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Meritocracia

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, y el expresidente del Gobierno, José María Aznar, durante el I Diálogo Atlántico por la Democracia, en el Círculo de Bellas Artes (Madrid)

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En una de sus vigorosas intervenciones durante la pasada campaña para las elecciones municipales y autonómicas, reivindicó el expresidente Aznar la meritocracia, ideal cuya promoción asoció al liberalismo y a la democracia, y lamentó que en todas partes estuviera siendo arrasada.

Dado que la queja alude a un debate social que viene de muy atrás y que, además, sin ninguna duda, capta la preocupación de una porción nada desdeñable de la ciudadanía, no deberíamos tomarnos a broma sus palabras, por burda y atrabiliaria que sea la forma en que Aznar lo exponga. No se trata de ocurrencias ocasionales. Del mismo modo que cuando Isabel Díaz Ayuso abominaba de la justicia social, recurriendo a un persistente mantra de los discípulos de Friedrich Hayek, quien, por cierto, en su obra Derecho, legislación y libertad llegó mucho más lejos de lo que la presidenta madrileña se atrevió sugerir. Deberíamos prepararnos para tiempos muy duros si el modelo de sociedad que la derecha tiene en mente es el que propugnó el economista austríaco. 

No se sirven, en todo caso, de demasiada sofisticación oratoria porque para sus fines no la necesitan, pero anuncian, a quien quiera escuchar y entender, un cambio muy profundo que incluye el desmantelamiento de pilares de la convivencia sobre los que creíamos que existía amplio consenso en nuestra sociedad.

En rigor, meritocracia es el gobierno de los más capaces por mérito. Qué mérito o méritos sean los que se deberían considerar adecuados para gobernar y cómo medirlos nos conduciría a un engorro de no muy fácil solución. Pero resulta evidente que la meritocracia así entendida es incompatible con la democracia, por la sencilla razón de que la elección de los gobernantes no sería fruto del sufragio popular.

Salta a la vista que en los tiempos que corren no es el talento el que otorga notoriedad a nadie, ni en la política ni en otras muchas esferas de la vida. El mismo señor Aznar, antes de mostrarse tan exigente con el genio de los demás, debería esforzarse por elevar la calidad intelectual de las alocuciones propias, porque no siempre queda bien disimulada la banalidad con la gravedad del tono. Dado el lamentable espectáculo de numerosos debates públicos, y no sólo de los políticos, a muchas personas seduciría seguramente un sistema de selección que permitiera acreditar que quienes fuesen a ejercer el poder como mínimo alcanzaran a un uso elemental del raciocinio. Sería desde luego muy problemático decidir el tipo de examen a superar y, aun más, seleccionar con anterioridad a los examinadores.

Y, sobre todo, tarde o temprano nos encontraríamos con la deriva que describió en su sátira La ascensión de la meritocracia el sociólogo inglés Michael Young, que fue quien acuñó el término. Los más meritorios de la élite dominante querrían que sus descendientes siguieran ocupando la cima social y política sin verse obligados a superar el arduo proceso de selección que ellos habían padecido. Y, puesto que no estarían constreñidos por la voluntad mayoritaria de la ciudadanía, sería muy grande la tentación de bloquear el ascenso de otros más capaces que sus hijos, dando lugar a una sociedad oligárquica que nuevamente despreciara el talento y el esfuerzo.

Cabe decir que para que la ciudadanía tenga la oportunidad de elegir a los más capaces se hace imprescindible universalizar una educación pública de calidad que proporcione a todo el mundo conocimiento y herramientas de juicio, que el debate político ha de consistir en el contraste racional de propuestas de cambio y que se han de ampliar los espacios de participación política de la ciudadanía. Pero siempre sobre la base de la democracia; ninguna sociedad fundada sobre uno u otro principio aristocrático seleccionó a los mejores, jamás.

Es verdad que en la actualidad a la palabra meritocracia se le acostumbra atribuir un significado más amplio y que se suele entender por tal aquella comunidad en la que es posible prosperar gracias al propio talento, al trabajo y a la tenacidad. Seguramente en este sentido la usó Aznar o, mejor dicho, en este sentido quiso que creyéramos que la usaba.

Desde tal enfoque, a mi juicio se equivocan, y muy gravemente, quienes sin más desdeñan el elogio del esfuerzo y el talento, la que se llama, recurriendo a una expresión que a mí no me gusta, “cultura del esfuerzo”. La incompetencia ha colonizado de manera alarmante demasiados espacios de la sociedad como para ignorarla; la negligencia, catapultada por la sumisión, parece haberse transformado en requisito para el ascenso en multitud de esferas profesionales y no profesionales, públicas y privadas de nuestras vidas. En el ámbito educativo, corrientes pedagógicas sedicentemente progresistas parecen creer posible la supresión de toda dificultad y de toda disciplina de estudio en el interminable proceso de aprendizaje. Desde hace años se asedia al sistema de oposiciones en el acceso a los empleos públicos, bajo el amparo de teorías aparentemente muy avanzadas pero que ocultan la naturaleza real de la alternativa que se propone: la sustitución de los exámenes por evaluaciones subjetivas de “aptitudes” y el premio a la antigüedad en exclusiva por encima de cualquier otra consideración para la promoción dentro de la Administración. Nada más viejo en realidad.

Existe pues el problema. Y no es leve.

La patraña en la que se basan, sin embargo, quienes corrientemente invocan la meritocracia estriba en la presunción de que el éxito, en especial el éxito económico, es el resultado del mérito, o del talento, o del trabajo duro. No sólo es falsa semejante pretensión si se eleva a afirmación general, sino que a menudo es cierto exactamente lo contrario. En el fondo, el objetivo no es salvaguardar la adecuada valoración social del mérito, sino utilizarlo como excusa para salvaguardar los privilegios de quienes nunca se vieron realmente forzados a probar su valía. Hace ya muchos años que Max Weber desenmascaró esta trampa, inalterable a lo largo del tiempo.

En la actualidad es habitual ver a necios haciéndose de oro profiriendo simplezas en programas de televisión o difundiendo burradas por redes sociales, mientras investigadores brillantes sobreviven a duras penas con contratos precarios. Durante los meses más funestos de la pandemia descubrimos que algunas de las profesiones más necesarias para nuestra propia supervivencia (personal de limpieza o de recogida de basuras, auxiliares de enfermería, enfermeras, conductores de ambulancia) se encontraban también entre las peor pagadas. Simultáneamente, especuladores sin más mérito que la abyección moral y las lucrativas relaciones con personas influyentes, se enriquecieron intermediando en la compra de material sanitario, del mismo modo que otros se apropiaron de viviendas sociales y dejaron en la estacada a familias enteras.

El partido político al que pertenece y que lideró el señor Aznar ha hecho bandera de la supresión del Impuesto sobre Sucesiones. ¿Nos parece justo que un cretino que en toda su vida hizo cosa de provecho herede una fortuna de miles de millones y se la quede, e incluso pueda dilapidarla a placer provocando la ruina de muchos, sin aportar ni un céntimo al bien común, mientras una persona de talento carece de toda posibilidad por haber nacido en una familia sin nada? ¿De qué modo encaja esto en el ideal de mérito? Lo cierto es que nuestro actual sistema tributario en su conjunto hace recaer el sostenimiento del gasto público principalmente sobre los rendimientos del trabajo y privilegia de forma descarada aquellos que provienen de la propiedad y no del esfuerzo, las que en el mundo anglosajón se llaman, de forma bien elocuente, rentas “no ganadas”.

Las brutales desigualdades de riqueza del mundo en el que vivimos no sólo no son muestra del triunfo del mérito, sino que aplastan el talento y la creatividad de miles, de cientos de miles, probablemente de millones de personas a las que jamás se les dio ninguna oportunidad. Constituye una monstruosidad intolerable que un solo niño muera de hambre, pero supone también la estremecedora negación de cuanto ese niño pudo ofrecer al mundo. “Quizá el próximo Einstein se esté muriendo de hambre en Etiopía”, decía en una entrevista hace unos años el divulgador científico Neil deGrasse Tyson.

La justicia social en absoluto nace del deseo de venganza de los envidiosos contra los más capaces; entraña por el contrario la única esperanza para las prodigiosas capacidades humanas que la injusticia durante siglos ha sepultado. 

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