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¿En qué cree realmente Feijóo?

Alberto Núñez Feijóo y Alfonso Rueda, en la Junta Directiva del PPdeG el lunes.

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Hace unos días Feijóo negó que se hubieran producido negociaciones con los representantes del independentismo catalán a cuenta de su investidura tras las elecciones del 23J. Aquella negación no sólo contradecía lo que el propio PP había filtrado conscientemente a los medios, sino que también era contraria tanto a lo que sabemos muchos como al propio sentido común.

Por supuesto que el PP habló hace unos meses con los partidos independentistas. Además, no solo hablaron, sino que exploraron posibles caminos para que la investidura de Feijóo saliera adelante. Y eso implica, entre otras cosas, que escucharon y valoraron algunas propuestas del independentismo. De la misma manera que también hubo conversaciones en el año 2017, cuando el Gobierno de Rajoy mantuvo líneas abiertas con el Gobierno de la Generalitat para tratar de reconducir la situación que estaba creando el referéndum y la declaración unilateral de independencia. Todo esto, de hecho, es lo normal en una democracia. Lo anormal, y sobre lo que merece la pena reflexionar, es el motivo por el que uno de los actores –el PP– lo niega con tanta rotundidad.

En mi opinión, para entender bien esta situación hay que examinar dos dimensiones relacionadas: una aritmética y otra ideológica. 

La primera tiene que ver con las posibilidades reales que tiene el PP para sumar mayoría en unas elecciones generales. Durante la democracia el partido ha disfrutado de dos mayorías absolutas en el Congreso (2000-2004 y 2011-2015), en las que hizo y deshizo a su antojo, y de dos gobiernos en minoría (1996-2000, 2015-2018), los cuales se sostuvieron con el apoyo de partidos nacionalistas del País Vasco y de Cataluña. Desde la irrupción de Ciudadanos, primero, y Vox, después, las posibilidades de alcanzar una mayoría absoluta se han visto enormemente mermadas. Sin esa posibilidad, ahora mismo quimérica, el PP necesita bien a la extrema derecha bien a las derechas nacionalistas vasca y catalana. Con los primeros tienen interlocución e incluso cogobiernos regionales y locales, pero con los segundos tienen casi todos los puentes dinamitados. No es irracional que haya quien les recomiende reconstruir estas relaciones.

Eso nos lleva a la segunda dimensión, la ideológica. Los dos primeros gobiernos del PP (1996-2004) se apoyaron sobre un ciclo alcista de la economía española, con un crecimiento económico sostenido por una inmensa burbuja inmobiliaria y las transformaciones económicas impulsadas a nivel global por las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Por el contrario, los dos siguientes gobiernos del PP (2011-2018) se apoyaron sobre las condiciones sociales –desempleo, frustración y rabia– que habían creado precisamente el estallido de la burbuja financiera y la crisis económica subsiguiente. La fuerza del PP se encontraba en la dinámica de la acumulación de la economía española y, desde luego, no se fundaba en una visión ultraconservadora de la idea de nación.

En aquellos tiempos, los conservadores intentaban concretar una idea de la nación española que tomara distancia del esencialismo católico que había dominado y vertebrado el bloque de poder conservador desde hacía varios siglos. Los libros de Aznar de 1994 y 1995 trazaban incluso la idea de una España plural y multicultural, aunque totalmente opuesta a nuevos procesos de federalización de las instituciones políticas y sin abandonar la idea de una nación histórica que se remontaría en origen cinco siglos atrás. En suma, el modelo a reivindicar era una interpretación conservadora del constitucional de 1978, lo que incluía el hasta entonces ignorado o rechazado modelo de las autonomías. A comienzos de la década de los 2000 incluso era habitual que el PP hablara de “patriotismo constitucional” como idea que condensaba esas ideas novedosas para la derecha española.

Como ha subrayado el historiador Xosé Núñez Seixas, esta secularización de la idea de nación española fue pareja a un proceso cultural de renacionalización social dirigido desde sus Gobiernos, basado en la recuperación de los símbolos –sobre todo de la bandera– y la promoción de un sentimiento comunitario de identidad nacional. Con todo, aquel proceso fue profundamente contradictorio y nunca terminó de emanciparse de las arraigadas visiones mucho más reaccionarias y esencialistas de la idea de nación española. El Estatut catalán de 2006 abrió de nuevo el debate, pero fue el nuevo proceso independentista catalán, renacido en 2012 también de las cenizas del modelo de acumulación económica previo, lo que terminó de decantar la balanza hacia las posiciones más reaccionarias. En la derecha tomó fuerza el miedo a que la España de las autonomías hubiera sido la puerta de entrada a la destrucción de la esencia de España. Este nacionalismo reaccionario español fue el vector por el que creció Ciudadanos desde 2016, se radicalizó el PP estatal, se disparó Vox y se consolidó, sobre terreno fértil, el liderazgo madrileño-estatal de Díaz Ayuso. 

No obstante, no todos en el PP pensaban igual. Entre las filas conservadoras también hay una pulsión no sólo más pragmática sino también menos reaccionaria en relación con la idea de España. En particular, Galicia es una de esas regiones donde se ha promocionado su propio idioma y cultura e incluso se ha presionado por una mayor descentralización del poder estatal. Las posiciones galleguistas de Fraga trataban de combinar la reclamación de una identidad regional con una idea, necesariamente más abierta que la madrileña, de nación española. De aquello salía una maraña confusa de términos que no terminaban de encajar bien, como las de nación y nacionalidades. Es más, como presidente de Galicia y en fecha tan reciente como 2014, el propio Feijóo llegó a hablar de Galicia como “nación sin estado”

En esa misma confusión se han manejado los dirigentes del actual Partido Popular desde hace años. No terminan de cuadrar el círculo. En el año 2022, el coordinador general del PP, el malagueño Elías Bendodo, llegó a hablar de que “España es un país plurinacional” para tener que retractarse en cuestión de horas y ser rectificado por el propio Feijóo, ambos aplastados por las reacciones de los medios de comunicación de base madrileña, por sus propios compañeros más reaccionarios, por el partido de extrema derecha, y por las turbas de las redes sociales –estas siempre dominadas por el clima que más polarice–.

Si quiere ser presidente de España, Feijóo tendrá que elegir entre una alianza con la extrema derecha –una opción que no ha sumado en las últimas elecciones– o recuperar los puentes que permitieron al PP gobernar en varias ocasiones en España

Y así llegamos a la actualidad. Un Feijóo del que no sabemos qué piensa realmente sobre la idea de España y que se mantiene sobre un difícil equilibrio. Sin embargo, tiene un problema eminentemente práctico: si quiere ser presidente de España tendrá que elegir entre una alianza con la extrema derecha –una opción que no ha sumado en las últimas elecciones– o recuperar los puentes que permitieron al PP gobernar en varias ocasiones en España. El problema es que para hacer esto segundo tiene que recuperar una visión más abierta de lo que es España, y ese camino está taponado por los elementos más reaccionarios que están dentro y fuera de sus filas. Cualquier paso en falso puede costarle el puesto, y si no, que se lo pregunten a Pablo Casado.

Ahora bien, Feijóo siempre puede echar mano de la casi siempre exitosa estrategia de Rajoy: dejar que la realidad vaya consumiendo a los adversarios. En cierta medida, y una vez Feijóo cruzó el Rubicón –o el Miño, al caso–, no le queda otra cosa que seguir hacia delante. Y quizás ha depositado toda esperanza en que la pulsión autodestructiva de la izquierda sea la que le cimente el camino a la Moncloa. Al fin y al cabo, la izquierda española –dividida y cainita como siempre– no deja de mandarle señales para que, efectivamente, solo tenga que sentarse a esperar. Gracias a eso podría Feijóo no tener que resolver ninguna de las muchas contradicciones ideológicas que tiene encima de la mesa, y nosotros seguiríamos sin saber qué piensa realmente Feijóo de todo esto. En España no es raro ganar por los deméritos de los demás.

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