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Ayuso y sus demonios

García-Page, Fernández Mañueco y Díaz Ayuso, momentos antes de la reunión en Ávila

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Lo escribió Gil de Biedma, lo cantó Paco Ibáñez y la política se empeña en recordarlo cada día. España y sus demonios. Una triste historia sin duda la que vivimos desde que el virus amenaza nuestras vidas, que se convierte en más desgraciada aún cuando escuchamos a quienes se empeñan en no encontrar un espacio de entendimiento, en la confrontación permanente, en el regate corto, en las ocurrencias y en el combate dialéctico mientras la COVID-19 se expande a mayor velocidad de la que nuestros gobernantes toman decisiones. 

Antes de que llegara la segunda ola, hubo tiempo para tomar las medidas que han mostrado efectividad en otros países. Pero ellos, nuestros políticos, decidieron ignorarlas. Unos en aras de una libertad mal entendida y otros para que los gobiernos autonómicos se cocieran en su propia salsa. Ni se reforzaron los sistema sanitarios, ni se contrataron rastreadores suficientes, ni se realizaron PCR a los contactos estrechos de los infectados. De ahí partimos: de lo que unos no hicieron y otros consintieron. 

Madrid es el exponente máximo del despropósito en que se ha convertido la gestión política de esta pandemia mientras los ciudadanos asisten atónitos a decretos, órdenes y declaraciones contradictorias, cuando no a las delirantes declaraciones de una presidenta que ha dado muestras sobradas de no tener la preparación que requiere la responsabilidad que ostenta y de emitir señales evidentes de que ni lee ni escucha. Ni a los expertos, ni a sus consejeros, ni a su propio partido. Más de una decena de directores generales le han dimitido durante la pandemia, y ya no hay un solo barón del PP que oculte su perplejidad por la indescifrable Ayuso.

El bochorno que declaran sus homólogos en las dos Castillas -uno, incluso siendo militante del mismo partido- por el desconocimiento sobre el decreto del estado de alarma con el que Ayuso entró a la cumbre de Ávila da idea del vergonzante episodio protagonizado por la presidenta madrileña y del efecto que causa entre quienes orbitan en la vida pública. 

La cita no tenía más objetivo que el de convencer a Madrid de la necesidad de un cierre perimetral hasta el 9 de noviembre, como iban a decretar en sus respectivos territorios el popular Fernández Mañueco y el socialista García-Page, y ya había decidido otra media docena de Autonomías. “Ha costado, pero ha aceptado”, fue el mensaje remitido por algunos asistentes a la reunión, que advertían no obstante: “En todo caso, hay que esperar a que comparezca y lo diga ella porque con Ayuso cualquiera sabe si sube o baja o ha asimilado algo de lo que hemos hablado”. 

En efecto, el compromiso adquirido por la presidenta ante Mañueco y Page duró lo que el trayecto que recorrió entre la sala de reuniones y el atril donde se había instalado el micrófono para una comparecencia que volvió a resultar esperpéntica. Que si una carta al presidente, que si un confinamiento perimetral por tres días -y no los 7 a los que obliga el Decreto- que si la “madrileñofobia”, que si el maltrato de Sánchez, que si Barajas, que si los hospitales de cartón piedra… Todo para decir “no” a lo que diez minutos antes y ante los presidentes de las dos Castillas había dicho “sí”, a pesar de que “no conocía ni las líneas generales del Decreto sobre el que hablamos”, según aseguran fuentes presentes en la reunión. 

Todo esto sucedía mientras en el universo mediático-político quienes no querían un mando único del Gobierno de España en marzo lo reclaman ahora con insistencia y quienes defendían que la gestión de una pandemia no podía recaer en 17 gobiernos diferentes, endosan la responsabilidad a los territorios. Nadie dijo nunca que la coherencia fuera obligatoria en la vida pública ni que el festival de la España autonómica tuviese engrasada la maquinaria para afrontar la crisis sociosanitaria y económica que tenemos encima. 

Europa se ha convertido en el epicentro mundial de la pandemia en esta segunda ola. De ahí que Alemania o Francia hayan anunciado un confinamiento como el de marzo, además del cierre de la hostelería y el ocio que han sido aplaudidas en España incluso por Pablo Casado, el mismo que defiende el derecho de Ayuso a “autodeterminarse” en cuanto a la estrategia compartida por todas las Comunidades autónomas en la lucha contra el virus. 

En España en general, pero en Madrid muy en particular, hemos pasado de discutir de la falta de material sanitario, la ausencia de controles en Barajas o la ocultación de los datos de contagios y fallecidos a si se debe o no decretar un cierre perimetral en el que cada uno hace lo que le viene en gana menos entrar o salir de la región mientras el resto de Europa va tres pasos por delante de nosotros y los expertos hace semanas que ya creen inexorable el confinamiento domiciliario. 

La secuencia vivida desde el pasado domingo en que Sánchez anunció un nuevo decreto para declarar otra vez el estado de alarma no ha hecho más que aumentar la angustia y el cabreo de una ciudadanía que acusa la fatiga de la pandemia, pero también la que le produce unos políticos que dirimen sus diferencias sobre el tablero de una crisis sanitaria que se ha cobrado ya no menos 35.000 muertos. 

Y si los españoles no atienden ya a razones partidistas, mucho menos comprenden que el Gobierno decrete un nuevo estado de alarma para delegar el mando único en los presidentes autonómicos para inhibirse de la responsabilidad que le corresponde en esta segunda ola, habiendo dicho hace siete meses que la gestión de una pandemia era un asunto indelegable para el Gobierno. 

Explicar a estas alturas que el texto se aprueba exclusivamente para dar cobertura jurídica a las medidas adoptadas por las Autonomías, después de haber estado meses diciendo que el derecho a la movilidad solo lo puede limitar el Gobierno de acuerdo a los límites constitucionales es tan incomprensible como que Casado aplauda a Macron por tomar en Francia las decisiones que Ayuso se niega a adoptar en Madrid en perjuicio de la salud de los madrileños. Hemos llegado a un límite en el que la responsabilidad de la disparatada y caótica gestión madrileña ya no es solo de la presidenta regional, sino de quien la puso al frente de la nave sabiendo que carecía, no ya de experiencia, sino de aptitud para decidir sobre la salud y la vida de seis millones y medio de madrileños. Y esta fue una decisión, como se sabe, que unilateralmente tomó Pablo Casado, para perplejidad de propios y extraños. 

Pues eso: 

“De todas las historias de la Historia

la más triste sin duda es la de España,

porque termina mal. Como si el hombre,

harto ya de luchar con sus demonios,

quisiera terminar con esa historia

de ese país de todos los demonios“.

En este caso, los de Ayuso y los de Casado, que igual que ha decidido romper con Vox, en algún momento tendrá que hacerlo con quien puso al frente de la nave, si no quiere pagar él el precio de su ineptitud, como le advierten ya muchos de sus correligionarios. 

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