Eurovisión, vean su barrio, sus colectivos, vean —sobre todo— a las instituciones. 

En el modelo de la plantación colonial y de la casa del amo, según Agamben, la condición de esclavitud es “el resultado de una triple pérdida: pérdida de un «hogar», pérdida de los derechos sobre su cuerpo y pérdida de su estatus político. Esta triple pérdida equivale a una dominación absoluta, a una alienación desde el nacimiento y a una muerte social (que es una expulsión fuera de la humanidad)”. En el universo de las vidas diaspóricas este esquema se repite, con gradaciones, incluyendo la pérdida de la posibilidad de autorrepresentación, esa que cuando alguien se atreve a recuperar despierta sofisticados mecanismos de represión, incluidos los que reviven a la vieja comedora de niños, que suelen culminar con la muerte social de quien grita. 

La persecución contra Chanel, como símbolo de las mujeres racializadas a las que se niega autorización discursiva y de representación se camufla bajo el pretexto de perseguir un fraude. Dicen juzgar el proceso de selección, pero siempre aparece ella. La Inquisición también decía perseguir pecados, no personas. Porque el supremacismo blanco es eso también, un importante esfuerzo intelectual por hacer que los ataques parezcan siempre justos ante la amenaza del enemigo, lo cual hace tan fácil como explicable que siempre se necesite ese enemigo y que haya tantas dispuestas a encender la primera antorcha. 

Quizá al final la pancarta para este 8M debería ser, con todos las acepciones del verbo que permita el buen español: “Somos las racializadas que no pudisteis quemar”.

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