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Este año más que salvar a la Navidad, estamos en un sálvese quien pueda

Varias personas visitan un puesto de venta de artículos de Navidad en la Plaza Mayor de Madrid.

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El villancico se lo había inventado mi abuelo, estábamos convencidas. Decía literalmente: “Naceu naceu naceu en Belén, naceu naceu o neno Manuel” (nació nació nació en Belén, nació nació el niño Manuel). Lo entonaba cada Nochebuena, subido a una silla, tenedor percutiendo sobre plato, con mayor fidelidad que la del rey y su discurso. Así que yo crecí creyendo que entre el buey y la mula no había nacido un niño llamado Jesús, sino Manolo, Manuel de Nazaret. Afortunadamente el villancico no tenía más estrofas o también hubiese creído que los Reyes Magos transportaban oro, incienso y centollos.  

Mi abuelo Adel, el primer vigués devoto de la Navidad antes que Abel Caballero, tenía una retahíla incontable de tradiciones navideñas. Otra de las más memorables era la de lanzar un fuego artificial por cada nieto desde el jardín trasero de su casa. Tras los fuegos, nos entregaba un sobre con 50 euros, dinero que conseguía con la venta de un vino que vendimiaba, fermentaba y prensaba él mismo. Nunca supimos en qué mercado negro compraba los fuegos artificiales o vendía el vino, tampoco se lo preguntamos porque hay cosas en la vida que es preferible no saber. El ritual navideño lo completaba, año tras año, la fotografía familiar delante del abeto y el mismo e idéntico menú: langostinos cocidos con mayonesa, vieiras gratinadas al horno, pollo de corral con patatas y guisantes, bacalao con grelos, bandejas con turrones de año inclasificable y licores que empalagaban hasta el shock insulínico.

Cuando creces comienzas a entrar en Navidades ajenas, las de parejas o amigos, y descubres sorprendido que cada casa tiene sus propias costumbres, menús y extravagancias, y que eso que has vivido en tu casa durante la niñez y adolescencia no es algo universal. Inconcebiblemente, no en todas las mesas se canta que en Belén nació el niño Manuel ni se comen vieiras gratinadas. Pero sobre todo descubres que la Navidad marca el paso del tiempo como ningún otro acontecimiento lo hace.

La pandemia no solo ha trastocado nuestro día a día, también lo ha hecho con tradiciones que creíamos intocables. Está el ánimo bajo, plomizo, porque el covid sigue sacudiéndonos las certezas. En esta sexta ola mucha gente pasará las fiestas confinado, aislado y hastiado, cuando hace un mes nada de esto parecía probable. La desesperación actual brota de la brecha entre lo que creíamos y lo que está sucediendo. 

Mientras tanto, los políticos continúan apelando a la responsabilidad ciudadana, no tanto a la suya propia. Ayer comparecía Pedro Sánchez para no decir nada y cada presidente autonómico continúa improvisando sobre la marcha su propia agenda pandémica (al menos hasta la conferencia del miércoles). Lo cierto es que, si bien hay reproches entendibles hacia los ciudadanos, casi dos años después la atención primaria parece un precioso jarrón a punto de romperse en pedazos, no hay una norma que evite la especulación en la venta de test, el radar covid carece de efectividad, el rastreo ya directamente ni se menciona, y cada empresa hace con el teletrabajo lo que quiere. Este año más que salvar a la Navidad, estamos en un sálvese quien pueda. Hemos aprendido a autodiagnosticarnos y autoconfinarnos con tal precisión que si nos hacemos un test de antígenos más fichamos por el Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias. Basarlo todo en el sentido común ajeno rara vez ha funcionado, pero mucho menos en una pandemia. 

Como si el 2020 fuese una casilla de Jumanji de la que es imposible salir, parece que solo nos queda apelar al paso del tiempo, ese que precisamente tan mal se lleva con estas fiestas en las que todo se congela, especialmente la nostalgia. 

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