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OTAN: un futuro posible

El secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg.
18 de junio de 2022 22:44 h

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La Alianza Atlántica se creó por el Tratado del Atlántico Norte en abril de 1949 con el objetivo de contener la expansión de la Unión Soviética en Europa, y proteger a las democracias occidentales de una posible agresión procedente de esta. Su columna vertebral era la disuasión nuclear que solo poseía en ese momento EEUU. Dos años después, se creó la estructura político-militar que conocemos con el nombre de OTAN. Europa occidental estaba destruida, dividida, arruinada, incapaz de defenderse por sí misma. Solo EEUU podía garantizar su seguridad y así lo hizo durante más de 40 años. La organización que se creó entonces respondía a esa relación de fuerzas, y consagraba la hegemonía de EEUU que ocupaba todos los puestos militares de responsabilidad, dejando a los europeos el cargo de secretario general, con unas funciones más que limitadas. Ya que asumía el mayor peso militar y económico, Washington dirigía libremente la organización a través de la estructura militar integrada, sin ninguna oposición por parte de los aliados europeos. Por supuesto, la cobertura militar de EEUU comportaba también una cierta influencia política, muy importante en algunos países como Italia o Alemania, y mantenía un mercado esencial para su economía.

Cuando en 1991 se disolvió el Pacto de Varsovia –que se había creado en 1955 como respuesta a la OTAN– y la Unión Soviética desapareció, convirtiéndose en 15 repúblicas independientes, la amenaza existencial sobre Europa occidental dejó de existir y teóricamente la OTAN perdió su razón de ser. Pero los países europeos no tenían las capacidades, ni la organización, para hacerse cargo de su propia defensa, ni EEUU tenía ninguna intención de abandonar la influencia que tenía sobre Europa. Al contrario, la aumentó expandiendo la alianza hacia el este hasta las fronteras de Rusia. La OTAN se fue adaptando estratégicamente a la nueva situación, contemplando nuevas amenazas como el terrorismo, incluyendo en sus misiones la gestión de crisis, las operaciones fuera de área, incluso la llamada seguridad cooperativa, que convertían a la alianza en un gendarme global. Pero su organización interna no cambió. Se creó la Unión Europea, también la Política Exterior y de Seguridad Común, incluyendo la Política Común de Seguridad y Defensa de la UE, pero la estructura de la OTAN siguió siendo prácticamente la misma que cuando se fundó.

En la actualidad, y a pesar de todos los cambios geopolíticos, la OTAN ha cambiado muy poco, salvo en su extensión territorial, respecto a la que existía hace 70 años. Sigue siendo una alianza muy desequilibrada, hay un líder muy potente –prácticamente hegemónico– y otros 29 miembros sin capacidad real de oponerse individualmente a sus decisiones. El gasto militar de EEUU fue en 2021 –según datos del Instituto Internacional de Estocolmo para la Investigación de la Paz (SIPRI)– de 767.780 millones de dólares, mucho más del doble que el de los otros 29 aliados juntos (335.179), y más de 12 veces el del segundo que más gastó (Reino Unido: 62.489). En lo que respecta a armas nucleares, EEUU dispone de 5,550, mientras que de los otros dos aliados que las poseen, Reino Unido tiene 225, que dependen del suministro de misiles Trident de EEUU para poder ser utilizadas, y Francia 290.

Considerando estos datos, es fácil deducir cómo se producen las decisiones en el seno de la alianza. Por supuesto, hay reuniones periódicas del Consejo del Atlántico Norte, cumbres de jefes de Estado y de Gobierno casi todos los años, otras de ministros de defensa o asuntos exteriores, y semanalmente a nivel de embajadores. Se supone que los acuerdos se adoptan por consenso, pero lo cierto es que salvo en la ampliación a nuevos miembros –para la que el Tratado del Atlántico Norte exige explícitamente la unanimidad–, la igualdad es puramente teórica: todos son escuchados, pero no se recuerda ninguna ocasión en la que algún órgano aliado haya tomado una decisión en contra de los deseos de Washington.

Con la OTAN –tal como funciona actualmente– como única garante de la seguridad europea, es evidente que la defensa de Europa no está en manos de los europeos, sino de las decisiones que se toman al otro lado del Atlántico, por personas e instituciones que los europeos no han elegido y no controlan. Cuando los intereses son coincidentes, como era el caso de la contención de la Unión Soviética, no hay ningún problema, pero si difieren, es lógico que quien tiene el poder haga prevalecer los suyos propios. Además, esas instituciones pueden estar ocupadas por personas de orientaciones políticas muy diversas, como fue el caso del anterior presidente de EEUU, Donald Trump, cuya administración tomó decisiones unilaterales que podían poner en riesgo la seguridad de los europeos, como la ruptura del acuerdo nuclear con Irán o la retirada del tratado para la eliminación de misiles nucleares de medio y corto alcance (INF) que solo afectaban a los aliados europeos, dado su radio de acción. Trump llegó a poner en cuestión el cumplimiento del artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte –piedra angular de la OTAN–, condicionándolo a que los países europeos aumentaran su gasto en defensa, siempre en beneficio de las industrias estadounidenses.

La reticencia, cuando no la hostilidad, de Trump hacia la Unión europea, y después –ya con Joe Biden– la retirada apresurada y caótica de Afganistán, decidida por Washington sin consultar con los aliados, que tuvieron que adaptarse sobre la marcha, causaron una enorme desolación en algunos países europeos, que empezaron a plantearse cómo sería la seguridad de Europa sin los EEUU. Este sentimiento ha sido barrido por el vendaval atlantista que ha desatado la agresión de Rusia a Ucrania. En efecto, en este momento no hay alternativa a la OTAN, porque la UE ha sido incapaz de avanzar en la autonomía estratégica que se planteó en la Estrategia Global para la Política Exterior y de Seguridad, de 2016. Pero que no la haya ahora no quiere decir que no pueda haberla nunca y esté escrito en las estrellas que siempre tenga que ser así. Por el contrario, lo que nos enseñan las experiencias vividas en los últimos años –que pueden volver, no lo olvidemos, Trump puede ser elegido de nuevo u otro con su misma ideología– es que no es sensato ni conveniente que la UE confíe su seguridad –sin alternativa y para siempre– a la buena voluntad de un aliado que puede eventualmente adoptar una política o defender unos intereses que no coincidan necesariamente con los europeos –por ejemplo, en su pugna con China– y cuyas prioridades se alejan de Europa de forma irreversible, aunque la agresividad rusa actual le haya  obligado a concentrar coyunturalmente su atención en nuestro continente.

Además, desde la dependencia en el campo de la seguridad y la defensa, la UE no puede tampoco articular una política exterior autónoma, no puede convertirse en un actor global independiente y, por ende, no puede defender sus intereses y sus valores sin condicionamientos externos, lo que también tiene consecuencias económicas y políticas. La UE necesita articular su propia estructura autónoma de seguridad, que le permita también garantizar por sí misma su defensa colectiva en condiciones normales y ante las amenazas previsibles, sin perjuicio de la relación trasatlántica, que es buena para ambas partes, pero probablemente no en su forma actual, al menos para los europeos. La mejora de las capacidades que propone la recientemente aprobada brújula estratégica es necesaria, pero no suficiente. Los países europeos tienen que dar el paso político de avanzar hacia una Unión Europea de la Defensa autónoma, creíble y suficiente.

Sólo entonces, cuando la UE tenga su propia fuerza, se podrá ir a una relación más equilibrada con EEUU, que convenga por igual a ambas partes, es decir, a una nueva alianza entre EEUU y la UE, a la que se podrían unir otros países que ahora forman parte de la OTAN (Reino Unido, Canadá…). Un tratado de defensa mutua, con los mismos derechos y obligaciones, en igualdad de condiciones, sin relaciones de dependencia ni privilegios para nadie, sin estructuras militares permanentes que no fueran estrictamente europeas. Un tratado al que solo se apelaría en caso de necesidad existencial para alguno de los signatarios, como sucedió en las dos guerras mundiales (por cierto, sin que en ninguna de ellas hubiera un tratado previo).  Esta arquitectura de seguridad sería también beneficiosa para EEUU, porque se liberaría de sus compromisos militares permanentes en Europa y los podría dirigir a su prioridad que es el espacio Indo-pacífico, sin perjuicio de que pudiera acudir en auxilio de Europa si ésta lo requiriera, o pudiera tener a su vez el apoyo de la UE si lo necesitara. Únicamente su influencia política sobre Europa decaería, y con ella la económica, y tal vez ahí esté el nudo de la cuestión, tan difícil de deshacer.

Por otra parte, nada de esto tendría mucho sentido si la UE, convertida en una potencia global con capacidad militar autónoma, actuara en el escenario internacional del mismo modo que lo hacen otras potencias, es decir, en beneficio exclusivo de sus intereses imponiéndolos allí donde sea posible. El espacio geopolítico de una UE global no puede ser otro que el de una potencia pacífica, solidaria y cooperativa, que sirva de referente político, preserve la paz justa y difunda los derechos políticos, sociales y económicos en todo el mundo. Un factor de equilibrio en un mundo marcado siempre por los enfrentamientos y la ambición de poder, un modelo diferente ante otras potencias más agresivas, que contribuya a construir un mundo mejor. Pero no tan ingenua que no sea capaz de defenderse ante una agresión, incluso con la ayuda de sus aliados externos si fuera imprescindible, o prestando su apoyo a éstos cuando fuera justo y necesario. 

Este planteamiento es deseable y solo puede beneficiar a los europeos, sin hacer daño ni perjudicar a nadie, salvo a los que tienen intereses espurios a los que la seguridad europea sirve de coartada. También es perfectamente posible y mucho más factible de lo que se quiere hacer creer, aunque requiera un arduo camino. Los que dicen que es una utopía es porque no desean que suceda. O porque están muy cómodos siendo consumidores de seguridad, aunque tengan que mirar muchas veces para otro lado y depender de intereses externos. Cuando Monnet, Schuman, De Gasperi, Adenauer, y otros, pusieron en marcha la construcción política europea, en un continente dividido, con las heridas de la guerra aun abiertas, era una utopía poder ir de Lisboa a Helsinki sin pasar por ninguna frontera y sin cambiar de moneda. El futuro siempre lo han escrito personas que han sabido elevarse por encima de las circunstancias presentes y mirar más allá del horizonte.

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