La composición química de las palabras
Estaba leyendo un libro y, de tanto mirar el papel, empecé a sentir el olor y el tacto de la madera. Seguí leyendo y, al pasar las páginas, noté un viento en la cara. Leí más y se me empaparon las manos. Y al llegar al último capítulo me di cuenta de que en la textura del libro no solo había madera. Estaba la naturaleza entera.
Había fuego, agua, aire, metal… Me llevó cientos de páginas pero por fin lo descubrí: esos fenómenos naturales (el viento, la humedad…) y esos elementos químicos (el oxígeno, el azufre…) proporcionaban las palabras. Eran ellas las que daban sabor a los párrafos y a los pasajes que me llevaban por momentos dulces y momentos amargos.
Decidí leerlo de nuevo, pero, ahora, en vez de fijarme en el significado de las palabras, busqué su esencia y su composición.
Distinguí entonces entre palabras finas y palabras gruesas. A un lado puse las finas (delicadas, cultas, bellas…) y a otro, las gruesas (tacos, insultos, groserías…). Extendí la cinta métrica sobre unas y otras, las puse en una balanza, conté sus letras y vi que no había diferencia de volumen entre ellas. No pesa más cabrón (una voz soez) que inefable (una voz con muchos fans entre las personas cultas). Así que lo único que saqué en claro es que para despreciar algo, lo llamamos gordo. Es decir, somos una cultura gordofóbica.
Pensé en otra forma de medirlas y hallé que hay palabras densas, profundas, superficiales… Pero como había sacado la báscula, las fui subiendo una a una, y lo que sí que vi es que algunas pesan poquísimo. Son las palabras huecas y las palabras vacías. Y lo sorprendente es que eran la mayoría. Eran las voces del hablar por hablar que no dicen nada. Las típicas “¿cómo estás?” cuando no te interesa cómo está el otro o el “cuenta conmigo” que luego no mueve un dedo.
Quizá por eso, y por su peso, muchas de ellas son las palabras que se lleva el viento. Esas que se dicen y tienen menos sujeción que un globo. Palabras etéreas, palabras volátiles… Aunque bien distintas son las palabras que dan oxígeno (cuando, por ejemplo, sale el cirujano del quirófano y dice que todo ha ido bien).
Pasé después a observar la composición química. Encontré palabras metálicas y palabras de acero: eran voces tan firmes y sólidas, que jamás se las lleva el viento. Los que tienen palabras de acero son gente de palabra. Lo explica en una canción el mexicano Fidel Rueda:
Por ser un hombre sincero
Mis amigos me respetan (...)
Mis palabras son de acero
Así nací en el planeta
A otras, la composición de metal, más que consistencia, les da pesadez. A ver quién aguanta una conversación llena de palabras plomizas.
Aunque el escenario contrario no pinta mejor. Frente a la palabra plomiza está la palabra florida («muy escogida», según la RAE). Pero es que… lo florido es tan rococó que hasta en su definición del diccionario hay pringue ornamental: «dicho del lenguaje o del estilo: amena y profusamente exornado de galas retóricas».
Entre tanta flor sentí el rocío de la mañana. Era tan abundante que alrededor aparecieron palabras empapadas de connotaciones. Algunas, incluso, eran palabras que caían en papel mojado. Y todo hubiese acabado hecho una sopa si no hubieran surgido de pronto las palabras ardientes de unos amantes que se decían obscenidades y las palabras incendiarias de unos manifestantes ultra que casi nos tiran un contenedor a la cabeza.
Los muy malditos gritaban palabras afiladas y palabras cortantes. No dijeron una sola palabra rasa. Más que hablar, parecían escupir. Y luego llegó una persona, que, con calma chicha, soltó palabras venenosas, palabras envenenadas, palabras tóxicas: “A los progres que critican lo que decimos de los menas que les manden uno a casa”.
Eran palabras hirientes para culpabilizar a unas víctimas. No eran palabras estériles, que no dan fruto. Al contrario: alimentan el miedo y el odio. Y el asunto es tan serio porque el racismo, la xenofobia y la aporofobia son palabras mayores (de mucha importancia y grandes implicaciones).
Pero eran palabras tan ácidas y tan amargas que pasé corriendo esas páginas y me fui en busca de palabras… picantes (así llamaban a las palabras que se referían al sexo cuando el sexo era tabú) y palabras dulces. Y así pude cerrar el libro y quedarme con un buen sabor de boca.
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