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Declarad a las familias zona catastrófica

Retirando nieve de las aceras frente al colegio Decroly, en la calle Guzmán el Bueno

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No somos la Liga. No somos los toros. No somos los bares. No somos las empresas. No somos el sector hotelero. No somos el sector aeronáutico. No somos la economía. No somos nada. No merecemos ni una jodida palmadita en la espalda. Porque: ¡no-somos-nada! Solo somos las familias con criaturas en edad escolar. Puntualizo: somos las familias con criaturas en edad escolar, las de los barrios feos, las que no tienen recursos para externalizar los cuidados, única solución lógica en esta sociedad tan bonita y neoliberal que nos está quedando. Dependemos, y además queremos depender, de unos servicios públicos cada vez más mermados porque creemos, ¡oh, insensatos!, en la vida comunitaria más allá del consumo y del sálvese quien pueda. Igual que la sociedad depende de nosotros, de nuestra fuerza de trabajo, presente y futura. Queremos, llamadnos locas, escuelas públicas cuidadas, parques abiertos, pediatras de sobra en cada centro de salud. Queremos ayudas. Sí, ayudas. Paguitas. Dadnos paguitas. Dadnos recursos. Dadnos Estado. Declaradnos zona catastrófica. Como a todos los demás. 

Hay muchas más soledades en esta pandemia, tantas casi como vacunas y como cepas acabará habiendo. Las personas que viven solas, los residentes en centros de mayores. Es obvio. Soy consciente. No quiero patalear más alto que nadie, no quiero mi cuota de casito, ni lágrimas de cocodrilo, ni siquiera liderar un ranking de daños y perjuicios. Nosotros, diréis, aún estamos entretenidos en el carajal de nuestros pisos: cacharreamos, trajinamos, nos ocupamos. Nos abrazamos a diario. Caemos derrengados en la cama, quien no padezca de insomnio, claro, aunque ese hace ya rato que se enganchó al Orfidal. 

Una amiga de Ecuador me dice que no entiende como no han ardido más cosas. Siquiera alguna. Yo le contesto que ya, que yo tampoco lo entiendo. Se lo digo oteando al Himalaya por escalar que he tenido enfrente cada día de esta semana, otra semana sin clase. Cancelar una entrega, coordinar videollamadas, clases on line: el roto en el presupuesto familiar y la penalización en trabajo futuro están asegurados. ¿Quién querrá contratar a una madre quemada de aquí en adelante? Pero, ¿y con esta ansiedad quién va a montar la revolución? Somos el silencio, somos la vida subterránea, somos los que sostuvimos a la infancia durante cuatro meses encerrada en casa y sin rechistar. Somos los que aguantamos que el ministro de Sanidad nos llamara malos padres por pretender llevar a la guardería a nuestros hijos con décimas previo chute de Apiretal. Nos gobiernan gentes con internas y cuarto de basuras. Nos gobierna gente que nos dice que está desbordada, pero no, perdona, se dice desmantelada, no desbordada. Estáis como y donde quisisteis estar. Habéis llegado al punto exacto donde queríais cuando empezó todo —pongamos que hablo de Madrid— hace ahora veinte años. Lo de “la sociedad no existe” era esto. Solo nos salvarán los dueños de las empresas de contratas. ¡Oh, diabólica ecuación!

La casa hecha un Cristo, la pila de lavadoras y los trabajos por entregar in crescendo, una vida social tirando a nula por miedo al contagio. La ansiedad en picos históricos, la capacidad de concentración en el orto, la alegría bajo mínimos, el horizonte en fundido a negro. El patio y las terrazas de la escuela llenas de nieve y hasta ayer sin saber si tendríamos que recogerlo las familias a paladas o alguien, ya si eso, pasará a ocuparse de ello (una escuela municipal, ojo). 

En la radio avisan cada día de la subida de la incidencia acumulada. La posibilidad de un nuevo confinamiento nos hiela la sangre. No sé cómo podríamos soportarlo. Me ducho imaginándome como sería una baja por daños colaterales de COVID, por salud mental tocada por la pandemia. Que sé yo, algún tipo de política pública creada a propósito de la combinación de teletrabajo y cuidados. Soñadora. Y no te quejes, que tú te has metido en esto, que elegiste tener hijos, eso tan prometedor que es montar una familia. Ja. Cuando escribo aún no sé si podré llevar a clase a mi hijo cuando empiece la semana lectiva. Todo bien. Los reyes vuelven a ser los padres. 

Dentro de mi cabeza, cada vez más sincopada, cada vez más revolucionada, se repite la canción de la Polla Records. No-somos-nada. Somos cansancio, fuerzas mermadas, agotamiento mental y físico. No tenemos préstamos ICO, no tenemos ERTE, ni siquiera una mísera baja por cuarentena a la que acogernos, baja de uno de los dos progenitores o bajas a las familias monomarentales. O un mísero reconocimiento público más allá una mención en una rueda de prensa. Un año después prácticamente, el desierto. Y aún tendremos que soportar que nos llamen lloricas o exageradas. OK. Vente a casa, échame una mano, sujétame el puré del niño mientras salimos a quemar un contenedor. 

Le doy el último trago al café frío. En la taza se lee la frase de Rosa Parks: “Cuanto más obedecimos, peor nos trataron”. Pues eso, que no se pude ser más tonta. Y que tal vez todo tenga un límite. Porque cuando no eres nada no tienes nada que perder. Ah, aviso: tenemos kilos de pañales apestosos acumulados en el alféizar y no dudaremos en usarlos. 

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