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Comas: el infierno de la puntuación

Comas joánicas en un texto del Codex Montfartianus. | Imagen de dominio público.

Elena Álvarez Mellado

La semana pasada, el presidente de la gestora del PSOE Javier Fernández publicaba una carta dirigida a Pablo Iglesias en la que contestaba a la propuesta de moción de censura de Podemos. La carta en cuestión ha traído bastante cola, no solo por su contenido sino también por su redacción. En concreto, el derroche de comas de la carta ha suscitado no pocos comentarios jocosos.

Reconozcámoslo abiertamente: la puntuación en general es un dolor de muelas y las comas en particular nos llevan por el camino de la amargura al común de los mortales. Aquel que esté libre de una coma mal puesta que tire el primer diccionario.

Si la comparamos con la escritura, la puntuación es un invento relativamente reciente. El padre de la coma fue Aristófanes de Bizancio, un bibliotecario de la célebre Biblioteca de Alejandría que vivió allá por el siglo III a. C. Por aquel entonces, la forma de escribir era en scriptio continua, es decir, los textos se escribían de corrido, sin signos de puntuación ni espacios entre palabras. La finalidad de los textos escritos no era la lectura individual tal y como hoy la concebimos, sino que los textos se entendían como partituras pensadas para que el orador ejecutase en directo el discurso. Nos gusta pensar que toda lengua pasada fue mejor y que ya no hay decoro lingüístico como el de antes, pero lo cierto es que la scriptio continua de la Antigüedad nos resultaría hoy ilegible y haría que hasta el más nostálgico de los talibanes ortográficos modernos abrazase con alegría el lenguaje abreviado y telegráfico de las redes sociales y de los servicios de mensajería.

La propuesta de Aristófanes de Bizancio era sencilla y eficaz: indicar mediante un sistema de puntos la cantidad de aire que el orador debía tomar en cada pausa para poder acometer sin ahogos el fragmento de texto hasta la siguiente pausa. En una época en la que era el lector quien debía apañárselas para separar correctamente el espagueti continuo de caracteres, se asumía que para comprender totalmente un texto eran necesarias varias relecturas. En ese sentido, la notación que proponía Aristófanes suponía una mejora notable, ya que permitía al orador enfrentarse al texto de primeras con más claridad.

Lejos de ser una anécdota irrelevante sobre eruditos de la Antigüedad, la invención de Aristófanes de Bizancio es un buen ejemplo del problema que supone reflejar por escrito la infinidad de matices relevantes que tiene la lengua oral y del ingenio de los hablantes para proponer soluciones creativas a las limitaciones de la escritura. En último término, el espíritu de su propuesta no es tan diferente del uso creativo que hacemos hoy de emojis, gifs y otros elementos extralingüísticos recientes (y que por ahora viven extramuros de la normativa): al fin y al cabo, lo que tanto Aristófanes como los hablantes de hoy buscamos es indicar visualmente al lector cómo debe interpretarse oralmente una frase y el tono adecuado con el que queremos ser leídos.

Con el transcurso de los siglos, la tradición de la oralidad fue siendo sustituida por una tradición centrada en los textos escritos y la escritura fue entendiéndose cada vez menos como un elemento auxiliar de la oralidad y más como un sistema en sí mismo con su propia lógica interna. Lo que en su día habían sido signos de respiración puestos un poco a la buena de Dios según la capacidad pulmonar del orador se convirtió en un protocolo lingüístico formal con poco margen de maniobra. En contra de lo que solemos pensar, las comas hoy no representan respiraciones sino que se rigen por criterios exclusivamente gramaticales, coincidan o no con pausas orales. Las reglas de puntuación se parecen al código de circulación: intentan dar lógica a los enunciados, resolver ambigüedades y aislar de forma unívoca pero fluida los elementos que forman las oraciones.

Hay comas evidentes y poco problemáticas, como la que separa las enumeraciones (salir, beber, el rollo de siempre). Otras, en cambio, corren peor suerte. La coma del vocativo (esa que aísla el nombre del destinatario al que va dirigida nuestra frase, como en Houston, tenemos un problema o Tócala otra vez, Sam) es raro verla fuera de contextos formales y esmerados. Entre los sibaritas ortográficos, la coma del vocativo levanta unas pasiones que hacen que la polémica sobre la tilde en sólo parezca una discusión de patio de colegio; si quiere conquistar a un purista de la lengua, no se olvide de ponerla:

Por otro lado, están las comas de más, aquellas que ponemos cuando nos puede la hiperventilación tipográfica y nos dejamos llevar por la emoción de puntuar según nos suena. Los correctores llaman “coma asesina” a la coma innecesaria que habita entre sujeto y predicado y que campa a sus anchas en titulares y entradillas de los más reputados medios. Quizá su éxito se deba a que en la lengua hablada tendemos a hacer una breve parada cuando el sujeto es particularmente largo.

Lo que nuestra incapacidad para poner comas de acuerdo a la norma nos recuerda es que la lengua es, antes que ninguna otra cosa y a pesar de los milenios de tradición escrita y del empeño de los puristas ortográficos, oralidad. Por eso cuando toca puntuar un texto optamos por tocar de oído y ponerlas intuitivamente allá donde nos parecería natural respirar. Seguimos siendo hijos de la tradición aristofánica. Nos duele la espalda porque evolutivamente aún no nos hemos acostumbrado a la bipedestación y no sabemos poner las comas porque, en último término, seguimos siendo seres fundamentalmente orales.

En este artículo hay 45 comas. Todas ellas han sido tratadas con dignidad y cariño.

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