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Reflexiones desde mi sudakanidad este 12 de octubre

Imagen de una estatua de Cristobal Colón vandalizada en EE.UU.

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“¿Te molesta si te llamo sudamericana?”, me preguntó una vez una mujer mientras le servía un plato de sopa que casi derramo sobre una pila de abrigos que ella y sus amigas habían colocado sobre una silla. Era el año 2006, llevaba pocos meses viviendo en Madrid y ese día trabajaba de camarera en un bar en la zona de Islas Filipinas. Recuerdo que tardé varios segundos en reaccionar simplemente porque no entendí el trasfondo de su pregunta. Al ver que insistía, le respondí: “¿Te molesta si te llamo sureuropea?”.

Esa noche, camino a casa junto a mi pareja, que trabajaba en el mismo bar, le conté lo que había pasado. “Habrá querido decir sudaca”, me dijo.

En aquella época yo era una migrante alienada. Siempre lo digo, sentía orgullo de mis raíces, pero al mismo tiempo odiaba mi país. Me parecía que allí todo el mundo era clasista, arribista, y que el objetivo último, ya no de las personas sino del país entero, era aparentar más de lo que se es. En ese marco, Europa se me presentaba como un soplo de aire fresco, un lugar mejor, un sitio donde ser una persona sin historias que arrastrar, sin mochilas.

Logré vivir con esa sensación durante algún tiempo, quizás los primeros cuatro meses, cuando todavía me sentía una turista y salía a recorrer las calles para hacer fotos. El cambio de percepción se produjo cuando comencé a ser consciente de las violencias que experimentaba en distintos ámbitos: entrevistas de trabajo, al intentar alquilar una habitación, en la universidad donde me había matriculado para hacer un postgrado y, sobre todo, en las interacciones del día a día, en el supermercado, en la calle.

Sin embargo, tuvo que pasar mucho tiempo para que conectara todas aquellas experiencias con la idea de racismo. Si desde una inmobiliaria me preguntaban “¿De dónde eres?”, pensaba que lo hacían para llevar estadísticas; si una señora me decía “No le alquilo a mujeres sudamericanas”, me imaginaba que habría tenido alguna mala experiencia; si en una discusión tonta en la cola de un supermercado alguien me decía “Vete a tu país a sembrar nabos”, lo tomaba como el comentario de un loco machista; y si en una entrevista de trabajo para ser teleoperadora me decían “Queremos chicas españolas”, creía que igual mi acento no encajaba con el perfil que se requería.

Podía ver clasismo y machismo, pero racismo no. El punto de inflexión lo marcaron mis visitas a las distintas Oficinas de Extranjería que recorrí por aquella época. Recuerdo especialmente la de Aluche (junto al CIE) y la de calle Serrano: colas de cinco horas bajo la lluvia o bajo un sol incandescente, comentarios sarcásticos y despectivos de algunos funcionarios y maltrato y violencia verbal por parte de la Policía.

Todo en esas oficinas es violento. Recuerdo concretamente una discusión que tuve con un funcionario, quien salió detrás de mí gritándome hasta la calle, diciendo que se quedaría con mi nombre y apellido por si aparecía por allí nuevamente. Mi madre se moría de cáncer en Chile, y mientras intentaba conseguir dinero para comprar un billete de avión, fui a preguntar si podían darme una autorización para viajar a mi país por más de tres meses sin que ello implicase que me quitaran el NIE. Imposible, me dijeron. La ley es la ley y que pase el siguiente. El hombre que me atendió ni siquiera esperó a que terminara de hablar, de hecho, no me miraba, así que levanté la voz, exigí respeto y se armó la discusión.

El supremacismo hispánico

De ese día, uno de los más amargos que recuerdo desde que vivo en Madrid, rescato lo que me dejó: un despertar de conciencia de raza. Por entonces ya llevaba tiempo militando en una asociación antirracista, aunque con un pie en un partido político de izquierdas y la punta del otro en el feminismo. Fue a partir de ese acontecimiento puntual cuando decidí dedicar todos mis esfuerzos a la lucha contra el racismo.

Lo que me define en este lugar es mi condición de migrante, de sudamericana. En una sociedad estructuralmente racista como la europea, la pregunta que me hizo aquella mujer en el bar tiene todo el sentido del mundo. Ella no me preguntó si me molestaba que me llamasen sudaca (una expresión que sí se utiliza para insultarnos), sino sudamericana, porque, en su lógica, esta palabra, que en estricto rigor es solo una referencia geográfica, me connotaba negativamente, me señalaba ante los demás, y ello debía molestarme o avergonzarme.

Existe una idea generalizada muy arraigada de que las personas migrantes del sur global, aunque no lo digamos, nos avergonzamos de lo que somos, de nuestra apariencia, de nuestro acento, gustos musicales, prácticas culturales, etc. No mucho después de la pregunta de aquella mujer, en una conversación donde hablábamos sobre experiencias con el racismo, un chico blanco me dijo “Pero no te preocupes porque tú podrías llegar a pasar por española” y luego me sonrió como si me hubiese lanzado el mayor cumplido del mundo. Le sonreí de vuelta y le dije: “Tú también podrías llegar a pasar por chileno”. Lo que para mí tenía que ser un cumplido él se lo tomó claramente como un insulto.

El supremacismo hispánico se refleja en esa idea de que las personas que provenimos de las excolonias seremos mejores mientras más nos acerquemos al prototipo del sujeto hispánico. Tomando las palabras de Santiago Castro-Gómez, quien dice que en el imaginario las nociones de raza y cultura operan como un dispositivo taxonómico –“El colonizado aparece como lo 'otro de la razón', lo cual justifica el ejercicio de un poder disciplinario por parte del colonizador”–, sostengo que es en esa misión civilizatoria auto asignada donde radica la necesidad imperiosa que existe por corregirnos.

Por corregir nuestra forma de hablar, de pronunciar, de relacionarnos, de divertirnos, de vivir, de convivir, etc. La hispanidad es una forma de supremacismo porque pretende que rechacemos, critiquemos y humillemos una parte de nosotras mismas. Eso es lo que está detrás del “hablar bien”, del “integrarse”, del “ser como los de aquí”.

Festejar un genocidio

Por una cuestión de supervivencia psicológica y material, la mayoría de las personas migrantes, de forma consciente o no, modificamos, alteramos y/o reprimimos cuestiones que tienen que ver con nuestra idiosincrasia, a la vez que incorporamos elementos de la idiosincrasia del país donde estamos residiendo.

Esto abarca un amplio espectro de cosas. Desde utilizar expresiones lingüísticas españolas con las amistades y en el trabajo, tratar de pronunciar la z o usar el vosotros en lugar del ustedes, hasta cuestiones más complejas como intentar blanquearse mediante la estética, el gusto o rechazo por determinado tipo de expresiones artísticas, las relaciones de pareja, e incluso la negación de determinadas ascendencias étnicas, entre otras cosas.

El sujeto colonizador ejerce su poder disciplinario sobre un sujeto migrante colonizado que muchas veces no tiene más alternativa que dejarse corregir, o fingir que se le corrige. En ese marco, se nos violenta de manera sistemática en todos los niveles, en lo simbólico, político, social e institucional.

El otro día, caminando por la Puerta del Sol, vi un cartel publicitario del Ayuntamiento de Madrid en el que ponía “12 de octubre. Fiesta Nacional de España”. Me quedé mirándolo un buen rato. Pensé en cuántas personas migrantes de América Latina y el Caribe, o de ascendencia, transitamos por aquella zona y debemos tragarnos ese cartel. Pensé que en qué cabeza cabe fijar como Fiesta Nacional una fecha que dio inicio a uno de los periodos más aterradores en la historia de la humanidad, que significó genocidio, tortura, violación y esclavitud para millones de seres humanos. Lo pensé como si aquella pregunta tuviera algún sentido, como si la lógica del sujeto colonizador no fuese precisamente recordarnos constantemente su supremacía y sus gestas.

Le hice una foto al cartel y seguí mi camino. Recordé todos los movimientos de resistencia que se han levantado y se seguirán levantando en todo el mundo. Pensé en mis compañeros y compañeras de lucha, en los pequeños pero constantes pasos que vamos dando, y me sentí más valiente y menos sola.

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