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El día de mañana

Juan García-Gallardo en una zona arrasada por el fuego en la Sierra de la Culebra, el pasado mes de junio.

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Llevo desde la adolescencia preocupándome por el cambio climático, es decir, llevo más de veinte años dándole vueltas y vueltas a qué puedo hacer yo por salvar el planeta. Es un pensamiento vanidoso y engreído, lo sé, al fin y al cabo, una sola persona no puede cambiar el mundo, ¿no? Y aun así, intento ser responsable y comedida en mi manera de vivir y de hacer: reciclo todo lo reciclable, compro la ropa justa, no tengo coche, voy caminando a todas partes o en transporte público cuando las distancias son demasiado largas —mi hijo de apenas tres años ha recorrido cientos de kilómetros en su carrito—, llevo años sin coger un avión, practico el consumo de proximidad y así un montón de pequeños gestos cotidianos, incluido el de hacer partícipe a mi hijo de todo esto para que desde pequeño entienda que el presente y el futuro del planeta también es su responsabilidad. 

A mis quince años, el cambio climático era, para la mayoría de la gente, al menos, en mi entorno, algo recurrente en el cine de ciencia ficción, un tema entretenido. A mis catorce, quince años, se hablaba mucho del efecto invernadero, del agujero de la capa de ozono. Pero si me ponía a preguntar, a reflexionar en voz alta, me tachaban de exagerada, de loca. Recuerdo cuando se estrenó “El día de mañana”, la película de Roland Emmerich: Jack Hall, un climatólogo encarnado por Dennis Quaid, descubre que el calentamiento global va a provocar una nueva era glacial y, a pesar de sus advertencias a los dirigentes políticos, nadie le toma en serio. La película era de 2004 y, en cierto sentido, se ha quedado anticuada. Fenómenos atmosféricos extremos parecidos a los que salen en las películas ya se están dando: incendios forestales que tardan meses en extinguirse, huracanes colosales, lluvias torrenciales que inundan el Valle de la Muerte, lagos que desparecen, temperaturas extremas que derriten los raíles del tren, enfermedades capaces de provocar pandemias que paralizan el mundo. Creo que el escenario actual es, si cabe, peor que el que plantean algunas de las ficciones. El placer inequívoco que produce sentarse a ver una de estas películas sabiendo que tiene un final donde los protagonistas sobreviven, no se parece en nada a asomarse a la ventana en una de las tardes de este último verano en Sevilla donde las temperaturas han llegado a rozar los 50 grados. Y a pesar de todo esto, la espiral consumista y dilapidadora de los recursos del planeta en la que estamos inmersos no hace más que crecer y crecer. Lo veo en mis redes sociales: ¿a cuántos países necesita viajar una persona en un mismo verano? ¿cuántos vestidos, zapatos, camisas de lino de marcas que se venden como sostenibles necesita una mujer?

Hace apenas unos días, Juan García-Gallardo, vicepresidente de Castilla y León, soltaba un mensaje en Twitter —y digo soltar, así, porque algunos parecen no darse cuenta de que hay cierta responsabilidad cuando se habla desde un púlpito aunque este sea una red social— lo siguiente: «Si sufres ecoansiedad, apúntate a realizar trabajos de prevención de incendios en los montes de Castilla y León. Hay miles de hectáreas por limpiar. No tengo pruebas, pero tampoco dudas, de que después de unos meses trabajando, se te pasa la ecoansiedad. Y la tontería también». De esta manera, los políticos terminan convirtiendo un tema que está poniendo en jaque nuestro modelo económico y a la sociedad entera en un chiste. El hecho de que a un hombre nacido en 1991, es decir, un chico de treinta y un años, alguien más joven que yo, alguien que ha vivido como yo desde muy pequeño con las noticias sobre el cambio climático, que ocupa un cargo político, le importe tan poco no ya el futuro del mundo, sino ese trozo de su tierra que se quemó es muy simbólico del lugar que ocupa el futuro del planeta en la agenda política. 

La ecoansiedad no es un término ridículo ni una moda. Las palabras nacen para nombrar la realidad. Más allá de la ineptitud y la falta de responsabilidad social que tienen los políticos conservadores y negacionistas, algo enorme pasa, algo que está mucho más allá de las próximas elecciones. Y aunque lo que hagan las personas como yo contribuya, nada sería tan decisivo en esta deriva medioambiental como asumir políticamente el desastre y ponerse a trabajar en serio para las generaciones futuras que tendrán que vivir en un mundo muy distinto del nuestro. 

Hace apenas unos días, las escritoras Rebecca Solnit y Terry Tempest hacían un llamamiento a la población desde una tribuna en The Guardian: «Estamos declarando una emergencia climática. Todos pueden hacerlo, en cualquier lugar de la Tierra al que llamen hogar. Ya nadie necesita esperar a los políticos, los hemos estado esperando durante décadas. Lo que la historia nos muestra es que cuando las personas lideran, los gobiernos siguen. Nuestro poder reside en lo que estamos presenciando». Yo me sumo a esa senda que ellas me ofrecen: cada pequeño gesto cuenta, cada brick reciclado, cada caminata, cada columna de opinión lanzada a un mar de palabras. «Podemos elegir vivir de otra manera y construir formas más sabias y justas de producir, consumir y viajar. Nuestra esperanza está en nuestras acciones colectivas».

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