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Lo que importa es la vida

Una clase de Matemáticas en la Residencia de Señoritas. Revista Crónica, 2 de marzo de 1930
13 de diciembre de 2022 22:01 h

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Le doy vueltas a este espacio quincenal cada día hasta que decido sobre lo que voy a escribir y, entonces, le doy vueltas al tema y voy armando las frases y los párrafos en la cabeza hasta que me siento a teclear. La mayoría de las veces, todo aquello sobre lo que quiero escribir no interesa a mucha gente, no está en el centro del debate que toque esa semana. No es actualidad propiamente. Otras veces, decido escribir sobre actualidad y los artículos se publican con algunos días de retraso y mi opinión se pierde en un mar de artículos sobre lo mismo. No es una cuestión baladí: me tomo este espacio con respeto y con amor y por eso escribo de lo que me mueve y me conmueve. La memoria es uno de esos temas. Hace algunos meses, mientras investigaba para mi próximo proyecto, descubrí el diario de una muchacha que estuvo en la Residencia de Señoritas de Madrid. La chica se llamaba Carmen Castilla y, además de estudiar en Madrid en una época en la que pocas mujeres podían hacerlo, consiguió una beca de intercambio en una universidad norteamericana. Por falta de espacio, tuve que dejar su historia fuera del libro, pero no pude quitármela de la cabeza. Algo tan pequeño como el diario de un año de vida de una muchacha de veintitantos años en los años veinte en Estados Unidos me parece que contiene la vida entera. 

La Residencia de Señoritas de Madrid tenía un convenio de intercambio con el Smith College: las jóvenes estudiantes venían de Estados Unidos a España a enseñar inglés y estudiaban y se alojaban en la Residencia de Señoritas y las españolas iban como teaching fellows hasta Massachusetts y estudiaban algunas asignaturas. Carmen Castilla estudió en la Residencia de Señoritas desde el año de su apertura, 1915, hasta 1920. Y escribió un diario durante su estancia en el Smith College, un diario que se editó, por primera vez, noventa años después de que fuera escrito. El diario, junto a un álbum fotográfico, lo conservó durante todo ese tiempo una de sus sobrinas, María Rosa Quintana Castilla. Sus palabras emocionadas, las fotografías con sus compañeras en los jardines del college, me hicieron acordarme de mis años como estudiante en el extranjero. El mismo horizonte de posibilidades abierto al mundo, los sueños todavía por estrenar. Volvió de Estados Unidos y tras dar vueltas por varias provincias, sacó una plaza de inspectora de primera enseñanza en Madrid en 1932. Y en ese puesto estuvo hasta finales de la Guerra Civil. 

Las notas se inician el 28 de agosto de 1921 en San Sebastián, donde comienza un periplo en tren que la llevará hasta Amberes y, una vez allí, al Cantigny, un buque de la armada americana. Cuando llegó al puerto de Nueva York y vio la ciudad por primera vez escribió: «de día aparecen los edificios sombríos, las fachadas tan oscuras que parece estén sucias. De noche, sin embargo, la animación y el efecto es curiosísimo. Centenares de anuncios eléctricos, de combinaciones muy caprichosas parecen derrochar luz y aplastar al público». Carmen tenía 26 años. Durante un par de semanas, visitó lugares emblemáticos de la ciudad y se reencontró con compañeras norteamericanas que había conocido en la Residencia de Señoritas. El 26 de septiembre llegó, por fin, a Northampton. Su habitación propia —Virginia Woolf todavía no había escrito su ensayo, pero la Residencia de Señoritas y los colleges norteamericanos ya ofrecían un espacio único para el desarrollo de la vida interior de las muchachas— le pareció pequeña y la llenó de libros y flores silvestres. 

El diario está cargado de anotaciones risueñas y detalles sobre su estancia. Es emocionante ver cómo su manera de escribir la hace revivir a través del tiempo, como si estuviera presente, viva todavía. Sobre su comprensión del inglés, ironiza a propósito de una obra que fue a ver: «¡La ignorancia es muy atrevida! He ido con otras muchachas a ver representar El mercader de Venecia. ¿Entender? Palabras sueltas que no tenían ningún significado». En una de las últimas entradas, el 8 de marzo de 1922, Carmen apuntó que estaba tan cansada de asistir a clases durante toda la mañana que, por la tarde, su espíritu y el cuerpo le pedían otra cosa. Se iba a caminar por los jardines de Paradise Pond y a asombrarse con las formas que los bloques de hielo dibujaban sobre el agua. «El aroma, el colorido y la belleza de las flores que en Plant House se podían apreciar servía de sedante a mis nervios, que no sé por qué estaban tan excitados».

Ella no lo sabía entonces, nadie podía saberlo en 1922, pero algunos años después, vendría la Guerra Civil y con ella, muchas de sus expectativas y de sus sueños quedarían destrozados, paralizados. Su marido, Emilio Álvarez Cot, fue asesinado y a ella la detuvieron y la metieron en la cárcel de mujeres de Ventas. Cuenta el investigador Santiago López-Ríos en la introducción al diario, que Carmen Castilla fue juzgada en un consejo de guerra el 13 de enero de 1940 por su afiliación al Sindicato de Trabajadores de Enseñanza y al Partido Socialista y se la acusó también de exhibir su ideología política en su puesto de trabajo por «organizar expediciones de niños evacuados durante la contienda». Nunca más pudo ejercer de inspectora en Madrid, solo a partir de 1947 se le permitió volver a trabajar en las provincias.  

En 1955, cuando la Residencia de Señoritas ya estaba bajo el mando de la Sección Femenina como el Colegio Mayor Santa Teresa, le pidieron un escrito para una publicación que conmemoraba la apertura de la Residencia. Como si hubiera sido ayer mismo, Carmen Castilla escribió con la memoria intacta que, cuando llegó de San Sebastián a la calle Fortuny, número 53, era primavera y «en el jardín florecían las glicinias, lilas y celindas y una figura de mujer, delicada de mirada profunda e inteligente, cuya sonrisa invitaba a la cordialidad y a estrechar sus manos cuidadas y expresivas, de frío ademán —hablaban como sus ojos—, discurría por aquel encantador lugar». La mujer de la que hablaba Castilla era María de Maeztu, inspiradora y precursora de esa habitación propia de la que habló Woolf algunos años después. 

Los diarios, las cartas, las memorias, los apuntes y pensamientos de todos aquellos y aquellas que se han sentado a escribir son un valioso testimonio de la vida. Nadie podrá decir lo contrario por muy insignificantes que puedan parecer las anotaciones de una veinteañera que pasea por unos jardines en Northampton. Precisamente en lo pequeño, en lo cotidiano, en los personajes secundarios de la historia está la riqueza porque con todos ellos se conforma el puzle completo de nuestra memoria. Anna Caballé se preguntaba hace algunos años —y de ahí que la palabra “hombre” quede tan extraña e inexacta para describir la vida de cualquiera— que «si a la vida de un hombre y a su memoria le amputas todo aquello que tenga un carácter íntimo, personal, sentimental y económico, la pregunta es: ¿qué queda de ese hombre? ¿Sigue siendo un hombre o es una simple estructura intelectual? ¿Qué es entonces lo que se presume que el lector puede leer y comprender de ese hombre después de un vaciado tan fenomenal? ¿El intercambio de algunas referencias bibliográficas? “Lo que importa es la vida”, decía Montaigne». 

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