El amor y la hoja de reclamaciones
El amor reclama una creación y una elección, por lo tanto es una experiencia activa llena de riesgos y con un control muy limitado. El poder de elección que se ejercita a través del consumo topa en la elección afectiva con toda una serie de contrariedades. Como es sabido, el consumo es en definitiva el gran constructor de identidades, ya que el yo se perfila a través de elecciones y estas son conducidas, inexorablemente, al campo del consumo porque es allí donde se pueden satisfacer de inmediato.
El amor, al necesitar además una construcción, implica una inversión de tiempo para dejar que el acto creativo, el constitutivo de la relación, se lleve a cabo y se manifieste. Pero el tiempo y el consumo son antitéticos. El acto de consumir es un procedimiento rápido y el mercado así lo dispone para que un acto sea seguido de otro. No hay un dispensador de placer más efectivo y más decepcionante que el consumo. La efectividad viene dada por el pronto acceso al objeto, la decepción, por el rápido consumo del placer que proporciona; frustración que se subsana repitiendo la experiencia con un objeto distinto.
El acceso al amor es lento, por momentos tedioso, en contradicción con el ritmo autoimpuesto o al que nos sometemos inconscientemente y el resultado final, a menudo, no responde a la búsqueda imaginada, a la representación original del escenario al que nos llevaría la creación perpetrada. Al igual que en un consumo ordinario, se ha obtenido un poco de placer. Si el amor se consumara se alcanzaría el goce, entonces, estaríamos en otro plano y entonces se habrá convertido en un acto revolucionario, dado que desafía el sistema de las relaciones imperantes.
La presencia cada vez más importante del single, la mujer o el hombre que viven solos en las grandes ciudades, y la frustración cotidiana de los vínculos no impide el intento permanente de establecer nuevas relaciones, buscando exorcizar aquello que Zigmunt Bauman llama las tribulaciones de la fragilidad. En un tejido social donde la constante que domina la contingencia es la incertidumbre, la pareja es una zona franca donde establecer un refugio, aunque la mayoría de las veces en lugar de ser un espacio para conjurar la fragilidad se pueda convertir en su caldo de cultivo.
Parte del acto creativo que lleva a la formalización de la relación es la puesta en escena de ese espacio, ese lugar en el que deben confluir dos personas. Pero, a la vez, es necesario experimentar una disyunción para crear, utilizando una expresión de Alain Badiou, el Dos, aquello que ambos conforman y que es un punto de partida esencial para poner en marcha no ya la creación sino la construcción del amor como un permanente contraste de divergencias, un constante renacimiento del mundo a través de la diferencia de cada una de esas miradas. Pero para crear el Dos hace falta una renuncia a lo individual, a la zona de exclusión que el sistema nos lleva a demarcar y parece inmune a las terapias más férreas. Se sabe –se experimenta a diario– que para poder circular en el mercado es necesaria una renuncia al yo para desarrollar una capacidad ilimitada de recursos y representar todo tipo de roles que se puedan adaptar a los nichos que la providencia nos ponga delante como salida laboral. En un estado líquido, ajeno a toda certidumbre y solidez, la única certeza es uno mismo y con la propia batería de recursos que garanticen una línea de flotación permanente. Articular con otro el Dos que plantea Badiou, implica renunciar a la armadura, la lanza y el caballo y quedar desnudo en la plaza pública. No hay quien aguante.
Mucho antes de esta situación se ponga en acto hay un inicio, una elección. Eva Illouz habla de una “arquitectura de la elección”, una suerte de mecanismo mediante el cual uno elige al otro que está condicionado por elementos culturales. Estos condicionantes actúan tanto para elegir una obra de arte, una pasta dental o un cónyuge. La aversión al riesgo, o una actitud lúdica frente al mismo, conforma una manera de elegir. La cultura cristiana, por ejemplo, contiene un elemento de desconfianza con respecto a los anhelos y los deseos individuales, pero la cultura del consumo, por el contrario, actúa de manera desinhibida para que el deseo elija sin trabas. El factor racional y el emocional también forman parte de esta mecánica y no siempre operan de un modo, digamos, coherente, frente a un sentido común convencional. Se supone que en la compra de una vivienda prima el factor racional y en la elección de una pareja el emocional. Pero es sabido, por ejemplo, que los norteamericanos tienen la costumbre de hornear pan o tartas cuando ponen su vivienda en venta para que el potencial comprador se sienta “en casa”. Por otro lado, quienes se someten a los test y diseñan el tipo de pareja que buscan en las páginas de contactos –me refiero a los que van más allá de un mero intercambio sexual– lo hacen de manera claramente pragmática y racional.
A la mala elección se le adjudica el fracaso del proyecto. “Me han vendido una mercadería averiada”, le dice Christopher a Tony, en Los Soprano, cuando se entera de que su novia es estéril. Puede que en la elección, en el acto de elegir, recaiga la suerte de la pareja. Pero como casi ningún fenómeno se puede evaluar tomando una parte por el todo, el peso se lo lleva el lento proceso de construcción de la pareja y el éxito o el fracaso de lograr constituir el Dos de Badiou. Porque esto último se puede considerar, a esta altura, es revolucionario y las revoluciones, ya se sabe, no son frecuentes.
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