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Un artículo para leer con frío

Un termómetro cercano a la Puerta de Alcalá marca -8 grados centígrados (ºC) en Madrid.

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 Apaguen un momento el radiador, la estufa o el brasero antes de leer este artículo. Para entenderlo mejor les recomiendo leerlo pasando frío, aunque asumo que no es suficiente con desconectar la calefacción, ni siquiera abrir la ventana un rato en estos días bajo cero. Para ponerse en situación antes de leerlo necesitarían dejar enfriar la casa durante un día entero, y ni por esas: solo serviría para tener frío, que no es lo mismo que pasar frío, como no es lo mismo tener hambre que pasar hambre. Para conseguirlo, para pasar frío durante su lectura o pasarlo yo mismo al escribirlo, tendríamos que desconectar la calefacción un invierno entero y conformarnos con braseros o calefactores que tampoco podríamos encender mucho rato por no poder pagar la factura eléctrica, y además deberíamos empeorar los materiales de construcción de nuestra vivienda, y ya de paso trabajar a la intemperie o en interiores helados, y llevar años pasando frío, llevar toda la vida pasando frío, incluso varias generaciones.

Cuando era universitario en Madrid viví dos años en un piso de estudiantes con ventanas viejas que no encajaban, en una fachada orientada al norte, décima planta sin edificios enfrente, hermosas vistas a la sierra de donde llegaba el viento gélido. Teníamos unos viejos calefactores que daban más ruido que calor y que tampoco encendíamos mucho por la factura. Dormía con un chandal gordo y calcetines bajo una montaña de edredones y mantas, estudiaba con abrigo, guantes y gorro, bebía cerveza sin meterla en la nevera, y pasaba todo el tiempo posible fuera, en la facultad, en casas de amigos, en bibliotecas o en la misma calle donde al sol hacía menos frío que en casa. Pero era joven, me acababa de independizar, y confiaba en que aquello fuese temporal, batallitas que contar en el futuro.

Hay familias que viven así no un par de cursos universitarios sino todos los años, y pasan frío continuo de noviembre a marzo, no solo cuando llega la ola polar de cada temporada. Hay muchísima gente soportando estos días de frío extremo en viviendas mal preparadas –tantísimos edificios construidos durante décadas con materiales baratos y sin aislamiento alguno; he vivido en unos cuantos-. Entre ellos hay muchos que no tienen calefacción, o la tienen pero no pueden encenderla más de unas horas, o ni eso, porque la factura eléctrica o del gas aprietan más que el frío. No solo en la Cañada –que debería tratarse como emergencia humanitaria- se pasa frío, mucho frío.

El frío es un indicador de pobreza tan rotundo como el hambre. O quizás más. El hambre te la quitas con cualquier cosa que te lleves a la boca, acabas encontrando solidaridad familiar o vecinal, servicios sociales, un comedor benéfico, comida detrás del supermercado o hasta en la basura, pero el frío no encuentra tan fácil alivio, es invisible y socialmente más tolerable, es subjetivo, es dudoso, no encuentra tanta solidaridad ni indignación, ni manifestaciones ni grandes promesas gubernamentales. Le hemos tenido que poner un nombre técnico –“pobreza energética”- para que el Gobierno se ocupe un poco de él, porque ningún gobernante va a prometer que tus hijos no pasarán frío mientras duermen o hacen los deberes.

En España hemos acabado con el hambre –al menos en su forma más dramática- pero no con el frío. No sabemos de gente que muera de hambre entre nosotros, pero hay muchos muertos de frío aunque nadie los cuente como tales, y no hablo solo del sintecho que aparece helado entre cartones, sino de ese frío permanente que hace enfermar y recorta años de vida. Si de frío hablamos, somos un país bastante pobre –incluso comparando con países de clima similar al nuestro-, con las casas peor preparadas (más de la mitad de construcciones sin aislamiento térmico), y con la luz más cara, con al menos uno de cada diez hogares en la eufemística “pobreza energética”. Por cierto: para los hijos de todas esas familias la escuela era el único sitio donde entraban en calor, y ahora con la pandemia ni eso, ventanas abiertas.

Los que no pasamos verdadero frío y solo lo tenemos puntualmente, los que en agosto decimos eso de “qué ganas de que llegue ya el frío y sacar el edredoncito”, podemos romantizar un rato la nevada y la ola de frío extremo, como ya hicimos con el confinamiento de la pasada primavera: mantita, sofá y series. Y luego están los pijos que se hacen fotos desnudos sobre la nieve o esquían por las avenidas, porque ser rico es también no pasar nunca frío y poder elegirlo como experiencia o diversión.

No pasar frío debería ser un derecho, pero entre nosotros es un privilegio, en casa pero también en el trabajo: hay tantos trabajadores de intemperie, en la ciudad y no digamos en el campo, o estos días en el camión varado en una gasolinera hasta que pase la quitanieves. Y muchos de ellos suman el frío laboral al frío doméstico cuando llegan a casa. En el frío hay poder adquisitivo, hay por tanto desigualdad, mucha desigualdad. El frío va por barrios y distingue de clases, vaya si distingue. Los que pasan frío no tienen una pala en casa, ni un 4x4 en el garaje, ni esquís en el trastero dispuestos para la ocasión. Igual que la pandemia ha resultado que no era igual para todos, también el frío entiende de clases, y más el frío extremo de estos días, que no golpea por igual a todos los barrios y hogares. Y si no, dense una vuelta por tantas viviendas de, por ejemplo, el barrio de Tetuán en Madrid, o no digamos la Cañada.

Cuando acabe esta semana de frío “histórico” y volvamos a nuestro invierno corriente, recordemos que seguirá habiendo varios millones de familias pasando frío, su frío, el de costumbre.

Hala, ya podemos volver a encender el radiador.

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