Estampar contra el suelo el ascensor social

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Toni Roldán se quejaba amargamente esta semana de que el periódico que le daba tribunas cuando nadie sabía quién era para que Ciudadanos saliera de la irrelevancia tuviera un titular certero sobre la mentira de la meritocracia. Hoy en día ya solo creen en esa zafia burla de la cultura del esfuerzo seguidores de secta ideológica o aquellos que gracias a que no existe tienen una posición social ganada por herencia paternal y quieren trasladar que lo que tienen es porque se lo merecen y valen mucho. No voy a poner en duda la valía de Toni Roldán, ni a ensalzarla, porque no importa su caso personal, ni que su posición social haya sido por su desempeño y esfuerzo o por el capital social, cultural y relacional previo de sus padres. No importa, porque la sociología no hace categoría de un caso personal. 

La universalización de la propia experiencia no puede ser un argumento a favor de la acción política colectiva ni es útil para comprender nuestra sociedad. Puede servir como elemento representativo, pero nunca debe ser el núcleo de acción común. Las aspiraciones vitales de mucha gente que se ha frustrado respecto a sus expectativas previas están sirviendo de vehículo para canalizar las quejas hacia partidos e ideologías que no cumplen con la labor de prestar a ciertos individuos una salida laboral, una hipoteca o una posición social preeminente. Eso es humano, una pulsión comprensible, pero las ansias personales no pueden servir para guiar al resto. 

Se ha roto el ascensor social, es cierto, aunque también lo es que su mera existencia es algo a erradicar. Hay quien se queja al ser la única manera de mejorar en el “mientrastanto”, pero es que la aspiración marxista última es estampar el ascensor contra el suelo, demoler el edificio y construir una vivienda comunal de una sola planta en la que no haya posibilidad de ascenso ni descenso porque todo el mundo tenga las mismas oportunidades y la capacidad para desarrollar una vida digna en igualdad y con una redistribución justa de la riqueza. 

Quienes quieren que el ascensor social funcione para que los saque de su posición social previa ignoran que subirse al montacargas implica que otros no entren y que la nueva posición sea a costa de los demás. La ruptura del ascensor social se puede hacer desde el diagnóstico, lo que implica una visión analítica que muestra una evidencia, o desde la queja amarga, que supone una visión nostálgica del momento en el estaba reservado solo a una minoría que pudiera lograr una posición social que no le correspondía por origen. Esa visión está anclada en una subjetividad burguesa de quien cree que se merece por mérito ascender en vez de otros miembros de su clase. En el fondo, la creencia en la necesidad de ese ascensor social está basada en la meritocracia, aun cuando se critique el concepto por tener asumido que al ser de clase obrera se tiene mucho más difícil que los de clase privilegiada.  

La opinión pública es una esfera reservada a una minoría que posee un fuerte componente de clase y que tiene el monopolio sobre la producción del discurso político. El lenguaje político es elitista y representa los problemas y la opinión de una minoría que coloniza la agenda con asuntos que solo sirven para mantener un estatus social determinado. La opinión pública y los métodos de reproducción social están directamente vinculados y el de la cultura del esfuerzo como valor hegemónico en los medios, política y publicidad es un ejemplo. La preeminencia del relato de la meritocracia es mayoritaria en quienes tienen la posibilidad de inculcar ese mensaje desde el discurso público a pesar de que está completamente desprestigiado desde la ciencia social y los datos empíricos. Que ese relato tenga vigencia se debe a un sesgo por parte de una opinión pública muy elitista que está formada por más hombres que mujeres, más urbanitas que rurales, más blancos que otras razas y, sobre todo, más burguesía que clase trabajadora. 

Sí, el ascensor social está estropeado, en realidad nunca ha funcionado de manera eficiente. Nunca ha sido más que una dádiva de las clases privilegiadas para los sectores desfavorecidos que servía para, mediante excepciones y ejemplos disciplinantes de éxito desde abajo, mantener amansada a la clase obrera con la posibilidad de trascender de manera individual a costa de los compañeros de clase social. Quejarse amargamente no es más que una manera de perpetuar una desigualdad que hay que erradicar de raíz. No hay que arreglar el ascensor, hay que derruir el edificio.