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Cadena perpetua: un castigo inhumano y degradante

Mercedes Gallizo

En un país –España– que contempla en su legislación penal penas máximas de hasta 40 años de prisión y en el que (desde la reforma del Código del 95) las penas se cumplen íntegramente, esforzarse en precisar que la instauración de una pena llamada “prisión permanente revisable” no es lo mismo que la cadena perpetua porque puede ser revisada es un sarcasmo.

30 o 40 años de prisión (como se aprobó en la reforma del Código del 2003) son ya algo muy próximo a una prisión de por vida. Esta nueva reforma da todavía un paso más allá. Obviamente, no se propone para revisarla a los 18 o 20 años de cumplimiento, como hacen algunos países. Para eso, resultarían más duras las larguísimas penas que ya existen de 30 o 40 años que –insisto– se cumplen íntegramente. Se propone para que sea una condena de por vida.

Dejémonos, pues, de bromas y llamemos a las cosas por su nombre.

Es difícil imaginar un castigo más cruel que la cadena perpetua, que es condenar a alguien a vivir sin horizonte, sin esperanza, sin futuro. Para muchas personas es un castigo más despiadado que la muerte. Y por eso tantas personas condenadas a perpetuidad acaban quitándose la vida. Esta es una siniestra realidad que viven algunos sistemas penitenciarios de algunos países.

Ni en los momentos más duros por los que la sociedad española ha pasado, desde la aprobación de la Constitución, cuando el azote del terrorismo se cobraba cada año decenas de víctimas, se atrevió nadie a suscitar el debate de la cadena perpetua. Quizá porque en la conciencia de la joven democracia española y de los demócratas, las penas inhumanas parecían insoportables, incompatibles con la sociedad que se aspiraba a construir. Quizá también porque aún no se había desatado ese absurdo populismo punitivo que ha encontrado la respuesta más fácil y más inútil ante cada problema que conmueve o preocupa a nuestras sociedades: endurecer el código penal, hacer una nueva ley que castigue con más dureza que la anterior las conductas. Cómo si la promulgación de la ley actuase como escudo protector frente a la irracionalidad, el fanatismo, las distorsiones de la personalidad...

El castigo sobre una persona no disuade a otras de la comisión de delitos; mucho menos, en los casos más graves. Es una evidencia. Actúa sobre la persona que cometió el delito, después de cometerlo, aislándola de la sociedad, pero no evita que otras personas puedan hacer lo mismo que ella hizo. Creo que no hay que esforzarse mucho en explicar esto en el caso del terrorismo yihadista. Hay muchas cosas que podemos y debemos hacer y que sí son efectivas, para prevenir, para detectar, para evitar que el terror actúe. Instaurar la cadena perpetua no es una de ellas.

Sin embargo, a la sociedad se le traslada reiteradamente el falaz mensaje de que hay que sacrificar algunos de nuestros valores, de nuestros principios, para garantizar la seguridad de todos. Un mensaje que, en el caso del endurecimiento de las penas, no se sustenta en ninguna evidencia.

No esperen ustedes que estas propuestas se acompañen nunca de la opinión de los expertos; es un mensaje netamente político. Se apoya en un sentimiento real: el miedo. Y se nutre de los mismos valores, o contravalores, que alimentan a la extrema derecha en auge: la sociedad será más segura si las leyes son implacables, si se acaba con lo que llaman “la laxitud”, si rechazamos todo lo diferente.

Reconocer derechos, aunque se trate de derechos humanos básicos, a “los otros” es dejarles que se rían de nosotros. La extrema derecha siempre ha defendido la cadena perpetua y, casi siempre, la pena de muerte. Las personas no cambian –dicen– y solo nos protegeremos de los más peligrosos si los liquidamos, sea de una vez o lentamente. Hay quien pretende combatir el extremismo copiando su discurso. Qué paradoja...

Yo no voy a negar la evidencia. No es fácil que una persona adulta cambie su forma de ver la vida, su actitud, sobre todo si tiene una patología detrás o si está enferma de fanatismo. Pero las Constituciones más avanzadas (la española entre ellas) nos mandata a intentarlo, a poner todos los medios para que esa persona se reeduque, se reinserte. Es lo que debemos hacer porque es aquello en lo que creemos.

Si se trata a una persona como una alimaña, acabará comportándose como una alimaña. Si se la trata con el respeto que todo ser humano merece, quizá acabe aprendiendo a respetar. Parece mentira que, a estas alturas, todavía no se entienda que el rigor y el abuso producen siempre victimismo y que este alimenta odio y resentimiento, que casi siempre se traducen en violencia. Porque se trata de evitar la violencia y el daño y no de ver quién responde a ella con más agresividad.

Ojalá fuésemos capaces de hacer de este un debate no solo ideológico, sino también práctico. Si queremos construir una sociedad más segura, necesitamos sobreponernos a nuestro impulso a vengar algo que nos repugna, que nos hiere profundamente.

La espiral de responder a la crueldad con crueldad, al desprecio a los valores con la misma moneda, es un camino que no lleva a ningún sitio bueno. Esa es una constatación tan vieja como la humanidad. Se equivocará quien piense que las sociedades más cultas y más avanzadas han ido prescindiendo de las penas más inhumanas y degradantes solo por criterios éticos y morales. También lo han hecho porque estas penas se han revelado inútiles y, en muchas ocasiones, contraproducentes porque alimentan más odio, más rencor, más desprecio a la sociedad que castiga así.

España tiene uno de los sistemas penitenciarios mejores del mundo, aunque sea –como todo– mejorable. Basa su intervención con las personas condenadas a penas de privación de libertad en la preparación para la vuelta a la sociedad. Se esfuerza por animarles a que estudien, a que aprendan un oficio, a que asuman y practiquen el respeto a los demás y también a sí mismos. Los funcionarios públicos y muchos voluntarios intentan que las personas que estén en prisión dejen las drogas, recuperen su salud, aprendan a convivir sin violencia, cambien el rumbo de su vida, para que vuelvan mejores al mundo libre. Este es el mandato que la Constitución nos da.

Si se instaura la cadena perpetua, habrá que formar a los funcionarios para que sepan cómo se debe trabajar con alguien que no tiene horizonte de salida; habrá que pensar en actividades no para prepararles para la vida en libertad, sino para que puedan afrontar la reclusión permanente; habrá que disponer de más psicólogos y psiquiatras para evitar o tratar la desesperanza que esa situación produce, para tratar de que no se traduzca en violencia hacia ellos mismos o hacia otros; habrá que habilitar los centros penitenciarios para que se conviertan en lugares permanentes de vida para algunas personas.

Y todo porque alguien ha pensado que la gente le va a apreciar más si les promete más seguridad, aunque sepa que es una promesa falsa porque es obvio que la seguridad no depende de eso. Aunque sea una promesa a 30 o 40 años vista, que es cuando tendrá efectos reales este cambio de la ley. Porque, aunque mucha gente lo olvide, las leyes penales no tienen efectos retroactivos. Y esta será de aplicación a quienes cometan sus delitos a partir de su vigencia.

Estos políticos que ahora explican tan convencidos que esto es imprescindible para la seguridad de hoy, tendrán que explicar a la opinión pública el mes que viene, el año que viene..., cada vez que salga de prisión alguien que ha cumplido su condena y que considera que es un riesgo, que esa supuesta seguridad está diferida a un tiempo muy lejano. Un tiempo en el que, con un poco de suerte, habremos encontrado la manera de revolver las cosas de forma más racional.

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