Las cuentas con el pasado
El 12 de octubre de 2004 se produjo un acontecimiento muy singular en el desfile de las Fuerzas Armadas. Por iniciativa del entonces ministro de Defensa, José Bono, un grupo de ancianos, repartidos en dos columnas, encabezó la marcha. Al frente de una iba Luis Royo, que combatió en defensa de la República en la Guerra Civil y luego con la División Leclerc en la liberación de París; la otra la lideraba Ángel Salamanca, que participó en la División Azul, el cuerpo de falangistas que apoyó al Ejército nazi en la ofensiva militar contra la Unión Soviética. Salamanca lucía una medalla que seis años antes, en el Gobierno de Aznar, le había otorgado el ministro de Defensa, Eduardo Serra, por su “valor en la defensa de una posición en Krasnijbor (frente ruso)”.
Mientras las dos columnas de veteranos avanzaban frente a la Plaza de Colón aquel 2004, la voz que narraba el desfile proclamó: “La paz y la concordia han quedado para siempre establecidas”. Al finalizar el acto, la televisión captó una imagen de esa supuesta concordia: “Nosotros luchábamos por la libertad, vosotros ayudábais a los nazis”, espetaba Royo a Salamanca, que respondía contrariado: “No es momento de discusiones”. En los días previos, numerosas asociaciones republicanas, de víctimas del franquismo y de derechos humanos habían manifestado su repudio a ese ejercicio de nivelación entre republicanos y falangistas. Bono calificó de “antiespañoles” sus planteamientos y zanjó la polémica afirmando que “es mucho más solidario, moderno e inteligente” buscar la concordia que la confrontación.
El expresidente del Congreso y exministro socialista es destacado exponente de una corriente de pensamiento que considera que el único camino posible para la concordia entre los españoles pasa por establecer equidistancias frente a la tragedia de la Guerra Civil y, sobre todo, por no hurgar en el pasado, al que se presenta como una peligrosa caja de Pandora que se debe mantener sellada para evitar que se escapen los demonios.
En un artículo publicado esta semana en El País bajo el título La fechoría de quitar una calle a Indalecio Prieto, Bono retoma ese planteamiento. Afirma que la Transición logró la reconciliación de los españoles y “despejó el camino para que a historia quedara escrita por los historiadores, y no enturbiada por intereses partidistas o electorales”. Y refuerza su argumentación con unas palabras que le atribuye al exlíder comunista Santiago Carrillo: “Aquí tuvimos una Guerra Civil en la que hubo excesos por las dos partes. Hay que dejar la historia en paz”.
Es posible que la Transición haya sido el mejor acuerdo en las circunstancias difíciles que vivía en ese momento España. El problema es que un proceso de reconciliación, si se pretende que sea perdurable, exige la construcción de un consenso básico sobre el pasado que permita cimentar un mensaje inequívoco sobre determinados valores esenciales como la democracia, el respeto, la tolerancia. A diferencia de Hitler en Alemania o Mussolini en Italia, Franco murió en la cama tras una larga dictadura que, a partir de los años 50, comenzó a ser blanqueada por los intereses de Estados Unidos, lo que impidió construir ese consenso. Por ello se acordó mirar solo al futuro, cuyo punto de partida era la Transición. Dice Bono que a la derecha “le costaba” condenar la dictadura. Es más exacto decir que rechazaba tajantemente hacerlo y lo sigue rechazando hasta el día de hoy. Incluso se alía con un partido de ultraderecha que defiende abiertamente el legado de Franco y, en virtud de esa alianza, suprime del callejero de Madrid los nombres de Prieto y Largo Caballero, dos figuras históricas del PSOE, lo que motivó precisamente el artículo de Bono. El hecho es que a la Transición, que tanto sirvió en determinada coyuntura, se le han empezado a romper las costuras a derecha e izquierda, y cometen un error quienes no quieran verlo.
El pasado se resiste a quedar convertido en pieza arqueológica para la chusma y ser utilizado a conveniencia solo por ciertos círculos que se atribuyen la fiabilidad para tratar tan sensible material. Los tiempos están cambiando. Tras 45 años de democracia, no debería considerarse un “riesgo” –como lo califica Bono- hurgar en la historia e incluso someterla a debate público, siempre que se haga con decencia y respeto. Dice el exministro que él se siente “más cómodo” escuchando a historiadores y académicos que “leyendo editoriales de conveniencia o los tweets de la planta de oportunidades de los extremistas de Podemos o Vox”. Más allá de lo que pueda pensar cada cual sobre la formación de Pablo Iglesias, hablemos con honestidad intelectual: ¿es lo mismo un partido que defiende dentro de los cauces constitucionales la república que otro que considera “uno de los nuestros” a un general retirado que en un chat de su División plantea “fusilar a 26 millones de españoles” que no piensan como él? De ninguna manera. Como no se puede meter en un mismo saco emocional-político, como hace Bono en su artículo, el intento de Indalecio Prieto de salvar de la ejecución al fundador de la falange Primo de Rivera y la propuesta de este desde prisión de establecer un Gobierno de concentración nacional, en el que Prieto aparecía como ministro, para “disipar discordias civiles”. Lo de Prieto fue un acto de generosidad. Lo de Primo de Rivera, uno de desfachatez: proponer, en una situación adversa para él, un gobierno de concentración cuando había uno democráticamente elegido por abrumadora mayoría contra el que se había levantado en armas.
Los historiadores, en cuyas manos exclusivas pide Bono dejar la indagación del pasado, están desmontando día tras día la cultura de la equidistancia. En su monumental obra El holocausto español, el hispanista Paul Preston dice lo siguiente sobre los “excesos” de que hablaba Carrillo: “A diferencia de la represión sistemática desatada por el bando rebelde para imponer su estrategia, la caótica violencia del otro bando tuvo lugar a pesar de las autoridades republicanas, no gracias a ellas. De hecho, los esfuerzos de los sucesivos gobiernos republicanos para establecer el orden público lograron contener la represión por parte de la izquierda que, en términos generales, en diciembre de 1936 ya se había extinguido”.
Según la investigación de Preston, la represión en los territorios ocupados por los rebeldes triplicó la de la zona republicana, y ello sin contar con la posterior furia vengativa de la dictadura. Las víctimas del bando nacional fueron sepultadas y honradas por sus seres queridos. Decenas de miles de víctimas republicanas siguen en las cunetas. Solo cuando Rodríguez Zapatero llegó a la Moncloa, 29 años después de la muerte de Franco, se aprobó una ley de Memoria Histórica y el Estado comenzó a subvencionar la búsqueda y exhumación de las fosas. Zapatero recibió por ello despiadados ataques, incluso desde compañeros de partido, por poner en peligro el 'espíritu de la Transición'. Cuando el PP volvió al poder, asestó un hachazo presupuestal a las ayudas.
Por mucho que algunos se resistan a aceptarlo, nos encontramos en una etapa post-Transición. Más que tenerle miedo al reencuentro con el pasado, lo que se impone es afrontarlo con valentía y buscar un nuevo pacto político en torno a principios esenciales que no dejen lugar a dudas sobre la diferencia entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto, con todas las matizaciones que se puedan poner a esas etiquetas. Sería una magnífica oportunidad para disipar muchas confusiones, históricas y morales, que dejó inevitablemente en el aire la Transición.
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