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Ego

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En la familia de mi pareja se llaman entre sí por el nombre de pila: Manolo, Javier, Mª Jesús. Me pregunto si será cosa de ser de Madrid. A mí, que soy de familia sureña, lo de llamarse entre familiares por el nombre de pila se me hace extraño. En mi familia los nombres van irremediablemente unidos a la relación de parentesco que me une a ellos: la tita Sole, el tito Pepe, la abuela Isabel.

No es solo cuestión de tradición, diría que es casi una necesidad: la adición al nombre del grado de parentesco es precisamente (junto con los siempre socorridos diminutivos) lo que nos permite deshacer los casos de ambigüedad onomástica que pululan por mi familia. El abuelo Juan, el tito Juanito, el tito Juan, el primo Juan y el primo Juanito designan de forma unívoca a los integrantes de la saga de Juanes que atraviesa nuestro árbol genealógico y que se extiende ya cinco generaciones atrás.

La manera en que las diferentes lenguas del mundo se refieren a los términos de parentesco es un tema de gran enjundia lingüística. Al fin y al cabo, la realidad puramente material sobre la que se asienta la filiación de una persona puede parecernos en principio común, universal e invariable: una persona nace de otra. Pero el complejo entramado social que tejen las relaciones de parentesco varía de una cultura a otra, y estas relaciones se codifican de maneras diferentes en las distintas lenguas (de una forma no muy distinta a lo que ocurre con la fragmentación del espectro cromático en los colores). 

Por ejemplo, en castellano llamamos tío al hermano de cualquiera de nuestros progenitores, independientemente de si es hermano de nuestro padre o de nuestra madre. En otras lenguas, en cambio, esto no es así. En noruego, por ejemplo, la palabra para referirse a tu tío será diferente según sea del lado materno o del lado paterno. En otros idiomas, los términos de parentesco codifican la edad relativa entre individuos: es lo que ocurre en búlgaro o en las lenguas sami de Laponia, donde la palabra para referirse a tu tío variará dependiendo de que la persona en cuestión sea hermano mayor o pequeño de tu padre. Mientras que en otras lenguas es la consanguinidad lo que determina la denominación. En nepalí, por ejemplo, utilizan palabras distintas según el parentesco sea sanguíneo o político. Dicho de otro modo, en nuestro sistema llamamos tía tanto a la hermana de tu madre como a la mujer de tu tío, pero en nepalí estos parentescos reciben nombres diferentes.

También encontramos lenguas en las que se da el caso contrario, es decir, idiomas que engloban bajo una misma palabra parentescos que nosotros distinguimos como distintos. Los parentescos del hawaiano solo diferencian entre generaciones, así que denominan bajo el mismo término lo que nosotros distinguimos como primos y hermanos, o padres y tíos.

Aunque quizá la palma en lo que a complejidad de parentesco se refiere se la lleven aquellos nombres de parentesco que establecen relaciones familiares no ya entre dos personas, sino entre tres. Pongamos por caso un padre que está hablando con sus hijos y quiere referirse a la abuela materna de esos niños. Encontramos idiomas que conceptualizan específicamente ese tipo de relación (tu-abuela-que-es-mi-suegra), concretamente en lenguas de Australia, la Amazonia y la Patagonia, en algunos casos motivados por tabúes culturales. Aunque poco frecuentes, estas relaciones ternarias son buena muestra de la inmensa variabilidad cultural, conceptual y lingüística que podemos encontrar a lo largo y ancho del mundo (y su dificultad para trasladarla de unas lenguas a otras). 

Los términos de parentesco presuponen la existencia de un origen de coordenadas, un yo que funciona como un kilómetro cero desde el que se articulan las relaciones familiares, lo que en lingüística se conoce como ego. Con el transcurso de los años y la aparición de nuevos integrantes, el ego lingüístico de mi familia ha saltado una generación, arrastrando con ello toda una nomenclatura familiar que llevaba más de treinta años estable. Con este nuevo ego que se abre paso con fuerza, las nuevas denominaciones empiezan a desplazar a las antiguas. Así, el primo Félix coexiste con la denominación el tito Félix; la tita Paqui es hoy también la abuela Paqui; papá ha devenido en el abuelo Amador. Asisto a este cambio lingüístico doméstico que ocurre bajo mis propias narices y que me empuja inexorablemente hacia la periferia genealógica.

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