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Telefónica y el regreso del Estado

Imagen del edificio de Telefónica en Madrid.

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En los años noventa, las privatizaciones estaban de moda. Parecían el camino más corto para llegar a la Nueva Economía, el santo grial de la eficiencia empresarial y tecnológica. Los políticos laboristas y demócratas anglosajones avalaron el sentido común consolidado en los ochenta por los conservadores, y casi todos los Estados comenzaron a venderse en unos modernizados mercados financieros que prometían aislar el capitalismo global del riesgo. 

España, pese a carecer de un gran parque empresarial público, hizo sus deberes con prontitud. En un entorno de altos tipos de interés que desanimaban la inversión industrial y de estrechos objetivos presupuestarios, los gobiernos comenzaron a colocar paquetes de acciones. Muchas de estas empresas habían recibido previamente ayudas, subvenciones, créditos y facilidades fiscales para consolidarse. Se produjeron pocas protestas sindicales y escasas críticas ciudadanas: la modernidad apretaba.  

Mientras que, entre 1985 y 1996, el PSOE se deshizo de participaciones empresariales para reducir el déficit y la deuda pública, el PP aprovechó su triunfo de 1996 –y su pacto con la precuela de Junts y con el Partido Nacionalista Vasco– para poner en marcha un programa radical. Como ha afirmado con acierto Joaquín Estefanía, dicho programa ya había sido explicitado en distintos documentos electorales, pero también en los trabajos y publicaciones del laboratorio FAES. En esta fundación de los conservadores, de fuerte influjo thatcherista, dirigentes como Rodrigo Rato o Manuel Pizarro –que había vivido de cerca la nacionalización y reprivatización de Rumasa en los años ochenta– habían diseñado un Estado que no tenía ni banca ni empresas.  

Una vez derrotado el PP en las elecciones de 2004, la desaparición de las entidades públicas había dejado un oligopolio privado bajo dirigentes afines o independientes de derechas. La intervención estatal se había convertido en un anatema. Pero Endesa, la antigua Empresa Nacional de Electricidad fundada por el Estado en los años cuarenta, acabó controlada por Enel, empresa italiana de mayoría accionarial pública. El patriotismo económico hacía aguas. 

Tras 2008, distintos fondos de inversión internacionales comenzaron a penetrar en estas entidades, y en general, en todo el Ibex-35. La amenaza de quiebra del Euro puso en marcha en Europa medidas que entonces se consideraron no convencionales y que ahora se dan simplemente por hechas. Dicha crisis, la pandemia y la irrupción de la guerra en el mundo han provocado cambios estratégicos y geopolíticos que nos llevan a acuerdos bien distintos. Por ejemplo, en estos momentos, el Banco Central Europeo es el principal acreedor de la deuda pública española; el Estado puso durante la eclosión de la Covid-19 un fondo de intervención para salvar empresas estratégicas; la aplicación de los ERTE, la aprobación del defectuoso Ingreso Mínimo Vital y la relajación temporal de los límites de déficit y deuda pública impidieron que las marejadas económicas se convirtieran en inundaciones.

En este contexto debe entenderse el reciente anuncio de que la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales, heredera del antiguo Instituto Nacional de Industria, comenzará a comprar acciones de Telefónica hasta llegar al 10% de su capital. Si consigue su meta, el Estado español se quedará un poco más atrás del francés, del alemán o del italiano en su participación pública. Al hacer esto logrará la cuadratura del círculo, al permitir al Estado saudí –que había pujado hace algunos meses por ser el máximo accionista de la compañía– controlar un 9,9% de la tecnológica; las buenas relaciones comerciales entre los dos reinos y los contratos de armamento pendientes –con el importante papel que para ello tiene la empresa pública Navantia–, parecen haber ejercido influencia sobre esta decisión. 

Si bien el imperativo de la defensa nacional podría haber motivado en parte la compra, la historia nos demuestra que las dinámicas políticas y económicas son difíciles de prever. Si las privatizaciones que comenzaron como una forma de aliviar la deuda del Estado se convirtieron después en virtud y regla, podrían surgir en breve voces para reabrir este debate. Sumar, socia del PSOE en el ejecutivo de coalición, ha celebrado este paso, pero es de esperar que exija otras acciones similares. Otros aliados potenciales han llegado a sugerir la nacionalización completa de la compañía. 

En tiempos de incertidumbre infinita, el Estado regresa para aligerar la dosis ciudadana de riesgo. No se trata de una medida necesariamente progresista, pero podría abrir un nuevo camino. Los cambios más atrevidos son para los comienzos de los mandatos: así se lo dijo el economista y Premio Nobel Milton Friedman a la Dama de hierro a principios de los ochenta. Ahora podría estar sucediendo algo en sentido contrario. Veremos si España, y cómo no, Europa, deciden apostar en serio por la soberanía. Razones no nos faltan.  

 

 

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