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¿Por qué lo llaman democracia cuando quieren decir poder?

Analista de la Fundación Alternativas y general de brigada retirado
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Leemos, vemos u oímos con frecuencia, declaraciones de líderes de la Alianza Atlántica, incluido su Secretario General, afirmando que la guerra de Ucrania es en realidad un combate entre la democracia –Ucrania – y la autocracia – Rusia – y que por eso la OTAN apoya, con armas y otros medios, a la primera, para preservar los valores democráticos frente al sátrapa que está al frente del Kremlin. La lucha del bien contra el mal.

Con independencia de la valoración que se pueda hacer de la democracia del actual régimen ucraniano –que nació de un golpe de estado, en 2014, apoyado por servicios de inteligencia occidentales– estas afirmaciones deberían ser más prudentes a la luz de la historia de la OTAN y de su relación con los valores democráticos, no siempre tan consistente como ahora se nos quiere hacer ver.

Cuando se creó la Alianza Atlántica por el Tratado de Washington (1949), uno de los países fundadores fue Portugal que en aquellos momentos era una dictadura de partido único similar a la de Franco. En Grecia, miembro desde 1952, se produjo en 1967 el golpe de estado “de los coroneles” que suprimió los derechos políticos y civiles y desató una represión feroz en la que hubo muchos “desaparecidos”, dando lugar a una dictadura que duró siete años, sin que la OTAN se inmutara. Turquía, con la misma antigüedad que Grecia en la Alianza, sufrió cuatro golpes de estado, protagonizados siempre por los militares: en 1960, en 1971, en 1980 –particularmente brutal– y en 1998, en los que se destituyó –o ejecutó– a políticos y se prohibieron partidos políticos, sin que la OTAN reaccionara en ningún caso. 

Se puede argüir que eran épocas de guerra fría y la prioridad era contener a la Unión Soviética. Pero en 1999 hacía ya ocho años que la Unión Soviética no existía, y la OTAN atacó a Serbia, sin mediar resolución del Consejo de Seguridad –es decir, vulnerando la Carta de Naciones Unidas y el propio Tratado de Washington– para detener la agresión de Belgrado a los habitantes de una de sus provincias, Kosovo, lo que recuerda bastante a la excusa que ha utilizado Moscú, relativa a los rebeldes prorrusos de Donetsk y Luhansk, para justificar su invasión. El bombardeo de Belgrado causó entre 1.000 y 1.500 muertos civiles, pero entonces Serbia no tenía a nadie que le defendiera o le proporcionara armas antiaéreas. Rusia estaba en el momento de mayor decrepitud de la era Yeltsin, y protestó, pero no hizo nada. Poco después, la mayoría de los miembros de la OTAN reconocieron la independencia de Kosovo, obtenida por la fuerza, que modificaba las fronteras europeas y vulneraba por tanto el Acta Final de Helsinki.

La OTAN, igual que la mayoría de los aliados, aplicó ahí un doble rasero, en función de sus intereses, que ha funcionado hasta nuestros días. No se puede tolerar que Rusia se anexione Crimea, que pertenece a Ucrania desde 1954 por donación de Kruschev, pero se puede aceptar que Israel se anexione los altos del Golán, o –de facto– Cisjordania, que es palestina desde hace siglos, contraviniendo toda legislación internacional y repetidas resoluciones del Consejo de Seguridad y de la Asamblea General de Naciones Unidas. Cuando EEUU invadió Irak –con el apoyo de Reino Unido–, en 2003, puso en Bagdad un gobierno nombrado por ellos. No todos los aliados secundaron esta operación, que estaba basada en amenazas inventadas, pero pocos años después (2018) la OTAN estableció en Irak una misión para apoyar al régimen nacido de la invasión.

En la actualidad, según el ya célebre índice de democracia que publica cada año The Economist –tan discutible como cualquier otro–, solo ocho de los 30 miembros de la OTAN están en el grupo de 21 democracias plenas (España salió este año del grupo por la incapacidad de renovar el Consejo General del Poder Judicial, pero sigue estando por delante de EEUU). Otros ocho ni siquiera figuran entre los 50 primeros: Polonia (51), Bulgaria (53), Croacia (56), Hungría (58), Rumanía (61), Albania (68), Macedonia del Norte (73), Montenegro (74), y uno -Turquía- está en el número 103. Ucrania figura en el puesto 87, y Rusia en el 124, por delante de Emiratos Árabes Unidos (135) y Arabia Saudí (152).

Esta última referencia viene a cuento porque la OTAN mantiene una relación de asociación con Emiratos, en el marco de la Iniciativa de Cooperación de Estambul (2004). Como es sabido, Emiratos interviene en la guerra civil de Yemen en una coalición liderada por Arabia Saudí que combate a favor del bando del presidente Hadi (sucedido este año por al-Alimi), con el apoyo de inteligencia y armamento de EEUU y Reino Unido. La guerra de Yemen empezó en 2014 y Naciones Unidas calcula más de 150.000 muertos, de los cuales unos 20.000 civiles, incluyendo 3.000 niños. Amnistía Internacional y Human Rigths Watch han acusado a la coalición liderada por Arabia Saudí de ser la causante de la mayoría de esas bajas civiles. En 2019, el gobierno de EEUU aprobó la venta de armas por valor de 8.100 millones de dólares a Arabia Saudí, Emiratos y Jordania.

La valoración de la democracia de un país u otro se basa en criterios que pueden ser cuestionables y tienen siempre un componente subjetivo. Es evidente que Rusia no es una democracia liberal, aunque en ciertos aspectos se parezca bastante a algún miembro de la OTAN como Turquía o Hungría. El actual gobierno ruso y el partido que lo apoya, Rusia Unida, se guían por una ideología conservadora y ultranacionalista que en Europa occidental sería considerada de extrema derecha. Es notorio que los derechos civiles y políticos de los ciudadanos están limitados y que existe una fuerte represión sobre sectores opositores, medios de comunicación críticos, y organizaciones de la sociedad civil, agudizada en la actualidad como consecuencia de la guerra no declarada que inició el Kremlin. No obstante, en Rusia hay elecciones presidenciales y legislativas regularmente. Aunque son numerosas las acusaciones –algunas demostradas– de falta de transparencia e irregularidades en los procesos electorales, así como ventajas ilegales del partido oficialista, su resultado se corresponde en general con los sondeos previos, incluidos los independientes, y está en línea con los índices de popularidad de su líder. En la Duma están representados cinco partidos, de los 14 que se presentaron a las elecciones de 2021. Todos estos partidos han sido acusados de ser meras sucursales del gobierno con otros nombres, pero es difícil aplicar esta etiqueta al histórico Partido Comunista – que denunció fraude electoral -, aunque esté de acuerdo con la invasión de Ucrania, y uno de ellos, Gente Nueva, que dispone de 13 escaños, votó en contra del reconocimiento de la independencia de las autoproclamadas repúblicas de Donetsk y Luhansk en febrero, pocos días antes de la invasión. En Arabia Saudí y en los Emiratos no hay ningún partido político y no se han celebrado nunca elecciones Tampoco hay partidos políticos en Kuwait ni en Qatar, otros dos de los asociados de la OTAN en el marco de la Iniciativa de Cooperación de Estambul.

Nada de esto justifica, ni explica, ni relativiza, la ilegal y brutal agresión de Rusia a Ucrania, pero sí puede arrojar cierta luz sobre hasta qué punto lo que la OTAN defiende con su apoyo a Ucrania es la democracia y sus valores. No cabe duda que la OTAN está formada por democracias liberales –aunque algunas sean bastante defectuosas– ni tampoco cabe mucho debate sobre el hecho de que la democracia liberal es el sistema político menos malo de los realmente existentes. Pero la OTAN, como demuestra su historia, no fue creada para expandir los valores democráticos por el mundo, sino para proteger la seguridad, y los intereses de sus miembros, en lugar preferente los de su líder. Cuando esos intereses han sido compatibles con la democracia liberal en terceros países, se ha favorecido su implementación o su mantenimiento en ellos. Cuando no lo ha sido, se ha obviado y se obvia, sin ningún escrúpulo. Defendemos a Ucrania porque nos interesa, está cerca, y lo merece ya que ha sido agredida. No defendemos al Tíbet porque no nos interesa y está lejos, aunque lo merezca. Está bien. Pero que no nos cuenten que lo hacemos para defender la democracia, por favor. No nos tomen por tontos. Esto no va de democracia, va de intereses y de relaciones de poder.

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