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2026, el año del odio y las guerras

26 de diciembre de 2025 21:26 h

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Donald Trump desea recibir, y nos quiere hacer creer que lo merece, el premio Nobel de la Paz. Este año no pudo ser, la Fundación Nobel de Oslo decidió otorgárselo a la candidata de la oposición venezolana, María Corina Machado, no sin levantar una enorme polémica. La concesión del premio dotado de un millón de euros (aproximadamente) ha llevado a Julián Assange a denunciar a los miembros de la fundación, acusándoles de haber convertido “un instrumento de paz en un instrumento de guerra” y de traicionar la finalidad del premio que mandaba “conferir el premio a quien hubiera realizado la mayor obra por la fraternidad entre las naciones”.

Y, efectivamente, viendo las declaraciones de Machado (fiel admiradora del presidente estadounidense) cuesta encontrar en ellas una apuesta por el diálogo y la diplomacia para desenroscar a Nicolas Maduro de la presidencia de Venezuela. Más bien parecen un relato de confrontación y de legitimación de la violencia como vía para alcanzar el poder. No resulta descabellado pensar que se esté allanando el camino para que, más pronto que tarde, Trump vuelva a creerse candidato natural al Nobel de la Paz.

En menos de un año, el presidente estadounidense ha realizado, al menos, ocho intervenciones militares en terceros países que para él son algo así como “acciones de pacificación”. La última en Nigeria. A ello se suma su particular batalla cultural sobre qué palabras pueden usarse y cuáles no -y que también podemos contabilizar como violencia (simbólica)-. Entre las decisiones de qué palabras son las importantes está una del pasado mes de septiembre sobre el cambio de nombre del Departamento de Defensa por el de Departamento de Guerra. Una clara declaración de intenciones y cuyo coste a las arcas del gobierno de Trump se calcula que puede haber sido de unos 1.000 millones de dólares. En su frenesí belicista, hace unos días ordenó la construcción de unos nuevos buques de guerra que llevarán su nombre (cómo no) y que costarán unos 26.000 millones de dólares.

Quien sí considera y reconoce a Donald Trump como un ser de luz y de paz es el presidente de la FIFA, que a principios de este mes de diciembre otorgó al presidente estadounidense el Premio FIFA de la Paz por su “papel fundamental en el establecimiento de un alto el fuego y la promoción de la paz entre Israel y Palestina” y por haber “intentado activamente poner fin a otros conflictos”. Una versión de la realidad, la de Gianni Infantino, bastante afín a la narrativa trumpista, que niega que el llamado Plan de Paz para Gaza sea en realidad un plan de negocio, de sometimiento y de desposesión del pueblo gazatí. Un esquema que perfectamente podría recordar a las prácticas colonialistas y genocidas ejercidas contra los pueblos indígenas de Estados Unidos, expulsados a reservas aisladas y condenados a la extinción. 

Las formas de gobernar de Trump y su interesada conceptualización de la paz anuncian lo que puede ser este 2026. Más de cien ejecuciones extrajudiciales en aguas del Caribe contra personas que su gobierno considera narcotraficantes; más de 1.200 personas internadas el pasado julio en el centro de detención para migrantes conocido como Alligator Alcatraz, en Florida, que han desaparecido de las bases de datos del ICE sin que sus familias sepan nada de ellas; más de 75.000 personas sin antecedentes criminales arrestadas por agentes migratorios. Secuestros administrativos, desapariciones y órdenes ejecutivas que son castigos colectivos disfrazados de política pública.

Mientras se multiplican los presupuestos militares y de seguridad -decenas de miles de millones destinados a armamento, operaciones exteriores y centros de detención-, Estados Unidos bate récords de desigualdad y pobreza, de vulneración de derechos. Una forma de gobierno que redistribuye recursos hacia arriba y violencia hacia abajo. La idea de imponer la paz que maneja Donald Trump solo conduce a más confrontación y a vivir permanentemente al filo de la guerra. Al tiempo que aviva el odio hacia todas aquellas personas que, desde su supremacismo blanco y cisheteropatriarcal, son consideradas despreciables y, por tanto, desechables. 

Nada de esto ocurre lejos ni es ajeno a nuestro contexto. La extrema derecha española reproduce con disciplina este marco internacional. Que Vox haya optado por no valorar siquiera el mensaje de Nochebuena del rey (un discurso deliberadamente conciliador) es una declaración de intenciones. El rechazo a cualquier lenguaje de convivencia, de derechos o de límites al odio forma parte de su proyecto político, de la idea de guerra de Trump. 

El mundo que se nos anuncia en 2026 es un mundo en que en que se nos exige normalizar el odio y pensar que la violencia es necesaria para poner un orden que nos deshumaniza ante quienes más necesitan protección. No es del todo una broma la ironía de Jimmy Kimmel cuando advierte de que “la tiranía está en auge por aquí”. Ante el nuevo año 2026 cada cual tendrá que decidir si se sitúa del lado del tirano que deshumaniza a base de intimidación, insulto y agresión o del lado de quienes nos negamos a aceptar como inevitable un orden mundial de odio y violencia.