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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Querida Colombia

Indígenas procedentes del departamento del Cauca se suman a las protestas contra la reforma tributaria, en Cali (Colombia). EFE/Ernesto Guzmán Jr/Archivo

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“Los problemas sociales no deben solucionarse con militares” ha dicho estos días un amigo de Lucas Villa, el joven que recibió el impacto de ocho balas durante una protesta contra el abuso político y de orden. Como Lucio, su amigo es joven, estudiante, pacifista. Y necesita recordarnos algo así de básico: que el ejército no es para eso, que las exigencias de la ciudadanía no pueden ser silenciadas con balas. Y que no se puede, añado yo, matar la verdad, el cuestionamiento, el derecho legítimo de estar en contra. Sea del lado que sea. Parece básico pero necesitamos recordárnoslo a cada rato. Nuestro legítimo derecho de disentir y manifestarnos es la semilla imprescindible de una sociedad sana.

Sociedad sana: Casi parece una tautología (que mi corrector se empeña a corregir por patología, lo que considero una buena percepción involuntaria). Pero las hay. O hay momentos. De hecho, cuando se firmó la paz en Colombia parecía que se acercaba uno de esos momentos que no olvidamos nunca. Fue emocionante, a pesar de las críticas, las puntualizaciones y los peros (que los había, siempre los hay, muchos de ellos legítimos). El primero de los acuerdos se firmó en Cartagena de Indias en septiembre 2016 y se hizo un plebiscito para refrendarlo con la sociedad; pero la sociedad votó no (porque ninguna guerra queda impune, porque la construcción de la paz es mucho más complicada que la caída a la violencia y porque tras generaciones de conflicto es complicado comenzar de nuevo). Aun así, sin rendirse, tras semanas de negociación y debate público, se firmó un segundo acuerdo en Bogotá el 24 de noviembre que fue ratificado por la Cámara de Representantes y el Senado de Colombia, finalmente, a finales el 30 de noviembre de 2016. Hace unos cuatro años y medio, y gracias al esfuerzo de muchísimas organizaciones civiles y de derechos humanos que trabajaron incansablemente en todo esto.

Pero lo sabemos en España (o no, a menudo parece que no, pero deberíamos saberlo): la dictadura militar, la dictadura de la violencia y el sometimiento a un gobierno extranjero, dijera Adorno, acaban explotando como hongos podridos en la boca. Lo sabemos (aunque no es, ni de lejos, o no todavía, la idea transversal que nos atraviesa): la historia y el silencio se pagan muy caros. Y la voz de la resistencia colombiana, hace años, nos sirve (o debería servirnos) como ejemplo de embate a la herencia histórica. 

Combatir en Colombia es combatir una guerra civil de décadas, un ejército profundamente armado y corrupto, todas las violencias que someten al país, la injusticia que viven las familias que han perdido tantas veces, la pobreza, las personas desplazadas, secuestradas, desaparecidas, muertas. Y aún así la gran disidencia es pacífica y sigue abogando por los mismos derechos por los que se ha abogado desde hace tanto, demasiado, tiempo (No sólo en Colombia, claro, sino en el mundo; pero ¿qué haríamos sin ver que hacer algo así es posible?). Este es un movimiento que no cesa. Aunque en Colombia haya generaciones enteras (¡generaciones!) cansadas de luchar y sentirse amenazadas. La vinculación del gobierno de Colombia con el de los Estados Unidos es larga y compleja, pero sin duda afecta a la voluntad de silenciar un pueblo valiente, generoso y atento. Ser la plantación ilegal de medio mundo es una situación tremenda. Vivir bajo el yugo del capital extranjero es desesperante. Lo sabe cualquier persona que conozca Colombia. Como sabe también que el país es un punto y aparte. Uno de esos países que sí

Y ahora Colombia sale de nuevo a la calle, con memoria, con dignidad, con valentía, armada de paz. Increíblemente armada de paz. Hay quien dice que es su entrada definitiva en el siglo XXI, hay quien ve en el hartazgo la estela de la guerra, hay quien entiende la indignación por motivos económicos, políticos, corruptos). Sea como sea, de nuevo Colombia sale a la calle armada de paz. Con una alegría contagiosa que reconocemos y una esperanza que nunca, nunca se agota (Y eso los honra). Lamentablemente, más de 20 muertos después, varias portadas internacionales después, varias indignaciones y tristezas después, el expresidente Álvaro Uribe, a quienes mucho responsabilizan de una violencia institucional sin precedentes (incluso en Colombia: sin precedentes), tuiteó el pasado 3 de mayo sus recomendaciones para luchar contra esa resistencia digna y pacífica y necesaria: “1.Fortalecer FFAA (las Fuerzas Armadas), debilitadas al igualarlas con terroristas, La Habana y JEP (Jurisdicción Especial para la Paz). Y con narrativa para anular su accionar legítimo; 2. Reconocer: Terrorismo más grande de lo imaginado; 4. (sic: 3) Acelerar lo social; 5. (sic: 4) Resistir Revolución Molecular Disipada: impide normalidad, escala y copa”. Y este último consejo no es suyo, sino del neonazi chileno Alexis López, que tal y como cuenta el medio imprescindible La silla vacía: “mira la protesta social —así sea pacífica— como una de las múltiples caras de una guerra que libra la delincuencia contra la institucionalidad para tomarse el poder y acabar con la democracia”. Así las cosas en la derecha latinoamericana. No es fortuito, sino resultado de años y años de injerencia extranjera, capital y de derechas. De repartir el poder de acuerdo con objetivos no locales. De tratar de polarizar una sociedad que, a pesar de todo, está representada en todos sus estratos en las protestas pacíficas. No, no es fortuito sino una consecuencia de esta historia que nos pisa. 

Lo que sí parece fortuito, pero es reflejo de un profundo amor por la tierra y por los demás, de la responsabilidad civil, y de honrar a las muertas y los muertos que nos preceden, es que sigan naciendo jóvenes valientes y consecuentes como Lucas Villa. Que a pesar de que el presidente Iván Duque tuiteara con falsa indignación ecuánime (en la que apenas confía la curtidísima ciudadanía colombiana) que “Condenamos lo sucedido en Pereira con el joven Lucas Villa y sus compañeros mientras marchaban pacíficamente en el viaducto”. Y le exigiera públicamente al “@DirectorPolicia Vargas, (que) tenemos que dar con el paradero de culpables y llevarlos ante la Justicia. No toleramos estos actos de violencia y los rechazamos”, no cesa. Según el poder fáctico no cesa porque se ha creado una “narrativa para anular” el “accionar legítimo” de las Fuerzas Armadas o porque el “terrorismo (es) más grande de lo imaginado”. Pero no es cierto. No cesa porque un poder tan estricto, mal acostumbrado, largo y protegido por la silenciosa comunidad internacional, es tan, tan fructífero, económicamente hablando, que para ganar y mantenerse firmes (literalmente: firmes) vale todo. Aunque no sirva. Tras unas protestas legítimas y necesarias, tras los asesinatos de más de 24 personas de acuerdo con el New York times del día 6 de mayo (¡24 personas! ¿Se imaginan?), en Colombia siguen naciendo jóvenes valientes y consecuentes como Lucas Villa.

No en vano Colombia ha sido la plantación ilegítima del mundo occidental que ahora mira con incredulidad la violencia y se miente muchísimo menos que otros países. O se miente sobre todo desde afuera. Porque desde adentro la conocen y saben cómo combatirla. Cómo se hacen tantas y tantas cosas en Colombia: sin rendirse nunca, sin dejarse callar, sin perder de vista la belleza, la educación, la solidaridad y la generosidad. No hablo por hablar. Fue una de las cosas que grabó Lucas Villa unos días antes de que ‘unos desconocidos vestidos de civil’ le dispararan 8 balas en un puente peatonal de Pereira: “Dios los bendiga y quedamos así, no pasa nada. Nos recordamos en los corazones. En la buena, en la buena, chachos”. Y no vamos a dejarlo solo, porque la dignidad que nos recuerda constantemente la resistencia pacífica de América Latina es imprescindible homenajearla, acompañarla y aplaudirla: nuestro corazón, con ustedes. Querida, querida Colombia, aquí estamos y una vez más: gracias por el ejemplo. 

(PD. Vean, si no la conocen, la última película de Fernando Trueba basada en un libro de Héctor Abad Faciolince: El olvido que seremos, un canto de amor a un país, tan bello, oiga, que llega en el momento oportuno).

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