“Este barrio está lleno de chochos”: lo único que puede ofrecerme el agente inmobilario

Hay un tipo en Murcia al que vamos a llamar Fulano García que es agente inmobiliario. Según él, sólo trabaja con grandes tenedores. Nos dice, después de enseñarnos cuatro ruinas decimonónicas de doscientos metros cuadrados, que nosotros no somos su cliente, que su cliente es el propietario, “al fin y al cabo”. Pero que, cobrar, lo que es cobrar, nos va a cobrar a nosotros.
Un par de detalles sobre el tal Fulano: se ha encendido un piti en el salón de uno de los pisos y luego ha ido al baño dos veces seguidas. Sin ser yo el paladín de la sobriedad ni nada de eso, aquello era curioso. Mientras subíamos por las escaleras de un tercero sin ascensor nos decía: “Esto está lleno de chochos, ya veréis” asumiendo en nosotros una heterosexualidad gañana de la que no sabía que teníamos pinta.
También hemos visto el piso de un criptobró que iba a dejar desamueblado y pretendía cobrarnos dos meses de fianza. Por si rompemos el buen karma de la casa, porque otra cosa no había para romper. De hecho nos quería cobrar otros cincuenta euros al mes por la comunidad de vecinos –un edificio medio derruido y sin ascensor– que en teoría debería tener que pagar él. Una de las habitaciones tenía una pared de yeso que antes unía con el salón, dejando un cuarto minúsculo y rodeado de armarios. Unos días después, el tipo había rebajado el precio diez euros. No es coña. Diez euros, o sea, un metro cuadrado gratis, pagas 99 y el número cien lo pone el casero.
He parado a escribir esta columna y tomar aire y ganarle tiempo a mi rabia, porque estoy a dos citas concertadas con un random de Motocasa –o como se diga– de okupar un chalé con los dueños dentro. El rostro de cemento de Fulano y su necesidad de decir “te voy a ser sincero” cada dos minutos ha despertado mis peores instintos. Nos ha llevado a un bloque muy bien situado propiedad de unos hermanos, que lo heredaron al completo cuando murió su padre –patriarca de una familia ricachona de la Región– durante la pandemia. Ocho plantas y cinco pisos por planta, echad cuentas.
Los pisos eran una cochambre ruinosa, de suelo de terrazo, habitaciones interiores y un pasillo kilométrico –esas casas de los ricos de antes–, y nos ofrecía además un contrato de once meses. Cuando cambiaron la Ley de Vivienda –una “puta mierda a medio hacer que sólo protege al inquilino”, dice Fulano–, se estipulaba que los honorarios de la inmobiliaria, que en el mejor de los casos es un mes del alquiler más IVA, los tendría que pagar el arrendador y no el arrendatario. A no ser que el contrato de alquiler sea temporal. Así que, para acceder a un alquiler de vivienda habitual, por lo visto, necesitaba el aval de mi padre. “Porque tú eres autónomo y no te puedo embargar la nómina”. Que de qué curran mis padres, me pregunta a mis casi treinta años. De gestionar edificios desde luego que no.
La última gran cosa llegó al final del día, en el portal de los hermanos herederos, cuando nos dijo que bajo ningún concepto alquilaba a nadie que fuese abogado o hijo de abogado. “Hoy le he dicho a un chaval que no le alquilo. Su padre es un abogado de Cartagena, y es un tocapelotas que me ha dicho no sé qué de la ley. Los que saben de leyes se ponen muy pesados exigiendo cosas y yo no les alquilo nada, así que le he dicho al chaval que se busque la vida”. Puedes decir lo que quieras de una ley, pero si no la cumples, ¿de qué te quejas? “Es que el mercado está así”. Y así está, pero nadie te está obligando a subir los precios. Si pagas 600 al mes de hipoteca y decides alquilar tu piso por 1.200 estás parasitando tu barrio.
De estas lecciones (pisos viejos, caros y que requieren casi un tributo de sangre para acceder a la benevolencia del arrendador) lo que saco es que a la mayoría de los propietarios les da igual alquilar o dejar de alquilar el piso, lo que quieren es poder avalar su enésima oportunidad de hacerse a sí mismos, después de intentarlo con una marca de gafas de sol, otra de náuticos de suela de esparto y un restaurante de smash burgers en el centro.
Se pone siempre de ejemplo Madrid o Barcelona y estamos de acuerdo en que un alquiler de 4.000 euros por un piso de cuatro habitaciones –sin mayordomo ni nada, eh– es pasarse. Pero todo esto no se queda aquí. Las zonas periféricas de España –o sea, todo lo que no sea las dos más pobladas, para que se entienda bien en la prensa nacional– también viven un drama con el mercado inmobiliario, porque tienen un problema que en Madrid o Barcelona no conocen: la escasez de oferta. No pensamos hace veinte años, durante el boom de la construcción, en diseñar pisos para cuatro adultos que comparten alquiler: casi todos tienen una habitación de matrimonio y otras tres tamaño infantil. En Murcia los precios se han duplicado en diez años. En el mismo edificio donde nos ofrecían aquellos pisos de los años sesenta por 900 euros al mes, había contratos de renta antigua por los que se pagan 140. En 2020 pagaba 540 euros por un piso de tres habitaciones. Lo miré en Idealista hace unos días, porque lo alquilan a estudiantes, y estaba en 750.
De momento, nuestra estrategia de decir “el piso está hecho polvo” y ofrecer 200 euros menos no ha funcionado. De hecho, por lo visto no hay nada negociable. Lo de la ley de la oferta y la demanda será porque aceptas la oferta o te demandan; si no, a mí no me ha quedado claro. No podemos dejar en manos del mercado algo tan importante como la vivienda porque lo único que puede hacer el mercado al respecto es poner paredes de pladur para aumentar las habitaciones disponibles y ofrecerte de muy buena gana que “si necesitas un enchufe extra te lo ponemos sin problema”.
21