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Ser de izquierdas

Imagen de una fosa en la que se localizaron ocho víctimas del franquismo en Alcalá del Río (Sevilla). | JUAN MIGUEL BAQUERO

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El lunes por la mañana, a las puertas del colegio de mi hijo, había cierto ambiente festivo. Las sonrisas eran más amplias, luminosas casi, los saludos más afectuosos, algún abrazo, manos que se agarraban fuerte. La gente comentaba que había ganado Izquierda Unida en el pueblo, que ya era hora, que a ver si pronto comenzaba a notarse el cambio. Después de una semana de tormentas y cielos apocalípticos, ha vuelto el sol y ese azul brillante que presagia la calma. Mientras volvía a casa caminando, confieso que sentí cierta emoción, esperanza. Pensaba en mi hijo que, a sus cuatro años, llevaba semanas diciéndome que quería una alcaldesa feminista, que plantara muchos árboles, que quitara los coches, que le diera una casa a todo aquel que no la tenga. 

Cuando yo era pequeña, pequeñísima, escuché por primera vez a mi tía Carmen hablar de la Guerra Civil. Algo en su manera de contar, en la emoción contenida y los ojos al borde de la lágrima, me dejaba paralizada. Mientras ella hablaba, yo no podía moverme de su lado. Me hice mayor y comencé a hacerle preguntas y entonces supe que su padre fue socialista, alcalde republicano, perseguido y apresado, que pasó muchos años en una cárcel por “auxiliar a la República”. A mi tía y a mi abuela no las dejaron ir al colegio por ser las hijas de un “rojo”, mi bisabuela tuvo que hacer estraperlo en el puerto de Sevilla para poder sacar adelante a sus hijos, fueron años de mucha, muchísima hambre. Sé que habrá al otro lado de la pantalla, lectores y lectoras que tendrán historias parecidas, más cercanas todavía, un abuelo fusilado, un padre, una madre rapada y paseada por las calles. Todos guardamos historias así en la familia. Unas familias las cuentan y otras familias se van a la tumba con su historia. Quizá porque crecí con esas historias de dolor y pérdida, vidas arrancadas de raíz, machacadas, rotas, tuve desde siempre un sentimiento de justicia muy profundo. La memoria era mi pan de cada día. Las historias de la guerra fueron, tantas, tantas veces, mis cuentos para dormir. Mi abuela y mi tía ya no están, ninguno de los cinco hermanos, y no quiero que esa memoria se borre, por eso sigo contando la historia de mi bisabuelo Pepe, el último alcalde republicano de Alcalá del Río, y de mi bisabuela Asunción, madre de cinco hijos en la guerra y la posguerra, estraperlista, superviviente. Y las historias de mi abuela y mis tíos, niños de la guerra. Se las cuento a mi hijo porque quiero que conozca su pasado, el pasado reciente de su familia, de su pueblo, de su país. 

Cuando me hice mayor de edad, me afilié a Izquierda Unida, hasta fui una vez en unas listas a los 20 años. Recuerdo perfectamente aquellas elecciones de 2007, la noche de las votaciones ni siquiera pude celebrar que IU ganó porque estuve hasta las tantas trabajando en un Telepizza. Recuerdo también el miedo de mi tía y de mi abuela, pensaban que mi vida corría peligro, que, si era concejala, en algún momento, podrían fusilarme, que la guerra podría armarse en un suspiro como las tormentas de verano. A mí todo aquello me sonaba exagerado, ridículo incluso. Mi yo de 20 años no alcanzaba todavía a entender por mucho que hubiera escuchado sus historias y me las hubiera bebido como si fueran leche materna, lo que había sido la guerra. Yo estaba convencida, con toda mi inocencia e ingenuidad, de que el mundo se podía cambiar. Por eso iba a las reuniones del partido con mucha ilusión al principio, la frustración fue llegando después. Era una mujer joven, feminista, vehemente en mis argumentaciones, no temía la confrontación con los hombres del partido. Pero hubo un momento de desencanto y lo dejé. 

Las historias de mi familia no solo tenían que ver con la guerra y la represión franquista, también con la República, con el trabajo de mi bisabuelo en el pueblo, su vocación por redistribuir la riqueza y expropiar a los terratenientes para darle tierras a los campesinos, su deseo de crear un pueblo más igualitario, más justo. Nunca sentí odio ni rechazo, nunca me trasmitieron ningún sentimiento de venganza, llevé con orgullo para mis adentros el apelativo de “bisnieta de un rojo” y pensé que ser de izquierdas era algo natural, ser de izquierdas era pensar que todos somos iguales, que todos merecemos lo mismo, y que por eso había que trabajar para equilibrar una sociedad cuyo sello identitario era, precisamente, la desigualdad en todos sus aspectos —clase, género, raza—. 

Muchas veces sigo sintiéndome como esa niña que escuchaba las historias de la guerra, fascinada, emocionada. La identidad política no es algo que pueda heredarse, tiene que ver con la experiencia y la vivencia de cada uno, con la manera de mirar al mundo desde el yo o desde el nosotros. Pero sé que, en la raíz de mi izquierdismo, de mi feminismo, de mi radicalidad política que dirían algunos, está la memoria. Mi familia nunca olvidó ni cerró la boca, las mujeres de mi familia se ocuparon de hilar con sus palabras toda esa memoria para que se mantuviera viva y las sobreviviera. 

El domingo por la noche, una inmensa nube cubrió el cielo de España, vienen tiempos oscuros en los que conviene recordar por qué necesitamos ser de izquierdas, con la cabeza y con el corazón, por los que ya no están y por los que vendrán.

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