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Mi comida con Vox

Santiago Abascal se hace una foto con una simpatizante de Vox.

Lolita Bosch

Este fin de semana pasado unos amigos me invitaron a una comida. Éramos 20 comensales adultos y una docena de niñas y niños. Nos sentamos a comer en un ambiente festivo y alegre, con ánimo de disfrutar un sábado luminoso en el que habíamos esperado que lloviera. Comida buena, buen ambiente, risas, vino excelente… hasta que una cosa llevó a la otra y claro: llegamos a la política. En un entorno distendido y alegre y con personas de casi los cuatro costados y el centro del Estado Español: Jaén, Madrid, Asturias, Catalunya… Seguro imaginan la comida, antes comíamos muchas veces así. Pero la crispación política de los últimos años nos llama a poner exigencias antes de seguir celebrándolas. “Yo voto Vox”, me dijo una mujer con la que llevaba un rato conversando. “Yo a los independentistas catalanes”, respondí. “Lo entiendo”, me dijo. Y me quedé, como dirían en México, con el ojo cuadrado. No porque esa mujer entendiera que yo soy independentista y republicana, sino por la velocidad con la que respondió. “Yo a Ciudadanos”, dijo su acompañante. “Podemos”, dijo una chica sentada a mi lado. Y desde el PSOE hasta el PP, hicimos como una ruleta de respuestas que nos llevó a reírnos las unas de los otros en una España que no recordaba: ganó el humor. Durante un rato ganó un sentimiento que nos ganaba antes. Cuando la política era una esperanza y no esta catalogación social.

Entiendo y respeto las posturas políticas. Nunca he querido una sociedad que piense como yo, sino un sociedad en la que podamos convivir con personas que opinen distinto. No sólo por una cuestión de entente social, sino porque creo que todas y todos tenemos mucho que aprender. Obviamente, yo, republicana, siento que tengo razón en muchas de las cosas que opino sobre el orden social que compartimos. Y creo, tengo que reconocerlo, que mi propuesta social es más solidaria e incluyente; más justa. Y probablemente lo sea. Pero mi respeto hacia los demás no puede venir condicionado por todas las cosas que pienso de lo que representan antes de conocerlos. Porque necesito vivir con la puerta abierta a la posibilidad de aprender y porque siento que vivo rodeada de personas que, como yo, aprenden constantemente a pensar y a replantearse las pocas certezas que tenemos todas y todos.

Aún así, la gran mayoría de mis amigas, amigos y familia no se sentaría a comer con alguien de Vox. Del mismo modo que, cuando Antonio Baños de la CUP se negó a contestarles, en el Juicio al Procés yo celebré que alguien cumpliera esa función (que me pareció excesiva cuando la duplicaron todos los miembros de la CUP que han pasado por el Tribunal Supremo). Yo creo profundamente en el diálogo y en la necesidad de escucharnos y llegar a encuentros comunes. Sé que hay cosas que no entiendo y necesito entender. Y sé que hay muchas otras cosas que los demás no entienden de mí y estoy dispuesta a hablarlo.

Pero sé, sobre todo sé, que un país civilizado es el que puede convivir con todas las opciones demócratas y políticas sin que esto suponga una fractura de la sociedad. Nos gusten o no. No me gustan. No firmaría ninguna de las propuestas que he leído en los programas electorales de los tres partidos de la derecha (a excepción, probablemente, del plan Erasmus que Ciudadanos tiene para los jubilados y jubiladas en Europa y que me parecería una experiencia fundamental). Eso no significa que me niegue a escucharlos. No porque crea que a lo mejor tienen razón en planteamientos que a mí me parecen clasistas, xenófobos o machistas; sino porque ellos y ellas también son nuestra sociedad. Y es mejor que si consiguen acceso a la voz pública lo hagan en las urnas. ¿Me gusta que Vox saque un solo diputado? No. ¿Me irrita la heterosexualidad extrema de Santiago Abascal? Profundamente. ¿Me pone nerviosa Pablo Casado? Mucho porque no le creo nada. ¿Inés, Albert? Creo verles siempre el truco cuando hablan. Pero a sus votantes no los conozco y de entrada estoy dispuesta a escucharlos.

Entre muchas otras cosas porque yo tengo otra sociedad, la mexicana, en la que sabemos que la única salida de la violencia brutal en la que vivimos sumidas y sumidos desde hace muchos años está en la posibilidad de diálogo. Y cuando a mí me preguntan si me hubiera sentado con un presidente de derechas como Felipe Calderón o priista como Peña Nieto para tratar de encontrar una voluntad común por la paz de México, respondo que sí. Que obviamente que sí. Que ojalá de algún modo hubiera podido conseguirlo. Que sigo intentándolo. Y que estoy convencida de que la paz social tiene que estar por encima de todas nuestras razones, todos nuestros motivos. No la paz mafiosa, sino la voluntad de entendernos las unas a los otros. Que así sea.

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