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La utilidad del certificado Covid

Una mujer busca en su móvil su certificado COVID momentos antes de acceder al interior de una cafetería

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Dos de las características más destacadas de la actitud frente a la pandemia COVID-19 son probablemente el miedo y la impaciencia. El anhelo de soluciones inminentes. La necesidad de hacer alguna cosa porque aunque no esté muy clara su utilidad, hacer algo tiene un efecto ansiolítico inmediato. Otra cosa es que tal consecuencia persista. Y es bien sabido que las buenas intenciones no garantizan buenos resultados. Incluso las intervenciones más adecuadas acostumbran a presentar algún inconveniente. La mayoría de las decisiones tiene pros y contras.

El “certificado COVID” se presenta como un instrumento eficaz para suavizar algunos de los efectos indeseables de las drásticas medidas preventivas adoptadas en algunos momentos de la pandemia. Particularmente los derivados de las restricciones de la movilidad que afectan, entre otras muchas actividades al turismo y a la hostelería, con la correspondiente destrucción de puestos de trabajo.

Un propósito con el que se pretendía, se pretende, neutralizar el efecto paralizante del miedo al contagio, a la enfermedad y a la muerte. Lo cual requiere sentirse suficientemente seguros a la hora de realizar tales actividades que, como se ha repetido, comportan un mayor riesgo de infectarse por SARS-COV-2.

Se supone pues que la confianza que produce la sensación de seguridad que puede conllevar el “certificado COVID” podrá contrarrestar el temor al contagio y sus consecuencias; tanto como para recuperar la disposición al contacto que supone relacionarse -por ocio y a veces por trabajo- con posibles fuentes de infección. Pero ¿hasta que punto es efectivo el certificado? ¿Proporciona realmente esa seguridad a un número relevante de ciudadanos?.

Para comprender mejor las preguntas conviene tener en cuenta que haberse infectado -habiendo desarrollado o no síntomas- o haberse vacunado, comporta un grado elevado de protección personal así como una disminución de la capacidad de contagiar a otras personas y una reducción sustantiva del potencial papel como fuente de infección, aunque dicha reducción no es absoluta ni permanente.

Claro que la seguridad que se pretende conseguir con el “certificado COVID” no se limita a la protección de las personas que ya se hayan vacunado, infectado o sufrido alguna de las consecuencias del COVID19. Abarca también a quienes no han experimentado ninguna de estas situaciones y son, por ello, más susceptibles. Así pues, el certificado puede tener efectos positivos en el enlentecimiento de la propagación de la infección, esencialmente en aquellas poblaciones cuya proporción de susceptibles sea suficientemente elevada. Según cifras oficiales, en España, más del 90% de la población mayor de 12 años ha recibido ya las dos dosis de la vacuna, y bastantes una tercera de refuerzo. Lo que sugiere que la población susceptible de contagiarse y sobre todo de padecer enfermedad grave o crítica es actualmente reducida. Aunque podría aumentar en el futuro si disminuye la protección de las vacunas, llegan otras cepas del virus o surgen nuevos factores. Además, los no susceptibles actuales no están 100% libres de riesgo.

Por otra parte hay que tener en cuenta los eventuales efectos negativos del certificado, pues como la mayoría de las actividades humanas, también puede comportar consecuencias indeseables.

El caso es que la dinámica que propicia recurrir al certificado para mitigar la propagación es, como mínimo, incierta y probablemente también arriesgada. No solo en cuanto a su dimensión logística y organizativa y a las incógnitas epidemiológicas que persisten actualmente. También como precedente frente a futuros problemas similares, en absoluto improbables. 

También es arriesgado pretender incrementar la sensación de seguridad con el certificado asumiendo que el riesgo cero es posible o, todavía peor, creyendo que no comporta inconvenientes. Como, por ejemplo, favorecer la desconfianza en los conciudadanos, que seguramente era beneficiosa en el paleolítico pero que en la actualidad puede limitar la imprescindible cooperación humana.

Por todo ello y atendiendo al coste de oportunidad nos parece más pertinente dedicar los recursos disponibles a mejorar el análisis y la calidad de los indicadores epidemiológicos, para que ayuden a percibir más objetivamente las dimensiones colectivas del problema y de su control. Consideramos preferible, por ejemplo, difundir mejor información válida sobre la evolución de las tasas de incidencia de casos clínicos, graves y críticos; así como de las tasas de mortalidad por todas las causas y específicas por sexo, edad y atribuibles al COVID19. Estas iniciativas podrían facilitar también asumir por parte de todos que deberemos acostumbrarnos a convivir con estas situaciones, frente a las cuales los anhelos de invulnerabilidad y el miedo descontrolado acostumbran a empeorar las vidas, la economía real y la convivencia.

Claro que son propuestas que implican mayores dificultades para los políticos y los expertos mediáticos. Pero no se debería continuar promoviendo la exigencia creciente del certificado COVID19 sin valorar suficientemente sus inconvenientes y posibles perjuicios personales y colectivos.

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