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Madrid tiene un problema: Ayuso y su públicofagia

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso / EFE/ Juan Carlos Hidalgo
29 de enero de 2021 21:48 h

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Si viniésemos de la Edad Media y tuviésemos que construir una sociedad de cero, crearíamos, sin lugar a dudas, una sociedad con servicios públicos. Si, como dijo John Rawls, no supiésemos de antemano el lugar que vamos a ocupar en esa sociedad, garantizaríamos unos servicios públicos robustos y los blindaríamos del pillaje, las privatizaciones y los recortes. Si, además, quisiéramos financiarlos para aprovechar todo su potencial, inventaríamos el mayor crowdfunding social, solidario y comunitario de la historia: los impuestos.

En tiempos de youtubers, deportistas de élite y empresarios huyendo a Andorra para no arrimar el hombro, dejando claro que algunos solo quieren aprovechar los derechos conquistados de esta sociedad al tiempo que dejan caer el peso de las obligaciones y la responsabilidad en el resto, conviene hacer algunas consideraciones. Los servicios públicos son un mecanismo imprescindible para acercarnos a la igualdad de oportunidades y para que los derechos de cualquier madrileño y madrileña se puedan materializar sin depender de cuánto dinero tienen en sus cuentas corrientes ni el barrio donde hayan nacido. Son la condición de posibilidad para que seamos capaces de aprovechar todo el potencial, el ingenio, las ideas y las capacidades de quienes formamos parte de la sociedad sin que la desigualdad o la ausencia de justicia social determinen tu futuro. Son el mecanismo que pone en funcionamiento el ascensor social.

En pleno siglo XXI, en el sur de Europa, es imposible conjugar la palabra libertad si no viene acompañada de servicios públicos y es difícil concebir vidas cuyo objetivo vaya más allá de arañar el calendario para llegar a fin de mes sin ellos. Sin la sanidad, la educación, la recogida de basuras, el alumbrado, el agua que sale de nuestros grifos, el metro, los autobuses, los bomberos, los centros culturales, las casas de la juventud, las residencias de mayores… nuestra vida en común sería peor, nuestra calidad de vida más baja y en definitiva, seríamos menos libres. Un concepto de libertad muy alejado de la identificación de la libertad como el abandono institucional de las derechas en su “sálvese quien pueda” o su “arréglatelas como puedas” en plena pandemia o en pleno temporal.

Los servicios públicos son los que marcan la diferencia. En las buenas y en las malas, especialmente en las malas. Cuando una pandemia arrasa el planeta, no es lo mismo tener que afrontarla con la sanidad de España que con la sanidad de Estados Unidos. Cualquiera que conozca ambos sistemas tiene claro qué prefiere.

Porque cuando una nevada azota una región, no es lo mismo hacerle frente con unos servicios de protección civil eficientes y eficaces a que cada uno tenga que buscarse una pala. Cuando uno tiene que saltar al vacío, no es lo mismo hacerlo con red de seguridad que sin ella. Y los servicios públicos son esa red, ese bote salvavidas que en los naufragios marcan la diferencia entre quién sobrevive y quién no, entre quién se queda a la deriva al albur de las olas y quien llega a buen puerto. El problema es que en Madrid llevamos demasiados años con los capitanes del barco pinchando los flotadores, saboteando los botes, recortando los remos y reservando los botes que funcionan para primera clase a costa del resto del pasaje.

Unos capitanes cuyo plan de los últimos 20 años ha consistido en deteriorar el navío de todos y todas, haciéndonos más frágiles al temporal, debilitando nuestras defensas y desmontando, pieza a pieza, ese mecanismo que nos habría hecho aguantar mejor los embates del mar: los servicios públicos. Ese armazón que habría minimizado el impacto, que nos habría aliviado nuestro sufrimiento. En la sanidad pública madrileña hemos tenido que hacer frente al coronavirus con un agujero en el casco, un agujero hecho desde dentro: sólo 2,4 médicas por cada 1.000 habitantes frente a los 3,8 de la media española o solo con 3,7 enfermeras por cada 1.000 habitantes frente a los 5,1 de España.

Hay quien cree que esos capitanes, los gobernantes del Partido Popular, Ayuso, Almeida y sus antecesores sufren de públicofobia pero creo que se equivocan. Viendo el inusitado interés que tienen en gobernar lo público y sacar tajada, el diagnóstico más certero sería el de públicofagia, que se alimentan de lo público, lo devoran y no dejan nada para el resto. A ver si no, cómo se explica que en plena pandemia quieran privatizar más la sanidad y sin embargo quieran remunicipalizar los toros.

Y ante esa voracidad por lo público, ante ese desatado empeño en parasitarlo para desviar su inversión a lo privado a través de privatizaciones, publicidad institucional y contratos a dedo, solo hay un tratamiento: la defensa férrea de los servicios públicos. Una defensa que surja de la alianza entre quienes amamos lo público y queremos mejorarlo, de la movilización popular y del convencimiento de que solo juntos y juntas podremos salir reforzados de esta terrible crisis y de todas las que vengan.

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